Cautivo en sus brazos
Por Merline Lovelace
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Un matrimonio estratégico con un poderoso emir sarraceno, obsesionado con jóvenes vírgenes, permitiría a lady Jocelyn conservar la fortaleza en la que había nacido. Pero... ¿a qué precio? Su única esperanza de escapar del harén del depravado señor descansaba precisamente en perder la virginidad... ¡y rápido!
El caballero cautivo Simon de Rhys no estaba en condiciones de rechazar la propuesta de lady Jocelyn: su libertad por una noche de amor con ella. La tarea parecía sencilla, pero nada era lo que parecía...
Merline Lovelace
Como oficial da Força Aérea estadunidense, Merline Lovelace serviu em postos ao redor do mundo. Quando pendurou o uniforme pela última vez, ela combinou seu amor por aventura com seu dom de contar histórias. Hoje, seus livros já têm de mais de doze milhões de cópias em mais de trinta países, e autora já ganhou um Rita Award.
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Cautivo en sus brazos - Merline Lovelace
Uno
La ciudad portuaria de El Arish, en la disputada frontera del califato de El Cairo con el Reino Latino de Jerusalén, anno domini 1152
—Ése.
Enteramente oculto su rostro tras un velo, a la manera de las mujeres de Oriente, lady Jocelyn señaló con la cabeza al desgraciado al que habían arrastrado fuera del redil de los esclavos. Fueron necesarios dos fornidos guardias armados con picas para hacerle subir al entarimado donde se celebraba la subasta. Pese a sus grilletes, su gran envergadura era un factor a tener en cuenta.
—¡Mi señora!
La protesta de su lugarteniente fue pronunciada en un susurro, sólo para los oídos de la dama. Sir Hugh había viajado a ultramar muchos años atrás, con el abuelo de Jocelyn. Últimamente su cabello se había teñido de gris, pero era poco el vigor que había perdido y nada de su habilidad en el manejo de la espada. Como Jocelyn, había adoptado las vestimentas orientales en su peligrosa incursión en la siempre oscilante frontera entre los dos reinos. La capucha de su larga túnica ocultaba buena parte de su rostro mientras se inclinaba hacia la dama a la que había jurado servir.
—Fijaos en las magulladuras de sus brazos y su cara. Hablan de una naturaleza terca, indómita. Nunca se doblegará a vuestra voluntad.
—No tiene otra elección. No si aspira a la libertad.
Eso era perfectamente cierto. Desde que el Papa de Roma había convocado una segunda cruzada siete años atrás, miles y miles de candidatos a convertirse en guerreros de Cristo habían engrosado las filas de los peregrinos a Tierra Santa. Incluso Luis VII de Francia y su esposa, Leonor de Aquitania, habían respondido a la llamada. Si bien habían regresado a Francia después de una escasamente satisfactoria campaña, sus osadas hazañas, así como sus escandalosas aventuras, se habían convertido en una suerte de leyenda en ultramar.
Por desgracia, las filas de aquellos que se aprovechaban de los viajeros que se atrevían con aquella azarosa peregrinación habían aumentado también. Eran tantos los peregrinos y los cruzados que habían caído víctimas de bandidos y piratas que los mercados de esclavos desde El Cairo hasta Damasco estaban repletos de francos de tez pálida. Incluso allí, en la misma frontera del Reino Latino que había sido su destino cuando partieron meses o años atrás, eran tantos los que habían sido subastados que los precios habían caído como pesos de plomo.
Jocelyn habría dado cualquier cosa por poder comprarlos a todos. Ella y su abuelo antes que ella habían estado enviando agentes a pujar por aquellos desventurados cautivos, hasta que la tensión fue en aumento y los fatimíes de Egipto cerraron las fronteras. Buen indicio era de su desesperación que se hubiera atrevido a realizar tan azaroso viaje para adquirir un esclavo que pudiera servir a sus secretos fines.
Si es que podía llegar a utilizarlo. Porque su lugarteniente parecía todavía más desconfiado.
