Breve historia de la Segunda República española
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El 14 de Abril de 1931, una nación que se había acostado monárquica se despertó republicana: esta es la historia del fracaso de esa ilusión. La historia de la Segunda República española, es una historia de ilusiones frustradas, pero también una historia de esperanza y confianza en la regeneración de España. Un periodo fundamental para entender cómo y por qué España es hoy como es. En un estilo accesible que, sin embargo, atiende al rigor histórico y al estudio de los procesos en profundidad, Luis E. Íñigo nos presenta en Breve Historia de la Segunda República Española un panorama en el que pretende explicar las causas por las que la primera democracia española fracasó. El libro comienza presentando la situación española a principios del S. XX, necesaria para entender la disgregación inicial de las facciones republicanas y su progresiva unión, una vez puestos en situación nos lleva de lleno a las elecciones municipales que provocaron la victoria de los republicanos y la marcha de Alfonso XIII.
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Breve historia de la Segunda República española - Luis Enrique Íñigo Fernández
Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com
Título: Breve historia de la Segunda República española
Autor: © Luis E. Íñigo Fernández
Director de colección: José Luis Ibáñez
Editores: Graciela de Oyarzábal y José Luis Torres Vitolas
Copyright de la presente edición: © 2010 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Diseño y realización de cubiertas: Onoff Imagen y Comunicación
Diseño del interior de la colección: JLTV
Imagen de cubierta: © Biblioteca Nacional de España
ISBN-13: 978-84-9763-966-8
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
A aquellos esforzados españoles que,
tras probar las mieles de la libertad,
hubieron de sufrir la hiel de la tiranía.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo: ¿Por qué?
Capítulo 1: España en la encrucijada. Los difíciles comienzos del siglo XX
Una calma aparente
Jaque a un régimen
La monarquía no responde
La dictadura pintoresca
Capítulo 2: Del mito a la razón. Breve historia de los republicanos españoles
Los viejos republicanos
Una larga travesía del desierto
La ilusoria desaparición de los obstáculos tradicionales
No hay mal que por bien no venga
Capítulo 3: Nos regalaron el poder. La caída de la monarquía
El error Berenguer
El Pacto de San Sebastián
Mártires de la República
España en el arroyo
La batalla decisiva
Capítulo 4: Una efímera luna de miel. El Gobierno Provisional de la República
Una tarea difícil
Las primeras decisiones
Las elecciones
Los debates constitucionales
Capítulo 5: Azaña. El bienio reformista (1931-1933)
La nueva alianza
Las reformas
La reforma agraria
El Estatuto de Cataluña
Balance
Capítulo 6: La izquierda se divide. Las contradicciones de una alianza
La economía
Los anarquistas
Las derechas
La crisis del azañismo
Capítulo 7: Lerroux. El centro en el poder
La hora de los radicales
De nuevo a las urnas
Los gobiernos de predominio radical
La reacción de las izquierdas
Capítulo 8: Asturias. La revolución fallida
¿Revolución o farol?
Los preparativos
Un fiasco revolucionario
La rebelión de la Generalitat
Una herencia envenenada
Capítulo 9: Gil-Robles. La reacción desmedida
La estrategia de Gil-Robles
La reacción desbocada
Hacia una nueva Constitución
La regeneración de la izquierda
Capítulo 10: El final de un sueño. La quiebra de la democracia
De nuevo a las urnas
El retorno de Azaña
La República en guerra
La República exiliada
Epílogo: ¿Por qué?
Bibliografía
Contracubierta
Prólogo:
¿Por qué?
¿El libro empieza como acabará? No exactamente, ¿o sí?
Luis Íñigo, el autor de esta ya indispensable reflexión al alcance de todos, de casi todos, se formula la misma pregunta al final del volumen que te propones leer. «¿Por qué?». Y esa misma cuestión la lanzo al aire antes de que comiences tu singular aventura para que no pierdas de vista cuál es el objeto de este libro... Para que reflexiones, con la imprescindible ayuda de un experto, a tu lado siempre, para que no te dejes llevar por las emociones que muy probablemente te impulsaron a leer un libro que trate sobre la Segunda República española. Mejor dicho, para que no te abandones únicamente a ellas.
