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El ensayo general
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Libro electrónico390 páginas6 horas

El ensayo general

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«Es imposible comprar entradas para una función como esta y esperar no perder la… inocencia. Es imposible. Tienen que saber a lo que se exponen, ya no son unos niños.»
El ensayo general comienza de verdad cuando la prestigiosa Escuela de Teatro de una ciudad neozelandesa inicia las duras pruebas de selección para escoger a aquellos jóvenes con mejores cualidades. Como aún les falta la experiencia en la vida para enfrentarse a ciertos personajes, los profesores de la Escuela les enseñarán a hurgar con dureza en sus emociones más vulnerables para crearlos, ya que tendrán que aprender a utilizarlas para convertir la ficción en verdad..., o viceversa. Su trabajo de fin de curso consistirá en preparar una función a partir de un reciente caso aparecido en la prensa: el abuso sexual cometido por Saladin, profesor de música de Victoria, su alumna en el instituto próximo a la Escuela. Mientras, la profesora de saxofón irá despertando la sexualidad y los deseos más íntimos y ocultos de sus jóvenes alumnas. Y actores, personajes y lectores de la novela deberán discernir en todo momento qué es realidad y qué ensayo general en este mundo donde los actores usarán su verdad para crear una verdad que es ficción.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento16 may 2013
ISBN9788415803737
El ensayo general
Autor

Eleanor Catton

Eleanor Catton (Ontario, Canadá, 1985) se trasladó a vivir con su familia a Nueva Zelanda a la edad de 6 años. En 2007 obtuvo un máster en Escritura Creativa, y su primera novela El ensayo general, escrita como tesis de graduación para el máster, fue premiada con el Adam Award, obteniendo un gran éxito entre la crítica y los lectores de Nueva Zelanda, que fue extendiéndose a Gran Bretaña y EE.UU. Tanto su primera obra como la segunda, Las luminarias, han sido traducidas a los principales idiomas y han recibido importantes galardones internacionales, destacando el Man Booker Prize por Las luminarias.

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    Vista previa del libro

    El ensayo general - Eleanor Catton

    Índice

    Cubierta

    Portadilla

    El ensayo general

    Uno

    Dos

    Tres

    Cuatro

    Cinco

    Seis

    Siete

    Ocho

    Nueve

    Diez

    Once

    Doce

    Trece

    Catorce

    Agradecimientos

    Notas

    Créditos

    El ensayo general

    Para Johnny

    Uno

    Jueves

    –No puedo hacerlo –es lo que dice–. Sencillamente, no puedo admitir ninguna alumna que carezca de formación musical previa. Me parece, señora Henderson, que mis métodos pedagógicos son mucho más específicos de lo que usted se cree.

    Comienza a oírse un ritmo de jazz, marcado solo por la percusión y el contrabajo. La profesora de saxofón hace girar la cuchara y da un golpecito con ella.

    –El clarinete es al saxo lo que el renacuajo a la rana, ¿comprende? El clarinete es un esperma negro y plateado. Si se siente por ese esperma un gran amor, algún día se desarrolla y se convierte en saxofón.

    Se inclina hacia delante sobre la mesa.

    –Señora Henderson, ahora mismo lo que ocurre es que su hija es demasiado joven. Para que lo entienda, es como si tuviese una película de leche materna agria adherida a su cuerpo igual que una mortaja.

    La señora Henderson no levanta la vista, de modo que la profesora de saxofón le dice con cierta brusquedad:

    –¿Me está oyendo, con esa boca que parece un fino hilo de color escarlata, con ese pecho caído y esa blusa de color verde mostaza?

    La señora Henderson asiente imperceptiblemente. Deja de manosearse las mangas de la blusa.