—Miradlo —la urgió sir Hugh—. Debajo de esa piel magullada, es todo músculo y tendones.
Así era. Por la rendija de su velo, Jocelyn inspeccionó al esclavo del entarimado de la subasta. Bajo su cabello apelmazado y su repugnante barba, a buen seguro llena de piojos, su cuerpo espectacular revelaba a las claras que no era un simple peregrino. No era ningún humilde campesino o mercader deseoso de ganar la salvación eterna respondiendo a la llamada del Papa. Aquellos hombros tan musculosos, aquel vientre tan plano y tenso, aquellos muslos fibrosos hablaban de años de duro entrenamiento y rigurosa disciplina. Había blandido una espada, adivinó sagaz, y no una, sino muchas veces.
Pero era su actitud y su pose lo que más la intrigaba. Con los hombros erguidos y la barbilla alta, bien separados los pies, tanto como se lo permitían sus grilletes, contemplaba a la bulliciosa multitud con un brillo de desdén en sus ojos increíblemente azules. Si debía utilizar a un esclavo para lograr sus fines, reflexionó, sería una estúpida si escogiera a uno cobarde y lloriqueante.
Fue entonces cuando sus miradas se encontraron. Un gesto de desprecio se dibujó en su rostro. Jocelyn reaccionó indignada a aquella desdeñosa mueca, pese a reconocer la justa razón que la animaba. Velada y vestida con aquel aparatoso manto, la había tomado por una mujer de Oriente. Una mujer que, como las demás de aquella ruidosa multitud, se había presentado allí tanto a inspeccionar como a burlarse de los últimos prisioneros francos.
No dejaría nunca de preguntarse Jocelyn si el desprecio de aquella mirada fue lo que selló su destino… o el suyo propio. O si la decisión que tomó fue fruto del desobediente carácter que tanto había deleitado a su padre, causando al mismo tiempo la consternación de tantas amas y niñeras como la habían cuidado. Fuera cual fuera el motivo, su decisión fue firme. Aquel hombre serviría a sus propósitos, se prometió en silencio, tanto si le gustaba a él como si no.
Y, a pesar de sus harapos y de su pelo mugriento, Jocelyn tenía que admitir que aquel alto e indomable cautivo era mucho más agradable a la vista que la mayoría de los varones. Ciertamente lo era más que el primer hombre al que la habían prometido en matrimonio. Moreno y de cara adusta, lord Reynaud contaba ya con cuarenta inviernos frente a los cinco de ella cuando fue acordado su compromiso. Pero a la niña Jocelyn le había regalado golosinas y bagatelas, y ella había asumido como normal la idea de desposarse con un hombre más cercano en edad a la de su abuelo que a la suya.
Había constituido su deber, al fin y al cabo. Desde que fue lo suficientemente mayor como para comprender tales asuntos, Jocelyn había sabido que debía asegurar una alianza con un caballero lo bastante poderoso como para conservar las tierras y el formidable castillo que se asomaba al Mediterráneo, ambos herencia suya desde su nacimiento. Y lord Reynaud había sido por un tiempo ese guerrero fuerte y temido.
Pero cuando una flecha le atravesó un ojo en el sitio de Antioquía, el abuelo de Jocelyn tuvo que buscarle otro esposo. Esa vez se trató de un señor mucho más joven, que no menos valiente. El risueño y divertido Geoffrey de Lusignan había venido a ser la encarnación de los sueños infantiles de Jocelyn. Con gran deseo se había desposado con él, pero en aquel entonces había sido considerada demasiado joven para consumar el matrimonio. El corazón casi se le rompió de dolor cuando Geoffrey cayó también en la batalla.
Después de aquello, había madurado con rapidez en cuerpo y mente; tanto que su abuelo consintió por fin en que conociera el lecho de un esposo. Había estado negociando otra estratégica alianza cuando sucumbió de disentería, con lo que su doliente nieta se había convertido en vasalla de Balduino III, rey de Jerusalén.
