Unidos por el destino: Novias vikingas (2)
Por Christine Rimmer
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Brit Thorson creía que había sido la suerte lo que había hecho que aquel medallón acabara en sus manos, pero cuando el príncipe Eric Greyfell le dijo que aquella joya debía ser para su futura esposa, Brit supo que era verdad. El hombre que tenía delante no sólo era una gran tentación… también era su destino.
Eric sabía que Brit era la mujer con la que estaba predestinado a pasar toda la eternidad. Ahora sólo deseaba poner fin a sus interminables preguntas sobre la muerte de su hermano, el príncipe Valbrand. Eric le había hecho una promesa al príncipe, aunque, algún día, sería a Brit a quien haría la promesa más importante de su vida…
Christine Rimmer
A New York Times bestselling author, Christine Rimmer has written over ninety contemporary romances for Harlequin Books. Christine has won the Romantic Times BOOKreviews Reviewers Choice Award and has been nominated six times for the RITA Award. She lives in Oregon with her family. Visit Christine at http://www.christinerimmer.com.
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Unidos por el destino - Christine Rimmer
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Christine Rimmer
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Unidos por el destino, n.º 1714 - febrero 2014
Título original: The Marriage Medallion
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4112-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Capítulo 1
Al abrir los ojos, la princesa Brit Thorson se encontró con un disco plateado colgando frente a su rostro. Detrás del disco podía ver el panel de control de su Cessna Skyhawk.
Pestañeó. El disco de metal se balanceaba frente a su nariz, bloqueando su visión. Tras el parabrisas hecho trizas podía ver el terreno rocoso y, más lejos, las montañas abruptas tapizadas de verde, contra el cielo azul.
Hacía frío y el silencio invadía el ambiente. Sólo se oía el susurrar del viento y el crujir del bosque.
Le dolía la cabeza y parecía que todo daba vueltas.
Estaba cabeza abajo, sentada en el asiento del piloto y sujeta por el arnés de pecho. ¿El disco plateado? Era el medallón de plata que le había entregado Medwyn Greyfell al salir del palacio hacia el aeropuerto.
—Para protegerte de todos los males —le había dicho el consejero de su padre.
Teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba, el medallón podía haber tenido más efecto.
Pero a pesar de que no había llegado hasta la pradera que había más allá, donde el aterrizaje habría sido menos aparatoso, estaba viva...
Brit cerró los ojos y recordó lo sucedido. Había despegado en el aeropuerto de Lysgard. Había ascendido suavemente hasta los seis mil quinientos pies de altura. Se había dirigido al noroeste, siguiendo la costa de Gullandria. Y a la altura del fiordo Drakveden, había girado noventa grados.
Y entonces...
Realizó el control rutinario del aceite y vio que marcaba cero. No podía creerlo y repasó el protocolo de actuación en caso de emergencia. Se colocó el cinturón y activó la frecuencia de la emisora para transmitir su petición de socorro.
Y en ningún momento dejó de buscar un pedazo de tierra donde poder aterrizar con su Cessna sin estrellarse. En el último momento, vio un pequeño pedazo de tierra que le pareció adecuado.
Aterrizó con brusquedad y, cuando una de las ruedas se enganchó en una piedra, perdió el control. Recordaba que había dado un bandazo y que el ala derecha se había levantado demasiado.
De pronto, todo se había vuelto negro...
Brit se soltó el cinturón y se golpeó contra el techo. Hizo un esfuerzo y consiguió sentarse de nuevo. Miró el panel de control y trató de pensar en lo sucedido.
El Skyhawk era una increíble pieza de ingeniería. No era posible que hubiera perdido todo el aceite de pronto, sin ayuda.
Lo que había sucedido no había sido un accidente. Alguien había intentado matarla. Y había estado a punto de conseguirlo.
Con cuidado, se tocó el chichón que le había salido en la cabeza. Era muy doloroso pero, aparte de eso, una vez que había conseguido superar la desorientación, se encontraba bien. Estaba tensa y tenía moratones por todo el cuerpo. Pero bien. Cuando Rutland y ella salieran de allí, ella continuaría con el viaje mientras su guía...
«Rutland». Antes de despegar Rutland se había puesto pálido.
—No me gusta mucho volar, Alteza —le había dicho él—. Si no le importa, me sentaré en la parte de atrás.
Después de aquella experiencia, Rutland no volvería a subirse a un avión.
Brit se estremeció. La calefacción no funcionaba y la cabina se enfriaba por momentos. En el exterior, el viento soplaba con fuerza.
—¿Rutland? —lo llamó en voz alta—. ¿Estás bien?
Se volvió y vio que el guía tenía las rodillas y la cabeza contra el techo, en una postura imposible. Sus ojos la miraban sin ver.
Era cierto. Rutland Gottshield no volvería a subir a un avión, excepto para que lo llevaran a enterrar a algún sitio.
Brit se cubrió la boca con la mano. Tomó aire por la nariz y lo soltó despacio. Varias veces.
Quería gritar. Vomitar. Dejarse llevar por el pánico, la lástima y el sentimiento de culpa que se apoderaba de ella.
—No. No pierdas el control —se ordenó entre dientes.
Tratando de ignorar la mirada de su guía fallecido, miró a su alrededor. Tanto la puerta de la izquierda como la de la derecha estaban cerradas. Ella trató de mover las manijas y de empujarlas, pero no consiguió nada.