    –Exijo de todas mis alumnas –prosigue la profesora de saxofón– que estén cubiertas de una pelusilla pubescente, que les salga por los poros una desconfianza hosca, que las consuma una furia íntima, y un ardor, y una inseguridad, y una melancolía. Les exijo que esperen en el pasillo al menos diez minutos antes de cada clase, para que alimenten con ternura sus injusticias y hurguen miserablemente en su propia falta de valía, del mismo modo que se toquetea una costra o se acaricia una cicatriz. Si he de darle clase a su hija, querida madre inepta e incompetente, ella debe estar malhumorada, perpleja, incómoda, insatisfecha, debe sentirse mal. Cuando se dé cuenta de que su cuerpo es un secreto, un secreto oscuro y abismal que la avergonzará cada vez más, venga a verme de nuevo. Este punto tiene que quedarle claro. Yo no doy clases a niños.

    Tsss, tsss, tsss, hace la caja en medio del silencio.

    –Pero es que ella quiere aprender a tocar el saxofón –dice al cabo la señora Henderson, en tono avergonzado e irritado al mismo tiempo–. No quiere estudiar clarinete.

    –Le sugiero que lo intente en el departamento de música de su colegio –responde la profesora de saxofón.

    La señora Henderson permanece un rato sentada con el ceño fruncido. Luego descruza las piernas, las cruza del otro lado y se acuerda de que iba a hacer una pregunta.

    –¿Recuerda usted el nombre y la cara de todos los alumnos a los que ha dado clase?

    La profesora de saxofón parece alegrarse de que le hagan esa pregunta.

    –Recuerdo una cara –contesta–. No a un único alumno individual, sino la impresión que han dejado todos ellos, invertida como un negativo fotográfico y grabada en mi memoria como una marca de ácido. Si quiere aprender clarinete, le recomiendo a Henry Soothill –añade, mientras busca una tarjeta–. Es muy bueno. Toca en la sinfónica.

    –Muy bien –dice la señora Henderson con hosquedad, y coge la tarjeta.

    Jueves

    Esto sucedía a las cuatro. A las cinco vuelven a llamar. La profesora de saxofón abre la puerta.

    –Señora Winter –dice–. Viene por lo de su hija. Pase, hablaremos de cómo podemos cortarla en lonchas de media hora para que yo tenga algo que comer todas las semanas.

    Mantiene la puerta abierta para que entre la señora Winter. Es la misma mujer de antes, solo que se ha cambiado el vestuario y se apellida Winter en vez de Henderson. Hay otras diferencias, porque es una profesional y lleva mucho tiempo preparando el papel. La señora Winter sonríe solo con la mitad de la boca, por ejemplo. La señora Winter siempre se queda asintiendo unos segundos de más. La señora Winter inhala el aire despacio entre los dientes cuando está pensando.

    Ambas fingen por cortesía no haber reparado en que se trata de la misma mujer que antes.

    –Para empezar –dice la profesora de saxofón mientras le ofrece una taza de té negro–, no permito que los padres estén presentes durante las clases. Sé que es una postura un tanto anticuada, pero el motivo es, en parte, que los alumnos nunca dan el do de pecho en ese tipo de entorno. Se sonrojan y se acaloran, les entra la risa floja y les cambia la postura, se cierran como los pétalos de una flor. Además, otro motivo por el que quiero que las clases sean privadas es que esas lonchas de media hora son las que me permiten observar, y eso es algo que no quiero compartir.

    –De todas formas, no soy una madre de esas –dice la señora Winter. Está mirando alrededor. El estudio se encuentra en un ático y desde él se divisa un panorama de gorriones y pizarra. La pared de ladrillo que queda detrás del piano está cubierta de un polvillo blanco y los ladrillos se descascarillan como infectados por una enfermedad.

    –Permítame que le hable del saxofón –dice la profesora de saxofón. Hay un saxo alto colocado en un atril, junto al piano. Lo coge como si se tratara de una antorcha–. El saxofón es un instrumento de viento, lo cual significa que lo alimenta nuestro aliento. Me parece interesante el hecho de que la palabra latina que significa «aliento» diese origen también a «espíritu». Antes, la gente pensaba que el aliento y el alma eran una misma cosa, que estar vivo significaba simplemente estar lleno de aliento. Al exhalar el aliento en este instrumento, querida, no solo le damos vida, sino que le damos nuestra vida.

