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Un príncipe enamorado
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Libro electrónico153 páginas2 horas

Un príncipe enamorado

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Información de este libro electrónico

El príncipe Gerd Crysander-Gillan estaba encaprichado de la bella Rosie Matthews desde hacía tiempo. Pero tres años antes, su deseo se había convertido en rabia cuando descubrió que Rosie parecía preferir a su hermano.
Ahora, Gerd se había convertido en Jefe de Estado del Gran Ducado de Carathia y necesitaba una princesa. La candidata más obvia era Rosie, que le ofrecía la ocasión perfecta para vengarse por una herida que nunca había llegado a sanar.
Pero cuando se acostó con ella, se llevó una sorpresa: Rosie seguía siendo virgen…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2010
ISBN9788467193091
Un príncipe enamorado
Autor

ROBYN DONALD

Quando criança, os livros levaram Robyn Donald a diversos lugares para além de sua cidade pequena na Nova Zelândia. Quando cresceu, tornou-se professora, esposa e mãe de dois filhos, e passou a ler romances vorazmente. Robyn gostava tanto que decidiu escrever um. Quando seu primeiro livro foi publicado, ela sentiu que finalmente havia encontrado seu lugar.

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    Un príncipe enamorado - ROBYN DONALD

    Capítulo 1

    Rosie Matthews contempló el salón de baile del palacio y pensó que la fiesta de coronación del Gran Ducado de Carathia estaba saliendo a pedir de boca.

    Mirara donde mirara, los ramos de flores contrastaban suntuosamente contra el blanco y el dorado de las paredes. Los invitados irradiaban privilegio y poder con sus esmóquines y las invitadas llevaban vestidos de tan alta costura que el salón de baile parecía una pasarela de los diseñadores más famosos del país. Además, la luz de las lámparas de araña arrancaba destellos a las diademas, pendientes y collares de piedras preciosas de valor incalculable.

    Todas las mujeres de la fiesta parecían increíblemente altas y elegantes, incluida la que se encontraba a su lado, Hani CrysanderGillan, duquesa de Vamili y cuñada del príncipe Gerd, recientemente coronado. Hani llevaba una diadema con cinco diamantes de Moraze, su tierra natal, que relucían contra su cabello oscuro.

    –Te envidio –dijo Rosie con alegría–. Éste va a ser el único baile de coronación al que asista en mi vida, y tendría que subirme a una silla para ver todas las maravillas de este lugar... Nunca había visto unas joyas tan bonitas. Y los vestidos son increíbles... En comparación, me siento el patito feo de la familia. Y eso que ni siquiera soy de la familia.

    Hani rió.

    –Estás preciosa, lo sabes. Por cierto, no sé cómo te las has arreglado para encontrar un vestido con el mismo tono entre ámbar y miel de tu pelo...

    Rosie se miró el vestido.

    –Fue un golpe de suerte. Cerca de mi casa, a la vuelta de la esquina, hay una tienda especializada en ropa vintage... –le explicó–. Éste se encontraba en muy buen estado. Ni siquiera parece que tenga diez años.

    –¿A quién le importan los años que tenga? Es un clásico.

    Rosie pensó que al menos le hacía parecer casi tan alta como el resto de las invitadas; aunque no habría conseguido ese efecto sin sus zapatos de tacón alto, que le habían costado casi todos sus ahorros.

    Hani arqueó las cejas y añadió:

    –Me extraña que dudes de tu aspecto... no es propio de ti, Rosie. ¿Qué ocurre? ¿Hay algo que te preocupe?

    Rosie sacudió la cabeza.

    –No dudo de mí. Es que estoy asombrada con las joyas que llevan esas mujeres; son más valiosas que el presupuesto nacional de varios países pequeños.

    Rosie había mentido a su amiga. No estaba molesta por las riquezas que veía a su alrededor, sino por un asunto bien distinto.

    Justo en ese momento, el príncipe Gerd, que acababa de convertirse en el Jefe de Estado de Carathia, pasó bailando por delante de ellas con la mujer que se iba a convertir en su esposa, la princesa Serina.