Tenía que salir de allí. Y se llevaría consigo la bolsa, el abrigo y el arma que había colocado en la red que había detrás de los asientos traseros.
Brit tragó saliva, respiró hondo y se deslizó entre los asientos delanteros. Rutland estaba en medio, y cuando trató de pasar a su lado, su cuerpo se derrumbó sobre ella.
«Un peso muerto», pensó con humor negro.
Respiró hondo y empujó el cuerpo, todavía caliente, contra la ventana lateral.
Reclinó el asiento trasero del lado derecho y sacó sus cosas de la red. Después, regresó a la zona del piloto.
—El arma —murmuró jadeando. Se encontraba en una zona salvaje. Y debía recordar que no se había estrellado por accidente.
Sabía disparar. Su tío Cam le había enseñado hacía muchos años y ella había estado practicando en un campo de tiro de San Fernando Valley. Cuando se vivía y trabajaba en una de las zonas más peligrosas de Los.Ángeles, era bueno poder protegerse, tanto en casa como en el trabajo. Y Brit trabajaba sirviendo mesas en una pizzería para poder llegar a fin de mes.
¿La dolorosa realidad? Aunque Brit era capaz de manejar un arma y de pilotar un avión, había abandonado los estudios en UCLA y no conseguía vivir con lo que ingresaba del fondo fiduciario. Siempre tenía muchas cosas que pagar. Las clases de vuelo. Las clases de autodefensa. Los viajes de mochilera. Las tasas del campo de tiro. Y, además, cuando una amiga le pedía un préstamo no era capaz de decirle que no.
Así que la pizzería Pizza Pitstop se había convertido en parte de su vida.
Brit se colgó el arma del hombro y la colocó bajo su brazo izquierdo. Después, se puso la chaqueta. Era septiembre y hacía frío en Vildelund, la parte norte del país natal de su padre.
Con el arma encima y el abrigo puesto, estaba lista para marcharse.
Tocó el bolsillo de su abrigo y descubrió que todavía tenía la bolsa de M&Ms que había guardado. La sacó y se comió una bolita de chocolate.
Deseaba estar en su casa de East Hollywood, a punto de salir hacia su trabajo...
—¡No! —se dijo en voz baja—. No pienses en eso. Querías hacer esto. Un hombre ha fallecido porque tú querías hacer esto.
Había llegado el momento de continuar su camino.
Apoyándose contra el asiento, Brit dio una patada al parabrisas trizado y consiguió hacerle un agujero. Metió la bolsa a través del mismo y después intentó salir ella.
Una vez en el exterior, se contuvo para no llorar y gritar aterrorizada.
Estaba viva y eso era importante.
Si Rutland hubiera podido salir con ella...
Temblando, se acuclilló en el suelo y miró hacia el agujero por el que acababa de salir.
¿Debía regresar para intentar sacar al guía y darle un entierro digno?
Se estremeció y negó con la cabeza. Enterrar al guía requeriría mucho tiempo y esfuerzo, y de todos modos, Rutland no se iba a enterar.
Estiró las piernas y permaneció un instante cabeza abajo. Notó que la cabeza le daba vueltas. Durante unos segundos, respiró hondo y miró al suelo, consciente de que un halcón chillaba en los alrededores, del sonido del agua del fiordo contra la orilla, del susurro del viento, del frío, del olor de la vegetación y del crujido de la avioneta accidentada. En algún momento, se había cortado la mano y la sangre corría por sus dedos. Ella giró la mano y se miró la palma. La sangre húmeda comenzaba a coagularse.
Dobló la mano. «Estoy bien», pensó. Se enderezó y se sacudió la tierra de la ropa.
«Puedo hacerlo», se aseguró.
Aparte de algunos cortes superficiales, de algunos moratones y del chichón de la cabeza, estaba ilesa. Llevaba una brújula y un mapa con las instrucciones para llegar a donde se dirigía. El mapa se lo había dado Medwyn, quien había nacido en Vildelund. Tenía comida para varios días. Y sabía cómo hacer fuego. Bajo la chaqueta llevaba un jersey de lana y una camiseta térmica. También llevaba puesta unas botas y unos calcetines de lana de alpaca. Tenía un arma y sabía cómo utilizarla en caso de necesidad.
Quizá no hubiera terminado la universidad, quizá tuviera problemas para encontrar un trabajo, pero era capaz de asumir la vida y la muerte.
Podría hacerlo. Había viajado por muchos sitios y sería capaz de encontrar el camino hasta el pueblo de los Mystics, donde se suponía que vivía Eric Greyfell, el hijo de Medwyn y el hombre que le contaría la verdad acerca de cómo había fallecido su hermano Valbrand.
Encontraría a Greyfell y hablaría con él. Y cuando regresara a la civilización, descubriría quién había saboteado la avioneta y asesinado al pobre Rutland. Se ocuparía de que el culpable fuera castigado y de que los hombres de su padre recogieran el cadáver para ofrecerle el entierro que merecía.
«Míralo de esa manera», se dijo mientras contemplaba el terreno escarpado que se extendía delante de ella. «El accidente de avión y la muerte de Rutland era lo peor que podía haber sucedido. Y ha sucedido».
Lo peor había terminado y ella seguía viva.
En ese momento, algo pasó silbando junto a su oreja.
Quizá, lo peor no había terminado.
Brit llevó la mano a su pistola mientras caía sobre una rodilla. Estaba a punto de sacar el arma cuando oyó otro silbido