    La señora Winter asiente con energía. Sigue asintiendo unos segundos de más.

    –Siempre pregunto a mis alumnas –explica la profesora de saxofón–: «¿Es tu vida algo que merezca la pena dar, esa vida tuya con sabor a vainilla, esos fideos instantáneos después de clase, esa tele hasta las diez, esas velas en el tocador y ese desmaquillador en el lavabo?» –sonríe y sacude la cabeza–. Claro que no. Y el motivo es sencillamente que no han sufrido lo bastante como para que merezca la pena escucharlas.

    Sonríe con amabilidad a la señora Winter, sentada con las amarillentas rodillas juntas mientras sujeta la taza de té con las dos manos.

    –Estoy deseando darle clase a su hija –dice–. Parecía tan maravillosamente impresionable...

    –Eso pensamos nosotros –se apresura a responder la señora Winter.

    La profesora de saxofón la observa un momento y luego dice:

    –Regresemos a ese instante justo antes de tener que volver a llenarnos los pulmones, cuando el saxofón está lleno de nuestro aliento y ya no nos queda nada en el cuerpo: ese momento en que el saxo está más vivo que nosotros.

    »Usted y yo, señora Winter, sabemos lo que significa tener una vida en nuestras manos. No me refiero a una responsabilidad común, como hacer de canguro, vigilar la comida que está al fuego o esperar a que cambie el semáforo al cruzar la calle. Me refiero a tener la vida de alguien en nuestras manos, como si fuera un jarrón chino... –alza el saxofón, apoyando la campana en la palma de la mano–. Y, si quisiéramos, sin más, podríamos... soltarla.

    Jueves

    En la pared del pasillo hay una fotografía en blanco y negro, enmarcada, en la que se ve a un hombre subiendo un pequeño tramo de escaleras, encorvado y tapado con un abrigo, con la cabeza baja y el cuello subido y los cordones de las botas desabrochados. No se le ven ni la cara ni las manos, solo la parte de atrás del abrigo, media suela, una franja de calcetín gris, la coronilla. Proyecta en la pared una sombra que se pliega como un acordeón. Si uno se fija en la sombra, repara en que el hombre va tocando el saxofón mientras sube por las escaleras, pero lleva el cuerpo inclinado sobre el instrumento y los codos pegados al cuerpo, de modo que desde atrás no se puede ver ninguna parte del saxo. La sombra se desprende hacia un lado como si se tratase de un enemigo, dividiendo la imagen en dos y revelando el saxofón escondido bajo el abrigo. La sombra-saxofón recuerda un poco un narguile, una voluta oscura y distorsionada en la pared de ladrillo, que se curva hacia la barbilla y hacia las manossombra, oscuras volutas semejantes al humo.

    Las chicas que se sientan en este pasillo antes de su clase de música contemplan esta fotografía mientras esperan.

    Viernes

    Isolde desiste y deja de tocar después de los seis primeros compases.

    –No he practicado –dice al punto–. Pero tengo excusa. ¿Quieres saber cuál?

    La profesora de saxofón la mira y le da un sorbo a su té negro. Las excusas son casi lo que más le gusta.

    Isolde dedica un momento a alisarse la falda escocesa y se prepara. Toma aliento.

    –Ayer por la noche –dice–, estoy viendo la tele cuando va y entra papá todo serio, hurgándose en la corbata como si estuviese estrangulándolo. Al final se la quita y la deja a un lado...

    Isolde desengancha el saxofón de la correa que lo sujeta al cuello, lo deja en una silla y se pone a hacer como que afloja la correa porque le aprieta.

    –...Me dice que me siente, aunque ya estaba sentada, y después se pone a frotarse las manos muy muy fuerte.

    Se frota las manos muy muy fuerte.

    –Entonces va y me dice: «Tu madre cree que no debería decirte esto todavía, pero uno de los profesores del colegio ha abusado de tu hermana» –en este momento, Isolde le lanza una ojeada rápida a la profesora de saxofón y luego desvía la mirada–. Y después dice «sexualmente», como para dejarlo claro, por si acaso se me había ocurrido pensar que el profe le había gritado en un semáforo o algo por el estilo.