    Serina era una criatura alta y extraordinariamente bella cuyo cabello negro, recogido con un peinado alto y muy elegante, era el escaparate perfecto para la diadema de diamantes que se había puesto esa noche.

    –¿Seguro que eso es lo que te molesta? –preguntó Hani.

    –Eso y que todas las mujeres van cargadas de joyas y miden diez centímetros más que yo –confesó al fin–. Sin embargo, ser bajita tiene la ventaja de que nadie me ve y de que Gerd no esperará que su prima destaque...

    Rosie alzó su barbilla pequeña y redondeada y observó el salón de baile. Inevitablemente, sus ojos se clavaron en el hombre que la había invitado a ella y a otros cientos de personas a la ceremonia. En ese momento, la cara arrogante y atractiva de Gerd dedicaba una sonrisa a la princesa que tenía entre sus brazos; un segundo después, echaba un vistazo a su alrededor con una expresión que irradiaba fuerza y autoridad.

    Rosie se ruborizó y bajó la mirada a pesar de saber que el príncipe no la estaba buscando a ella. Sólo se quería asegurar de que todo estaba saliendo conforme a sus planes. Porque Gerd siempre tenía un plan, así como la determinación absoluta de llevarlo a cabo en cualquier circunstancia.

    Rosie sintió una nostalgia profunda. Se había convencido de que sus esperanzas amorosas, que albergaba desde años atrás, desaparecerían en cuanto viera a Gerd en compañía de la princesa Serina, una mujer muy bella e incomparablemente más adecuada para él.

    Por desgracia, se había equivocado. En cuanto puso un pie en Carathia y lo volvió a ver, el fuego de su corazón se avivó.

    Pero pensó que dejarse llevar por la tristeza estaba fuera de lugar; a fin de cuentas, no se podía avivar un fuego que no había llegado a arder. Además, ya habían pasado tres años desde el verano mágico que pasaron juntos.

    Gerd y Rosie se conocían desde siempre, pero las cosas cambiaron radicalmente durante aquellas semanas largas y tórridas.

    Rosie, que entonces tenía dieciocho años, se sentía muy atraída por él; sin embargo, Gerd le sacaba doce años y tenía mucha más experiencia, así que le daba miedo. Cada vez que le sonreía, ella ocultaba sus sentimientos tras la máscara alegre y de desenvoltura excesiva con la que se defendía del mundo. Además, la vida amorosa de su madre, que siempre había tenido mala suerte con los hombres, le había dejado la huella de la desconfianza.

    Pero Rosie no pudo evitar que su amistad con Gerd se fuera convirtiendo en algo más profundo. Entre chapuzones y salidas a navegar o a montar a caballo, el cariño que se tenían desde la infancia adoptó la intensidad de una promesa que ella no reconoció hasta la última noche, cuando la besó.

    Todos sus temores desaparecieron al instante, devorados por el fuego de una pasión cautivadora y arrebatadora. Gerd murmuró su nombre y quiso separarse, pero ella se aferró a su cuello y él quedó atrapado en una especie de hechizo que la obligaba a besarla una y otra vez y a arrastrarla a lo más profundo de un mundo apasionante y desconocido.

    Rosie no supo cuánto tiempo se estuvieron besando. Sólo supo que sus atenciones alimentaron un fuego que acabó con sus temores virginales y que todavía se apretaba contra el cuerpo fuerte y duro de Gerd cuando él la apartó al fin.

    –Qué estoy haciendo... –dijo ella, hablando con dificultad.

    El deseo se desvaneció rápidamente y Rosie se quedó paralizada y sin palabras. Lo único que sentía era la humillación helada y amarga del rechazo.

    Él dio un paso atrás y declaró:

    –Discúlpame, Rosemary, no debería haberte besado. Aún eres muy joven; tienes que madurar mucho todavía... disfruta de la universidad y procura no romper demasiados corazones.

    Gerd le dedicó una sonrisa que a Rosie, en esas circunstancias, le pareció irónica. Incluso llegó a la conclusión de que aquello no había significado nada para él, de que el suyo era el único corazón que había sentido algo especial.