¡Y qué turbulento vasallaje había sido aquél! Doce meses largos de intrigas políticas, con Jocelyn justo en medio. Apenas algo mayor que la propia Jocelyn, Balduino se había pasado la mayor parte de aquel año defendiendo su reino contra los enemigos que lo hostigaban por todos los frentes. Al mismo tiempo, se había visto forzado a luchar con denuedo para arrebatarle el poder a su madre. La reina Melisenda había gobernado el reino de Jerusalén durante más de dos décadas y se resistía a entregar las riendas a su hijo, ahora que por fin había alcanzado la mayoría de edad. Tan intensa había sido la lucha que Balduino se había visto obligado a poner sitio a la reina madre y a sus leales seguidores en Jerusalén, antes de que ambos acabaran firmando una tentativa paz.
Como una de las más ricas herederas del reino, Jocelyn se había convertido en un simple peón; o más bien en un desventurado ratón entre las garras de aquellos dos leones reales. Tantos habían sido los matrimonios que le habían propuesto antes de que se viera inmersa en el enfrentamiento entre el rey y su testaruda madre, que hasta había perdido la cuenta.
Pero aquel último… ¡Y pensar que tanto Melisenda como su hijo favorecían por igual aquel último proyecto de matrimonio!
Bajo el manto que la envolvía, un estremecimiento le recorrió la espalda. Entendía las complicadas intrigas que habían enfrentado a cristianos contra cristianos en un reino que, ante todo, debía luchar por su supervivencia. Debería haberlas entendido al menos, habiendo nacido en el turbulento Oriente. Y lo que era más importante, comprendía perfectamente la necesidad de alianzas estratégicas, allá donde fuera posible, con los poderosos señores sarracenos.
Pero estaba dispuesta a morir antes que meterse dócilmente en la cama del emir de Damasco. Ali Ben Haydar era conocido en todo Oriente por su predilección por las dulces y tiernas vírgenes. Una vez que desfloraba a una, la encerraba en su harén y ya rara vez volvía a llamarla a su lecho. Más de trescientas esposas y concubinas languidecían en un suntuoso aburrimiento.
¡Pero ella no! Balduino y su madre tendrían que buscarse a otra virgen que enviar al emir. Estaba dispuesta a utilizar a aquel sucio y desaliñado esclavo como instrumento de su liberación.
—Ése —ordenó de nuevo a sir Hugh—. Rápido. Ofreced oro al traficante antes de que abra la subasta. Quiero estar de vuelta al otro lado de la frontera antes de que caiga la noche.
—Mi señora…
—¡Que vayáis, os digo!
Jocelyn había ejercido de castellana de la fortaleza de su abuelo casi desde el día en que cambió las faldas cortas por las largas. Sus vasallos y sirvientes conocían cada gesto suyo, cada tono. Aquel en concreto no admitía discusión: ni siquiera del caballero que había servido como lugarteniente durante tantos años.
—Bien, mi señora.
Sir Hugh hizo una seña a los jinetes que los habían acompañado en el paso de frontera. Había escogido cuidadosamente a cada hombre. Descendientes como eran de orientales, llevaban ropas nativas para encubrir el hecho de que habían jurado lealtad a un señor de la nación de los francos. El abuelo de Jocelyn había reclutado a numerosos hombres como aquéllos, que a la sazón la servían a ella con fiera e inquebrantable devoción. Así eran de retorcidas, complejas y siempre cambiantes las lealtades de ultramar.
—Sulim, Omar y tú vendréis conmigo —ordenó Hugh—. Hanrah, escolta a nuestra señora a donde están los caballos y esperadme allí.
Jocelyn lanzó una última mirada a su futura adquisición. Los oblicuos rayos del sol de la tarde doraban su cuerpo. Su cuerpo grande, de anchas espaldas, erguido y desafiante.