    Las luces del techo han bajado de intensidad y ahora solo la ilumina un azul pálido y parpadeante, un resplandor glacial, similar al brillo de un televisor cuando se apaga. La profesora de saxofón ha quedado en la sombra, de modo que la mitad de su rostro se ha vuelto de color gris oscuro y la otra mitad brilla con un resplandor pálido.

    –Entonces se pone a hablar con una vocecilla extraña y tensa del tal señor Saladin, o como se llame, que da las clases de banda y orquesta de jazz y de conjunto de jazz a los alumnos de los últimos cursos, todas el miércoles por la mañana, una detrás de otra. No voy a tenerlo hasta sexto¹, y eso si es que quiero ir a esas clases, porque coinciden con netball², o sea, que tendré que escoger.

    »Papá me mira con cara de miedo, como si yo fuese a hacer una locura o a dejarme llevar por las emociones y él pensase que no iba a saber reaccionar. Conque le pregunto: «¿Y cómo lo sabes?». Y él me dice...

    Isolde se agacha junto a la silla, mientras habla con gravedad y abre mucho las manos...

    –«Cielo, por lo que sé, empezó muy despacito, al principio se limitaba a colocarle con suavidad la mano en el hombro, de cuando en cuando, así

    Isolde extiende la mano y roza con las yemas de los dedos el extremo superior del saxofón, tumbado en la silla. Cuando sus dedos tocan el instrumento empieza a oírse un ritmo regular, similar al latido de un corazón. La profesora está sentada, muy quieta.

    –«Y luego, a veces, cuando nadie miraba, se inclinaba sobre ella y le respiraba en el pelo...»

    Acerca la mejilla al instrumento y respira a lo largo de él...

    –«...Así, vacilante, con timidez, porque aún no sabe si ella quiere y no desea terminar tan pronto. Pero ella le deja hacer porque el profesor le cae bien y cree que está un poco enamorada de él, de modo que al cabo de poco tiempo la mano de él va bajando, bajando...»

    Su mano serpentea bajando por el saxofón y repta por el borde de la campana...

    –«...bajando, y en cierto sentido ella comienza a reaccionar y a veces le sonríe en clase, lo cual hace que a él se le ponga el corazón a cien, y, si están solos, en el aula de música, o después de clase, o cuando van a algún sitio en el coche de él, algo que hacen de vez en cuando, si están solos, él la llama mi gitanilla (lo dice una y otra vez, mi gitanilla, le dice) y a ella le gustaría tener algo que decirle a su vez, algo que susurrarle al oído, algo muy especial, algo que nadie hubiera dicho antes.»

    Cesa la música de fondo. Isolde mira a la profesora y dice:

    –«Pero no se le ocurre nada.»

    Aumenta la intensidad de la luz hasta volver a la normalidad. Isolde frunce el ceño y se deja caer en un sillón.

    –Pero, en cualquier caso –dice enfadada–, se le ha acabado el tiempo, es demasiado tarde, porque sus amigas han empezado a darse cuenta de lo que hace a veces, cuando inclina la barbilla como coqueteando, y así todo comienza a desmoronarse y acaba por venirse abajo como un castillo de naipes.

    –Ya veo por qué no has tenido tiempo de practicar –dice la profesora de saxofón.

    –Incluso esta mañana –dice Isolde– quise ponerme a tocar escalas, o algo, antes de ir al instituto, pero cuando empecé ella me dijo: «¿Es que no puedes tener ni un poco de sensibilidad?», y salió corriendo de la habitación fingiendo que lloraba, y sé que fingía porque, si estuviese llorando de verdad, no se habría ido, sino que se habría quedado para que yo lo viese –Isolde hunde en su muslo el broche de la falda escocesa–. Joder, si es que la tratan como si se fuese a romper.

    –¿Y tan raro te parece? –pregunta la profesora de saxofón.

    Isolde le lanza una mirada maliciosa.