Pero antes otra pregunta, también planteada por el autor, en este caso al final del primer e introductorio capítulo: ¿estarían los republicanos a la altura de la oportunidad que la Historia les regalaba? ¿Lo estuvieron? No es que los libros de Historia hayan de enjuiciar el pasado, pero hay asuntos del pasado que se prestan, se prestaron desde siempre quizás, a ello. Y el infeliz paréntesis que representa este periodo histórico en la peripecia vital de los que vivieron y vivimos en España ha sido desde hace décadas eso: pasto del juicio de unos y otros, no siempre de historiadores, peor aún, casi nunca de historiadores. Y Luis lo es. Luis Íñigo es un historiador, señores, palabras mayores. No un burdo acomodador de palabras a los intereses de los poderosos o de los tenidos a sí mismos por progresistas. Ni un adulador, ni un feroz crítico ajeno a la razón y al sentido común de los eruditos verdaderos.
No hay en este libro un solo grupo, o partido, o sector, y menos aún persona, tenidos por culpables; pero tampoco aquí hallarás el irrelevante e incluso perverso reparto de culpas que pretende mostrar una bonhomía realmente alejada de los buenos usos historiográficos e incluso de los buenos usos meramente literarios. No, el autor no reparte ni certificados de calidad española o de calidad histórica; ni tampoco raciona bofetadas inculpatorias a diestro y siniestro. No hay buenos ni malos, pero tampoco hay errores sin sus protagonistas ni provocativos dislates sin sus promotores.
Aunque sabes desde el principio que te encuentras frente a un relato que acaba mal —y de hecho lo hace, pero un poco menos, porque el autor trae la historia de la Segunda República hasta la democracia que disfrutamos los españoles y, con ello, no permite que termine con un final tan desdichado—; aunque sepas cuál es el desenlace de lo iniciado aquel ya tan lejano mes de abril del año 1931, no te preocupes: el autor te mantendrá en el vilo con el que las buenas lecturas suelen mecer a los que sentimos la irresistible atracción por los escritores buenos, por los escritores como Luis Íñigo.
Y ahora me permito pedirle prestadas al autor algunas de las palabras con las que nos convenció de lo pertinente de incluir su Breve historia de la Segunda República española en esta colección. Ahí van.
Esta obra analiza con rigor y amenidad el periodo más emocionante e intenso de la historia de España. Explica cómo y por qué, sin solución alguna de continuidad, pero también sin un solo disparo, sin un solo acto de violencia, un monarca dejó su trono y, como luego se repetiría una y otra vez, el país se acostó monárquico y se levantó republicano, abriendo, por vez primera, la posibilidad de regir los destinos de la nación a un gobierno que iba a enfrentarse con decisión, aunque no siempre con acierto, a los graves problemas que los españoles venían sufriendo desde los orígenes mismos de la monarquía liberal, más de un siglo atrás. Y es que, la República fue, para muchos españoles un sueño que se hacía realidad y una esperanza cierta de que el país podría al fin salir de su atraso secular y ponerse a la altura de los más avanzados de Occidente. [...]
Por desgracia, aquellas políticas no llegarían a consolidarse, y la obra explica con claridad el motivo de que así fuera. [...]
[Luego], el centro y la derecha, reorganizados tras la sorpresa inicial que para ellos supuso la proclamación de la República, ganarán las elecciones en noviembre de 1933. [...]
Pero, una vez más, se trató de una esperanza vana. Las contradicciones de la nueva coalición gobernante, que el libro expone en toda su crudeza, no serán menores que las de la anterior [y,] tras una revolución frustrada en Asturias y Cataluña, que fue reprimida con inusitada dureza, [la derecha menos republicana y menos monárquica] impuso su dirección al nuevo gobierno y no solo frenó las reformas, sino que desmontó en unos meses casi toda la obra de los gabinetes [del primer bienio].