Una duda la alanceó de pronto. Una duda y algo más. Algo que le constriñó el pecho, encendiendo un inusual fuego en su vientre. Pese a su condición de virgen, reconoció la extraña sensación. Ninguna joven llegaba a mujer en un castillo repleto de gente sin entender lo que llevaba a las granjeras a levantarse las faldas ante los mozos de cuadra, o a los caballeros a solazarse con las criadas de cocina. Era deseo, puro y simple, de un tipo que Jocelyn sabía que le acarrearía una pesada penitencia cuando se lo confesara al capellán del castillo.
Eso si acaso llegaba a confesarlo. Porque su plan era tan peligroso y sus intenciones tan escandalosas, que hasta el momento sólo se lo había confiado a sir Hugh. Su conciencia no le había permitido poner a más gente suya en peligro, ni siquiera al amable aunque siempre distraído capellán que le servía de confesor.
De repente, la enormidad de lo que estaba a punto de hacer estuvo a punto de abrumarla. ¿Acaso estaba loca por pensar que podía cambiar el curso de su futuro? ¿Por imaginar que podía incluso desafiar a un rey? Poco faltó en aquel instante para que abandonara aquel plan que sir Hugh se empeñaba en calificar de extremadamente insensato y azaroso.
Pero su lugarteniente ya se había apartado de su lado y se abría paso entre la multitud, hacia el entarimado de la subasta. Jocelyn se mordió el labio, vaciló durante un segundo más y finalmente giró sobre sus talones.
Simon de Rhys ignoró el crudo dolor de sus heridas y permaneció rígido de vergüenza. Las moscas revoloteaban sobre su cabeza y mordían las marcas que el látigo le había dejado en la espalda. Los grilletes de las muñecas y los tobillos se le clavaban en la carne. No dijo ni una palabra cuando un hombre de rostro atezado, vestido de la cabeza a los pies con un manto con capucha, dejó caer unas monedas en la palma del traficante de esclavos.
De las muchas indignidades que había sufrido durante el último año, aquélla era la peor.
Aunque reacio, había respondido a la llamada de su padre en su lecho de muerte. Su padre, cuyas intrigas y maquinaciones habían hecho perder a su familia tierras y honor. Con cínica incredulidad había escuchado a Gervase de Rhys arrepentirse de sus numerosos pecados… y ofrecer a su hijo más joven a la orden de los caballeros templarios como penitencia.
Simon había hecho todo lo posible por ignorar aquella promesa hasta que el santo obispo de Claraval le recordó que podía perder su alma si no cumplía con el voto ofrecido de su padre. Y había peleado como una fiera cuando los piratas abordaron el barco que los transportaba a él y a un numeroso grupo de viajeros a Tierra Santa, para luego soportar la mordida del látigo de sus captores mientas intentaban domeñarlo.
Pero aquello… Aquello acababa con lo poco que le quedaba de su orgullo. Apretando la mandíbula, intentó no pensar en los ricos trofeos que su fuerte brazo había ganado en torneos y justas. Ni en los rescates que había recibido de los caballeros a los que había vencido en batalla. Ya no era Simon de Rhys, campeón de incontables lides. Había entregado todas sus posesiones terrenales a la iglesia, tal y como debían hacer los miembros de la orden de los Caballeros Pobres de Cristo y del Templo de Salomón. Y eso que él todavía era un simple aspirante al ingreso. De hecho, no había tenido tiempo de someterse a los secretos rituales de iniciación antes de embarcar para los Santos Lugares. ¡Y ahora se veía esclavo de los mismos infieles a los que había jurado derrotar! Aquel amargo e inexorable hecho lo remordía por dentro como una bandada de cuervos que le estuvieran devorando las entrañas.
Tenso y rígido, ignoró las protestas que se alzaban en la multitud mientras las monedas cambiaban de manos, ignoró el dolor de su lacerada espalda, lo ignoró todo hasta que su nuevo amo le ordenó con un imperioso gesto que lo siguiera. Con un tintineo de cadenas, cojeó de regreso al redil, con los demás cautivos.