    –Es algo enfermizo –le dice–. Enfermizo, como cuando los niños disfrazan a sus mascotas de personas, les ponen ropa, pelucas y cosas así y luego los obligan a caminar sobre las patas traseras mientras les hacen fotos. Es lo mismo, solo que peor, porque se ve a la legua lo mucho que disfruta ella.

    –Estoy segura de que tu hermana no disfruta con eso –dice la profesora de saxofón.

    –Papá dice que probablemente pasarán muchísimos años antes de que declaren culpable al señor Saladin y lo metan en la cárcel –explica Isolde–. Los periódicos hablarán de abuso infantil, pero ella ya no será una niña, sino una adulta, igual que él. Será como si alguien hubiese destruido adrede el escenario del crimen y en su lugar hubiese construido algo limpio y reluciente.

    –Isolde –dice la profesora de saxofón, esta vez con firmeza–, estoy convencida de que tienen miedo solo porque saben que el pecado aún está ahí. Saben que se ha metido a hurtadillas en su interior y se ha quedado ahí encajado, incrustado en un lugar que nadie conoce ni podrá encontrar nunca. Saben que el pecado de él fue tan solo una acción, un toqueteo absurdo y fatal a la luz brillante y polvorienta de la hora del almuerzo, pero el de ella... El pecado de ella es una enfermedad, un mal alojado para siempre en las profundidades de su ser.

    –Papá no cree en el pecado –dice Isolde–. Somos ateos.

    –Conviene tener la mente abierta –responde la profesora de saxofón.

    –Yo sí que sé por qué tienen tanto miedo –dice Isolde–. Tienen miedo porque ahora mi hermana sabe lo mismo que ellos. Tienen miedo porque ahora ya no les quedan secretos.

    La profesora de saxofón se levanta de pronto y se acerca a la ventana. Hay un silencio prolongado antes de que Isolde vuelva a hablar.

    –Y va papá y dice: «No sé cómo pasó, cielo. Lo importante es que, ahora que lo sabemos, no volverá a ocurrir».

    Miércoles

    –Así que esta mañana han cancelado la clase de jazz –dice Bridget–. Nos han dicho: «El señor Saladin no puede venir hoy. Está colaborando en una investigación».

    Chupa ruidosamente la lengüeta.

    –Te das cuenta de que es algo muy grave –explica– cuando no te dan suficiente información o bien se pasan. Verás, normalmente se habrían limitado a decir: «A ver, escuchad todas: se ha cancelado la clase de jazz, tenéis tres minutos para recoger vuestros trastos, salid a disfrutar del sol para variar. Vamos, arreando».

    A esta chica se le dan bien las voces. En realidad, quería ser Isolde, porque el papel es mejor, pero es pálida, enjuta, desaliñada, y siempre parece un poco alarmada, cualidades que no le van bien a Isolde, por lo que le ha tocado interpretar a Bridget. En realidad, lo que mejor la caracteriza como Bridget es su deseo de ser una Isolde: Bridget siempre quiere ser otra persona.

    –O habrían hecho lo contrario –dice– y nos habrían contado más de lo que necesitábamos saber, pero a propósito, para que supiéramos que era un privilegio. Habrían montado el numerito de ponerse solemnes, mirarnos con los ojos muy abiertos y decirnos: «Escuchad, chicas, tenéis que prestar mucha atención, esto es importantísimo. El señor Saladin ha tenido que marcharse corriendo porque se ha puesto enfermo un familiar suyo. Podría tratarse de algo muy grave y es importantísimo que, cuando vuelva, no lo agobiéis y lo tratéis con la consideración que necesita, si es que vuelve».

    Es una teoría que Bridget lleva algún tiempo meditando y que la hace resplandecer de satisfacción. Encaja la lengüeta en su sitio y sopla a ver cómo suena.

    –«Colaborando en una investigación» –dice con desprecio, mientras vuelve a ajustar la boquilla–. Y vienen a decírnoslo todos juntos, como en manada, respirando al unísono, inspirando y espirando en bocanadas rápidas, moviendo los ojos de un lado a otro, con el director a la cabeza para romper el viento, como si fuera el ganso jefe de una bandada, colocado en la punta de la uve.

