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El horror en que el autor nos sumerge no es sobrenatural, es perfectamente tangible y dotado de una lógica que hace de su lectura una experiencia estremecedora.
The horror in these short stories is not supernatural, it is perfectly tangible and logic. They will make you shake.
Carlos Octavio
I was born in Guadalajara, Mexico in 1970. I am a journalist, photographer, cultural manager, painter, and writer. So far, I have published five books in print: "La cabeza" (Ediciones del Plenilunio), "El inventor" (Ediciones del Plenilunio), "Guadalajara se cuenta" (Ediciones del Ayuntamiento de Guadalajara), Lobo Santo (Hapytown Editions), and "La cabeza, el inventor y otros relatos negros" (Happytown Editions). Nací en Guadalajara, México, en 1970. Soy periodista, fotógrafo, gestor cultural, pintor y escritor. He publicado cinco libros en papel: "La cabeza" (Ediciones del Plenilunio), "El inventor" (Ediciones del Plenilunio), "Guadalajara se cuenta" (Ediciones del Ayuntamiento de Guadalajara), Lobo Santo (Hapytown Editions) y "La cabeza, el inventor y otros relatos negros" (Happytown Editions).
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La cabeza - Carlos Octavio
Muerte
¿A qué el polvo sobre la cama?
¿Por qué el óxido en la máquina?
El hocico por tierra
y el corazón cuasilento.
¿A qué la extrañeza de mi perro?
¿Por qué llamas Fabiola?
¿Por qué cuelgas, saco de diario
en el ropero?
¿A qué el oporto sin abrir?
¿Y mi álbum fotográfico?
¿Y tus cartas, Jenny?
¿Por qué yertas las letras
en mi librero?
¡Por Dios abran la puerta de mi cuarto!
Que se beba oporto y dancen nuevamente las letras.
Que otros se fecunden con Hesse, Nietzsche, Merton.
Que griten de nuevo los espíritus de Paul, de Silvio.
Encuentren mi savia regada por el escritorio. Que salgan mis desplantes de color, mis cuadros. Que emerja mi atrocidad compuesta en letras, mi polvo de pensamientos.
Encuentren sangre de estrellas. Exhumen restos de ingravidez. Abran todas las gavetas y poniendo ante sí lo hecho digan: este Carlos estaba preso, se dio cuenta, y ahora, ahora no morirá más.
El insecto
Quedé atónito al escuchar una cucaracha que sin más comenzó a hablar sobre mi horrible redacción. Completamente indignado y amenazándola con un zapato le pregunté quién se creía para criticar mi cuento. Muy sereno el ortóptero contestó: Kafka, por supuesto.
La cabeza
Disculpa que te incomode a esta hora, pero es que he estado muy mal. Sí, estoy sudando todavía por las pesadillas. No, gracias. Está bien un whisky, seco por favor. Germán escúchame, más que como psicólogo como amigo. He callado tanto tiempo que hoy temiendo enloquecer he venido a revelarte lo que me atormenta.
Amigo, esfuérzate en no juzgarme, sólo pido tu oído atento y si después de lo dicho no quieres saber de nuestra amistad, lo entenderé.
Entonces no sabía de qué se trataba. Sólo supe que mi padre murió y que mi madre estaba infectada. Iba a morir. Sí, yo creí que era por mi culpa. Creía que era muy malo y que Dios me estaba castigando. A los quince años si nadie te dice lo contrario, tú te sientes responsable.
Pero mi madre tuvo una idea, una genial según ella. ¿Te acuerdas de que hace unos cuarenta años se puso de moda congelarse cuando se tenía una enfermedad terminal? Pues sí, a ella se le ocurrió que de esa manera estaría conmigo siempre. ¿Qué fue lo que hizo? Me abandonó sin más compañía que un papel certificando que mi madre estaba congelada. ¿Mi madre o debo decir: su cabeza?
Lo presencié todo. ¿No pudieron evitarme al menos ese dolor? Su cuerpo estaba flácido, tirante, negruzco y ulcerado de tal forma que era difícil creer que algún día estuvo de pie. La vi desnuda con sus ojos cerrados y casi muerta. Pero no lo estaba, entre sus pechos aún se agitaba una telilla de piel. ¿Que por qué la vi? Necesitaban un testigo. Yo era su único familiar. ¿Le negarías ese favor a tu madre? La llevaron al quirófano muy lentamente. Era una cámara rodeada por gruesas vitrinas al centro de un enorme salón cubierto todo de aluminio. Más que laboratorio parecía una pequeña fábrica saturada de tanques y contenedores cilíndricos.
Quise pedirle perdón por todo. Quise gritar que no quería que se durmiera, sólo me mordí los labios.
El cuerpo estaba deshecho y mi madre apenas pudo pagar por un tanque pequeño. Así que sólo su cabeza se congeló. Le perforaron la yugular para insertarle un manojo de cables. Fue como un balazo, yo creí que la habían matado ya. Luego un chillido agudo y metálico; qué fácil se desprendió el cuello de su cuerpo podrido. La sierra fue rápida y precisa. Fríamente empujaron el cuerpo de la camilla a un bote de plástico. La cabeza de mi madre, calva y arrugada me hizo vomitar. No desmayé. Abrieron sus ojos y los cosieron para que sus pupilas no se deterioraran. Pensé que me observaba y hasta creí que se burlaba de mí, pero no se burlaba, tenía la boca abierta debido a que el doctor sacó cada uno de sus dientes y muelas para evitar alguna complicación por las caries. Rebanaron sus oídos y los tiraron con el resto del cuerpo, la infección se los había comido ya. Dos tubos de metal deformaron su nariz, los tubos se conectaron junto con todos los cables en la base de lo que parecía una pecera. En una caja cilíndrica de vidrio introdujeron su cabeza, la llenaron con un líquido que parecía miel. Los cirujanos se felicitaron unos a otros. Un desgraciado volteó hacia mí levantando el pulgar en señal de triunfo. La caja fue a un contenedor de aluminio, se cerró y luego de que se escapó un gas en su interior supe que mi madre había muerto.
Me mudé a un orfelinato, tal y como mi madre lo dispuso, quizá la odié más por esto que por haberme dejado solo. Desde entonces la recuerdo no como la madre cariñosa y sonriente que tuve de pequeño, sino como la cabeza lívida y calva sumergida en aquel tanque.
No, no lo entiendes, eso es todo. Pasé mi juventud odiándole por el día y horrorizado por la noche. Jamás se oyó nada de la cura para el mal de mi madre y cuarenta años estuve esperando la llamada