    Por primera vez en su vida, Rosie había sentido la fuerza del deseo.

    Por primera y última vez.

    Desde entonces había conocido a hombres tan atractivos, tan sensuales y tan interesantes como Gerd, pero ninguno había desatado su pasión; ninguno había despertado el hambre de sus sentidos hasta el extremo de no querer otra cosa que satisfacerlo.

    Por lo visto, sólo quería a Gerd.

    Rosie dejó de recordar el pasado y volvió a mirar al príncipe, que en ese momento decía algo a su acompañante. La princesa alzó la cabeza y sonrió. Hacían una pareja tan perfecta que volvió a sufrir el dolor y el vacío que había sentido aquel verano, cuando Gerd se marchó y ella ya no tuvo más noticias suyas que las que recibía a través de Kelt, el hermano del hombre de sus sueños.

    Sin embargo, no le guardaba rencor. Sabía que no se había puesto en contacto con ella porque su vida cambió radicalmente cuando se marchó de Nueva Zelanda y volvió a Carathia. Su abuela, la gran duquesa, lo nombró heredero al trono y Gerd se vio enfrentado a una serie de revueltas que terminaron en una pequeña pero cruenta guerra civil. Terminada la guerra, la princesa Ilona cayó enferma de gravedad y falleció, de modo que Gerd se vio obligado a asumir la jefatura de facto de Carathia.

    En los tres años transcurridos, Rosie había tenido tiempo de sobra para olvidar aquel verano. Y lo había intentado con todas sus fuerzas. De hecho, se había ganado fama de seductora a base de coquetear con un sinfín de pretendientes. Pero nunca llegaba a nada; bajo su desparpajo aparente no había sino una estrategia defensiva destinada a evitar cualquier tipo de intimidad verdaderamente profunda.

    Nadie habría imaginado que seguía siendo virgen. Nadie habría imaginado que su deseo era propiedad exclusiva de Gerd.

    Perdida en sus pensamientos, Rosie estaba mirando tan fijamente a la pareja que la princesa lo notó y dijo algo al príncipe, quien se giró hacia su antigua amiga.

    Rosie se ruborizó un poco, pero reaccionó a tiempo. Miró a Hani, hizo un gesto hacia los príncipes y comento, con naturalidad como pudo:

    –Hacen buena pareja, ¿verdad?

    Hani dejó pasar unos segundos antes de responder.

    –Sí... Sí, es verdad.

    Rosie notó el escepticismo de su amiga y sintió la tentación de preguntar, pero la música se detuvo en ese momento y Kelt, el hermano menor de Gerd y esposo de Hani, apareció.

    La cara de Hani se iluminó al instante. Hani y Kelt llevaban varios años casados y ya tenían un niño, a pesar de lo cual se querían tanto como el día en que se conocieron. Rosie sintió envidia y se preguntó si alguna vez llegaría a tener una relación como la suya, una relación estimulante, satisfactoria, apasionada.

    Pero estaba harta de dejarse dominar por sus ensoñaciones. El pasado no la llevaría a ninguna parte; debía empezar de nuevo y olvidar aquella obsesión. Algún día, encontraría al hombre adecuado y descubriría los secretos del sexo con él.

    –Rosemary...

    Rosie tuvo la impresión de que la tierra temblaba bajo sus pies cuando alzó la mirada y se encontró ante el rostro anguloso e intimidante de Gerd.

    Allí estaba otra vez. La misma sensación intensa, seductora y traicionera de siempre. Una añoranza casi tan potente como el deseo que la acompañaba.

    Sin embargo, echó mano de su orgullo e intentó mantener el aplomo.

    –Hola, Gerd –dijo, con naturalidad fingida–. Al parecer, nunca voy a conseguir que tu madre y tú me llaméis Rosie en lugar de Rosemary...

    Gerd se encogió ligeramente de hombros.

    –Tal vez deberías hablar con ella –sugirió él.

    Rosie soltó una risita irónica.

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