    –Los gansos suelen turnarse, me parece –dice la profesora de saxofón, distraída–. Supongo que ir rompiendo el viento será un trabajo duro.

    Está rebuscando en una pila de partituras. Detrás de ella hay una librería atestada de manuscritos, de la que se desprenden hojas sueltas hacia el suelo.

    La profesora de saxofón jamás interrumpiría a Isolde con tan poca consideración: ese es uno de los motivos por los que Bridget quería el papel. Bridget vuelve a recordar que es pálida, enjuta, desaliñada, completamente secundaria, pero luego se enciende, de nuevo resuelta a ganarse la escena.

    –El caso es que entran todos arrastrando los pies –dice–, como en formación de uve, un ejército de poliéster gris que hace todo lo que puede por no fijarse en nadie en particular, especialmente por no mirar el gran hueco que ha quedado junto al primer saxo alto, que es donde se sentaba Victoria.

    Bridget dice «Victoria» con énfasis y con evidente satisfacción. Mira a la profesora de saxofón, a ver qué efecto le ha causado, pero esta, ocupada en pasar hojas de papel con sus manos grandes y llenas de venas, ni siquiera pestañea.

    –Las puertas que dan a las aulas de ensayo tienen ventanitas de cristal reforzado para poder ver el interior –dice Bridget, esforzándose más esta vez–. Pero el señor Saladin pegó en la suya la hoja de reservas, de modo que lo único que se ve es el horario y pequeñas franjas de luz blanca alrededor del borde si la luz está encendida dentro. Cuando Victoria iba a las clases complementarias de viento-madera, desaparecían las franjas de luz.

    –¡Lo he encontrado! –dice la profesora de saxofón, y alza un puñado de partituras–. «El viejo castillo», de Cuadros de una exposición. Creo que te interesará, Bridget. Así hablaremos de por qué el saxofón no cuajó como instrumento orquestal.

    A veces la profesora de saxofón se siente culpable por tratar tan mal a Bridget. «Es que se esfuerza tantísimo –le había dicho en una ocasión a su madre–. Por eso resulta tan fácil. Si no fuese tan obvio lo mucho que se esfuerza, quizá me sentiría tentada de respetarla un poco más.»

    La madre de Bridget asintió una y otra vez, y luego dijo:

    –Sí, a nosotros también nos parece que ese es muchas veces el problema.

    Ahora la profesora de saxofón se limita a mirar a Bridget, ahí parada, toda enjuta y desaliñada, esforzándose tantísimo, y arquea las cejas.

    Bridget se pone roja de frustración y se salta a propósito todas las frases sobre Mussorgsky y Cuadros de una exposición y Ravel y por qué el saxofón nunca llegó a cuajar como instrumento orquestal. Se las salta y se va directa a una frase que le gusta.

    –Tratan este tema como si nos estuviesen metiendo una dosis de algo –dice, subiendo aún más el tono de voz–. Es como cuando te vacunan y te meten un poco de una enfermedad para que tu cuerpo tenga preparada una defensa cuando llegue la de verdad. Tienen miedo porque es una enfermedad que aún no han probado en nosotros, así que intentan vacunarnos sin decirnos cuál es en realidad la enfermedad. Quieren inyectarnos con un gran secretismo, sin que nos demos cuenta. No va a funcionar.

    Ahora las dos están mirándose. La profesora de saxofón se entretiene en alinear la pila de papeles con el borde de la alfombra antes de decir:

    –¿Y por qué no va a funcionar, Bridget?

    –Porque nos dimos cuenta –dice Bridget, respirando fuerte por la nariz–. Estábamos mirando.

    Lunes

    Julia siempre arrastra los pies y tiene una costra alrededor de la boca.

    –Hoy han convocado una reunión para todo el curso –dicey ha asistido el orientador, que estaba allí más hinchado que un pavo real, como si no se hubiera sentido tan importante en toda su vida.

    Habla por encima del hombro mientras va sacando el instrumento del estuche. La profesora de saxofón está sentada en una franja de sol frío junto a la ventana, contemplando las gaviotas que dan vueltas por el aire y cagan. Las nubes están bajas.