[A] finales de 1935, y en una Europa en la que el choque entre fascismo y comunismo se veía cada vez más cercano, España se hallaba dividida. Izquierda y derecha, organizadas en bloques antagónicos, no parecían tener nada en común. Para muchos ciudadanos, lo que se jugaba en las elecciones que habían de celebrarse era a vida o muerte. En las urnas se decidía solo entre dos opciones: la revolución o la reacción. El país votó y, por un escaso margen, dio la victoria a la izquierda, pero el problema no parecía ya tener solución en el terreno de la política. Como tantas veces en la historia de España, los españoles volverían a decidir sus diferencias en el campo de batalla. En julio de 1936, un golpe de Estado fallido llevó al país a una nueva guerra civil. El análisis de estos últimos meses del régimen, a la vez minucioso y sugerente, no dejará sin responder la pregunta clave de la historia contemporánea española: ¿por qué fracasó nuestra primera democracia?
Y volvemos al principio de este prólogo: ¿por qué?
Pero será mejor que leas ya sin más distracciones el libro de Luis Íñigo, uno de los pocos en los que se aborda en tan escasas páginas tan espinoso, polémico, abigarrado y poderosamente atrayente periodo; y más aun, sin duda el único que, además, lo hace con la intención divulgativa y de fácil pero rigurosa exposición que es tan cara a esta colección.
Es, sin duda, este volumen el único que dedica el espacio suficiente a la gran pregunta: ¿por qué fracasó el que es sin duda el verdadero primer experimento democrático español?
Ya acabo. Vuelvo a las palabras de nuestro autor, esta vez a aquellas con las que condensó en su momento lo que quería lograr, y finalmente ha logrado, con este volumen: «contar qué pasó, explicar cómo pasó, descubrir por qué un régimen que nació acompañado de la mayor oleada de entusiasmo popular de nuestra historia pudo terminar en los horrores de una guerra civil».
Espero, y estoy convencido de ello, que cuando termines la lectura de este libro tendrás la respuesta, tu respuesta. Para eso, en última instancia, sirve la historia.
José Luis Ibáñez
Director de la colección Breve historia
1
España en la encrucijada.
Los difíciles comienzos
del siglo XX
La política es el arte de aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible; nosotros venimos ante todo con la realidad; nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sino todo lo que en este instante puede aplicarse sin peligro.
Antonio Cánovas del Castillo:
Discurso parlamentario.
UNA CALMA APARENTE
A lo largo del espasmódico siglo XIX, pródigo en revoluciones y guerras civiles, en el que cada partido trataba de elevar a rango de constitución su propio programa político, muchos observadores pudieron considerar cierto el famoso adagio en virtud del cual los españoles eran un pueblo ingobernable, tan entregado a sus querellas intestinas que parecía incapaz de progresar. Sin embargo, las cosas parecieron cambiar en el último cuarto de la centuria. Un estadista de primer orden, espécimen bien escaso hasta entonces en la arena política del país, arrostró al fin la tarea de ofrecer a sus compatriotas un régimen capaz de hacer compatibles el orden y el progreso, sirviendo a un tiempo de marco jurídico en el que pudiera desarrollarse sin violencia el juego de los partidos. Ese hombre fue Antonio Cánovas del Castillo, y el régimen que diseñó, una monarquía basada en el turno pacífico entre dos formaciones moderadas de signo contrario, sería conocido como la Restauración.
Durante veinte años, España figuró haber encontrado al fin su propio camino hacia la modernidad. Los problemas más urgentes parecían resueltos. En 1876, una nueva Carta Magna, conservadora, pero flexible, se ofrecía como instrumento capaz de permitir, por vez primera en la agitada historia constitucional del país, que izquierdas y derechas se alternaran en el poder sin necesidad de cambiarla. Ese mismo año, el carlismo, fuerza reaccionaria empeñada en devolver a la sociedad española a su pasado agrario y teocrático, fue derrotado por la fuerza de las armas. Dos años después, la paz del Zanjón, que prometía a los rebeldes la autonomía, el indulto y la abolición de la esclavitud, puso también fin a diez largos años de guerra en Cuba, la más importante de las provincias ultramarinas que aún conservaba el país tras la independencia del grueso de sus territorios americanos sesenta años atrás. El Ejército, apartado al fin de la política, regresó a sus cuarteles y archivó en los atestados cajones de sus despachos de burócrata sus viejas prácticas golpistas. La estabilidad que otras naciones de Europa occidental habían alcanzado tiempo atrás parecía llegar por fin a España.