Una vez allí, el traficante le soltó los grilletes de los pies. No se inmutó cuando el hombre sacó a martillazos las varillas que los aseguraban, pese al terrible dolor que abrasaba sus tobillos ensangrentados. Con los dientes apretados, juntó sus manos todavía encadenadas y pensó en un último, desesperado acto. Estaba demasiado débil por la carencia de alimento para meterse en batalla, pero sí que podía blandir la cadena que colgaba de sus grilletes y asestar un golpe mortal…
No podría escapar. No en aquel mercado tan lleno de gente. Pero moriría luchando, y eso era lo que había jurado hacer cuando aceptó la promesa que se vio obligado a hacer a su padre y señor. Ya había entrelazado los dedos y se disponía a atacar cuando su nuevo amo le espetó una seca orden:
—Seguidme.
Simon pestañeó asombrado. ¿Había oído bien? Aquel hombre… ¿se había dirigido a él en su propia lengua? ¿En un depurado acento que inequívocamente lo señalaba como de la nación franca?
—¿Quién eres?
—Lo descubrirás a su debido tiempo —gruñó el hombre—. Vamos, debemos apresurarnos.
Los pensamientos de Simon daban vueltas y más vueltas en su cerebro, como un perro persiguiendo su propio rabo. Todavía podía blandir la cadena. Todavía podía aplastar uno, dos o tres cráneos antes de que consiguieran reducirlo. O bien seguir a aquel hombre y ver a dónde quería llevarlo…
Lo llevó con un pequeño pero bien armado pelotón de jinetes que esperaban a la sombra de las murallas de la ciudad. El pulso de Simon se aceleró a la vista de un corcel árabe de color negro y aspecto de correr más que el viento. Y volvió a acelerársele cuando descubrió quién lo montaba.
La mujer del mercado de esclavos. Pese a su manto con capucha y al velo que sólo dejaba al descubierto sus ojos, la reconoció de inmediato. Sobre todo por su estatura y su porte erguido, que la había destacado entre las demás: como si estuviera acostumbrada a mantener bien alta la cabeza entre hombres, y no a inclinarse de manera servil.
No le había pasado desapercibida la manera en que lo había mirado, como una verdulera que contemplara el producto de la jornada. ¿Sería la esposa del hombre que lo había comprado? ¿Su hija? ¿Esperaría acaso que se inclinara ante ella y tocara el suelo con la frente? No mientras aún le quedara aliento en el cuerpo, se prometió con la misma mueca desdeñosa que había esbozado cuando la vio en el mercado de esclavos.
La mujer entrecerró los ojos, pero no dijo ni una palabra mientras su nuevo amo le señalaba el pequeño e inquieto caballo bereber de color pardo, cuyas riendas sujetaba.
—Monta —le ordenó secamente el hombre—. Y acomódate bien en la silla. Tenemos un largo camino por delante.
—¿Adónde vamos?
—Eso no es asunto tuyo. Monta.
Pese a sus manos inmovilizadas, Simon montó con la agilidad de alguien más habituado a moverse a caballo que a pie. No poco le irritó que no le permitieran empuñar las riendas, de las que rápidamente se apoderó un infiel de turbante blanco.
Apenas se había calzado los estribos cuando su nuevo amo abrió la marcha, con la mujer cabalgando a su lado. Simon y el infiel que llevaba su montura de las riendas fueron los siguientes, con dos jinetes más con turbante cerrando el pelotón.
Se detuvieron ante las puertas de la ciudad, donde el hombre que lo había comprado entregó discretamente un puñado de monedas a los centinelas que custodiaban la entrada. Una vez rebasadas las cabañas de adobe que rodeaban la población, continuaron por un ancho camino, a cuya derecha se alzaban empinadas colinas alfombradas de olivos. A la izquierda se extendía el mar, interminable.
Por el sol que colgaba bajo sobre las azules aguas, Simon supo que se dirigían hacia el norte. ¿Pero adónde exactamente? Frunciendo el ceño, se esforzó por recordar lo poco que sabía de la geografía del Oriente.
El Reino Latino de Jerusalén era poco más que una estrecha lengua de tierra