    –Empezaron a hablar con esa voz melosa y suave, como si fuéramos a rompernos si acaso subían el tono. Empezaron: «Todos conocéis los rumores que han estado circulando esta semana. Es importante que hablemos de algunas cosas para poder saber con exactitud en qué punto estamos».

    Julia se gira sobre el talón, engancha el saxo en la correa y se queda un momento parada con las manos en las caderas. El saxo le cuelga cruzándole el cuerpo como un arma.

    –El orientador es retrasado –dice con tono de suficiencia–. Katrina y yo fuimos a verlo una vez, cuando estábamos en tercero, porque Alice Franklin había mantenido relaciones sexuales en un cine y teníamos miedo de que se volviese una furcia y se arruinase la vida por meter la pata y quedarse embarazada. Se lo contamos todo, le dijimos lo asustadas que estábamos y Katrina hasta lloró. Él se quedó sentado, pestañeando y asintiendo una y otra vez, pero muy despacito, como si estuviese programado a una cuarta parte de la velocidad normal, y después, cuando nos quedamos sin nada que decir y Katrina había dejado de llorar, abrió el cajón de su mesa, sacó un trozo de papel, dibujó tres círculos concéntricos, escribió «tú» en el primero, «tu familia» en el segundo y «tus amigos» en el tercero, y dijo: «Así son las cosas, ¿no?». Y luego nos dijo que podíamos quedarnos con el papel si queríamos.

    Julia se ríe sin alegría, soltando un resoplido, y abre la carpeta de plástico donde lleva las partituras.

    –¿Y qué pasó con Alice Franklin? –pregunta la profesora de saxofón.

    –Bah, con el tiempo nos enteramos de que era mentira –responde Julia.

    –No había mantenido relaciones sexuales en un cine.

    –No.

    Julia se entretiene un momento en ajustar las patas como de araña del atril.

    –¿Y por qué os mentiría? –pregunta cortésmente la profesora de saxofón.

    Julia hace un movimiento de barrido con la mano.

    –Pues será que estaba aburrida, sin más –contesta. En sus labios la palabra resulta noble y magnífica.

    –Ya veo –dice la profesora de saxofón.

    –Bueno, el caso es que van y nos dicen: «A lo mejor podemos empezar preguntando si alguien quiere desahogarse y compartir algo con las demás». Y una de las chicas se echa a llorar justo entonces, antes de que en realidad pase algo, y el orientador casi se corre de gusto y suelta: «Nada de lo que se diga esta mañana saldrá de esta aula», o una chorrada por el estilo. Así que la chica se pone a decir bobadas, mientras sus amigas se inclinan hacia ella y le cogen la mano, o alguna otra memez por el estilo, y luego todo el mundo empieza a compartir pensamientos sobre la confianza, la traición y la seguridad, y todas se sienten confusas y asustadas... Y yo pienso: «Joder, va a ser una mañana muy larga».

    Julia le lanza una mirada rápida a la profesora de saxofón para ver si la palabra ha causado algún efecto, pero esta se limita a sonreírle con frialdad y esperar. En la misma situación, Bridget habría desistido, se habría puesto nerviosa y colorada y habría seguido pensando en el tema durante un buen rato, pero Julia no es así. Se limita a sonreír y dedica una atención excesiva a sujetar al borde del atril con clips las resbaladizas hojas.

    –Bueno, pues, al cabo de un rato –dice Julia–, el orientador nos pregunta: «¿Qué es el acoso, chicas?», mirándonos a todas con expresión entusiasta y alentadora, como les pasa siempre a los profesores cuando no aciertan a saber si realmente prefieren que les des la respuesta correcta o que te equivoques para poder darse el gustazo de soltarla ellos. Luego nos dice, hablando en voz baja y solemne como si estuviese revelando algo que nadie más sabía: «El acoso no tiene por qué implicar tocamiento, queridas. El acoso también puede consistir en mirar. Puede ser acoso si alguien os mira de un modo que no os gusta».