Los años fueron pasando y en el horizonte no aparecían las negras nubes que anuncian la tormenta. El imponente edificio diseñado por Cánovas no descubría fisuras aparentes. Un sector de la opinión había quedado fuera de sus muros, pero, a juzgar por su atonía, no debía de ser muy numeroso. Las disidencias internas de los partidos fueron reabsorbidas sin problemas. Los intentos de crear fuerzas políticas nuevas dentro del régimen fracasaron, y no porque este lo impidiera, sino por su propia insolvencia. El carlismo languidecía sin el apoyo de la Iglesia, que parecía haber aceptado al fin el liberalismo al que con tanta fuerza se había opuesto. Los republicanos, escasos en número, débiles en organización, divididos y carentes de una estrategia definida, exhibían una total impotencia para constituirse en alternativa real al canovismo. Incluso el propio movimiento obrero, enemigo natural del orden liberal, se mostraba endeble, pues ni los socialistas eran aún lo bastante fuertes para enfrentarse al régimen, ni los anarquistas habían sido subyugados por el culto a la propaganda por el hecho, eufemismo que ocultaba la más pura violencia terrorista, que más tarde deslumbraría a sus dirigentes.
Con todo ello, España pudo por fin concentrar sus energías en la tarea de impulsar su hasta entonces postergada modernización. La población se incrementó. En 1900 el número de habitantes se acercaba ya a los diecinueve millones, dos más que en 1876. Algunas ciudades dejaron atrás por fin su triste aspecto medieval. Madrid, la capital política, y Barcelona, la metrópoli económica, mostraron un notable impulso. Desbordaron sus viejas murallas, proyectaron ensanches y se engalanaron con edificios singulares. Las nuevas fuerzas económicas parecían a la postre instalarse en el país. Aunque la actividad agraria continuaba lastrada por propietarios poco o nada interesados en su mejora, y sus rendimientos, víctimas del escaso progreso de la técnica, no conseguían elevarse, la superficie cultivada se incrementó y algunos productos, en especial el vino, el aceite y los cítricos, empezaron a hallar cierto acomodo en los mercados internacionales. La misma industria exhibió por primera vez un notable ímpetu. La introducción de fuentes de energía nuevas y más baratas, como el petróleo y la electricidad, la liberaron en parte de su dependencia del carbón, que en España era escaso y de mala calidad. Los costes de producción bajaron, arrastrando los precios, lo que favoreció el aumento de la demanda y el consiguiente crecimiento de la industria. El textil catalán y la siderurgia vasca fueron los sectores más beneficiados, aunque otras provincias como Madrid o Valencia mostraron también un cierto despegue industrial. Mientras, en amplias comarcas de Asturias, León, Santander o Ciudad Real, las ayudas públicas y la liberalización de la entrada de capital extranjero daban un impulso decisivo a la extracción de hierro, plomo, cobre, cinc o mercurio. España parecía, al fin, zambullirse con decisión en la corriente del progreso.
Pero el notable crecimiento de la economía, el moderado dinamismo de la vida social y cultural, y la estabilidad política del régimen no eran sino una pantalla que ocultaba la auténtica realidad del país. Los partidos que sostenían la monarquía restaurada, el Liberal, presidido por Práxedes Mateo Sagasta, y el Conservador, liderado por el propio Cánovas, funcionaban como verdaderos cenáculos de notables a los que unían más sus intereses que sus ideas. Y lo que era mucho más importante: la relación entre ellos y con los electores no se desarrollaba en absoluto de acuerdo con los usos y principios propios del parlamentarismo liberal. El cuerpo electoral, escaso al principio, pero mucho más numeroso a partir de 1890, fecha en la que se introdujo el sufragio universal masculino, en ningún momento pudo ejercer su prerrogativa natural de decidir acerca de la formación que había de disfrutar el poder. Bien al contrario, era el monarca, entonces Alfonso XII, quien escogía el momento de cambiar el gobierno y la persona llamada a presidirlo, y su decisión obedecía a razones tan poco democráticas como su propia opinión o la de su camarilla, el excesivo desgaste de un gabinete o el simple acuerdo entre los líderes de los partidos.