    »Entonces yo levanto la mano y pregunto: «¿Es acoso por lo que miran? ¿O por lo que imaginan mientras miran?». Todas se vuelven hacia mí y yo me pongo como un tomate. El orientador junta las yemas de los dedos y me mira como diciendo: «Ya sé lo que pretendes, estás intentando sabotear este rollo de confianza que nos hemos montado y yo voy a contestarte porque no me queda otra, pero no voy a darte la respuesta que quieres».

    La profesora de saxofón se levanta al fin y coge su instrumento, como si dijese: «Es suficiente». Pero Julia ya está diciéndolo, empujada por un extraño impulso que la ruboriza.

    –Yo sí que me imagino cosas cuando miro a la gente –es lo que dice Julia.

    Viernes

    Isolde está esperando en el pasillo. A través de la pared oye el murmullo débil de la voz de la profesora de saxofón, que está terminando la clase de las tres y media. Aquí, en el pasillo desierto, Isolde se toma un momento para disfrutar del silencio que hay entre bastidores, antes de que le den el pie para llamar y entrar. Respira hondo y saborea con la lengua la calma y la descuidada intimidad de la que goza una persona a quien nadie observa.

    Cualquier otro día la embargaría el miedo habitual antes de cada clase y se habría puesto a hojear las partituras y a practicar sin el instrumento, siguiendo con la mirada la música sobre su regazo y moviendo los dedos extendidos en el aire vacío. Pero hoy no piensa en la clase. Está sentada en calma y concentra todo su pensamiento en tratar de preservar y capturar un íntimo sentimiento de hinchazón en las profundidades de su pecho.

    Es como si una pequeña bolsa de aire se le hubiese colado en la boca, haciendo que un pequeño escalofrío le recorriese la espalda y tirando de ese cuenco vacío que es su hueso pélvico. Nota en el vientre una prolongada y dislocada sensación de caída en picado y una especie de tirón en el vacío de la caja torácica, y de pronto siente un calor excesivo. A veces Isolde se siente así cuando está en el baño, o cuando ve a gente besándose en la tele, o también en la cama, cuando desliza las yemas de los dedos por la curva suave de su vientre e imagina que la mano no es suya. La mayor parte de las veces, la sensación aparece de súbito: en una parada de autobús, por ejemplo, o mientras hace cola para comer o cuando espera a que suene el timbre.

    Piensa: «¿Sentí esto cuando por primera vez vi a mi hermana como un objeto sexual? Cuando papá me acarició la cabeza y me dijo: Las próximas semanas van a ser duras, y luego me dejó viendo la tele, y al cabo de un rato entró Victoria, se sentó, me miró y me dijo: O sea, que ahora ya lo sabe todo el mundo. Fantástico, y nos quedamos sentadas viendo el final de uno de esos thrillers de serie B que ponen en los especiales del jueves por la noche, solo que yo no me concentraba y lo único que podía pensar era: ¿Cómo? ¿Cómo fuiste capaz de volver la cabeza hacia él, mirarlo fijamente, estirar el cuello y besarlo en la boca? ¿Cómo no te paralizaron el miedo y la indecisión? ¿Cómo sabías que él te recibiría, que te recogería, que te abrazaría con fuerza e incluso emitiría un pequeño gemido estrangulado, semejante a un grito, semejante a un grito nacido en el fondo de su garganta?».

    Aquí, en el pasillo, Isolde piensa: «¿Sentí esto entonces, aquella noche? ¿Sentí esta caída discordante, llena de miedo y anhelo, este descenso en ascensor, este extraño preludio a un estornudo suspendido en el aire?».

    Más adelante, identificará esa sensación con una forma abstracta de excitación, un tañido irregular arrancado a su cuerpo de cuando en cuando, semejante a una cuerda que nadie toca pero que vibra por simpatía armónica con un piano cercano. Más adelante, tal vez llegue a la conclusión de que esa sensación se parece un poco a una punzada de hambre, no al ansia tenaz y omnipresente del hambre auténtica, sino tan solo a una punzada que nos

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