Sin embargo, lo verdaderamente definitorio del sistema de la Restauración eran los resortes de los que tales gobiernos, ajenos a la voluntad popular, se valían para asegurarse la mayoría parlamentaria que les sostuviera en el poder una vez nombrados por el rey. Dado que el Parlamento heredado no les resultaba propicio, pues había respaldado al gabinete saliente, su primera tarea había de ser convocar nuevas elecciones con el fin de asegurarse unas Cortes favorables. Para lograrlo, el ministro de la Gobernación, responsable de los procesos electorales, fabricaba literalmente el resultado deseado. Bajo su dirección se adjudicaban, uno por uno, según se pactara con la oposición, todos los escaños en juego en una práctica conocida como encasillado. Luego se telegrafiaba al gobernador civil de cada provincia, informándole del contenido del acuerdo, y este contactaba enseguida con los personajes que poseían influencias en ella en virtud de las clientelas que les otorgaba su posición social y económica, y les comunicaba el nombre de los diputados que tenían que salir elegidos en sus respectivos distritos. A cambio, aquellas gentes, los llamados caciques —de los que deriva la práctica conocida con el famoso nombre de caciquismo—, obtenían favores y prebendas para sí mismos, para sus amigos y sus regiones.
La cuestión del encasillado, una caricatura de Felipe Pérez y Ramón Cilla publicada en la revista semanal Blanco y Negro.
Aquí se satiriza sin merced el sistema electoral de la Restauración. Como puede verse, las viñetas realizan una descripción precisa de sus mecanismos ocultos, de sobra conocidos por la escasa opinión culta de la época.
Mordaz viñeta del semanario La Flaca que ironiza sobre el escaso beneficio que obtuvo el pueblo del establecimiento del sufragio universal masculino por Sagasta, representado sobre el embudo que hace las veces de locomotora.
En el cortejo aparecen caciques, jaulas a modo de urnas, esbirros con garrotes, fuerzas de orden público, ayuntamientos sometidos al rodillo centralista, campesinos y obreros prisioneros del caciquismo y, finalmente, el pucherazo electoral mediante el voto de los muertos, al que alude el carricoche con el rótulo «Depósito de votos para Lázaros».
El régimen no era, en consecuencia, una democracia en construcción, como aparentaba, sino una oligarquía disfrazada. Grandes propietarios de tierras, financieros, aristócratas, generales y obispos, que se sentaban en el Senado y en el Congreso, las dos cámaras con que contaba el Parlamento, rodeaban al monarca en la corte y copaban las carteras del gobierno y los altos cargos de la Administración, eran los verdaderos amos del país. Poco importaba, por tanto, que el sufragio fuera censitario o universal. No son los electores los que deciden; solo hay un gran elector, el ministro de la Gobernación. En nombre del pueblo no habla voz alguna.
Y lo peor es que al pueblo no parecía importarle. Antes bien, los españoles sesteaban, despreocupados, al suave calorcillo de aquella suerte de verano que la historia graciosamente les concedía, tranquilos con sus corridas de toros y sus procesiones, sus novelitas costumbristas y sus cuadros de paisajes. El destino, o tal vez la mismísima Clío, empero, se muestran despiadados con las naciones que duermen y habrían de tardar poco en procurarle a España un contundente despertar. Por desgracia, como un torero descuidado de los avisos del presidente, el país no fue capaz de reaccionar a tiempo.
JAQUE A UN RÉGIMEN
A mediados de la década de 1890, las brasas de la guerra se reavivaron en Cuba. Los intereses encontrados, las promesas incumplidas y la cerril intransigencia de los peninsulares, cerrados a aceptar la más mínima autonomía para la isla, despertaron, con mayor intensidad ahora, el frenesí independentista de los cubanos. Una nueva insurrección, dirigida por José Martí y Antonio Maceo, estallaba en febrero de 1895. Año y medio después, Filipinas seguía su ejemplo. España, aquella nación dormida, despertaba de su sueño en medio de una guerra.
El U. S. S. Maine entrando a la bahía de La Habana, 25 de enero de 1898. Tres semanas más tarde, el barco sufriría la explosión que sirvió de pretexto al gobierno estadounidense para declarar la guerra a España. El buque, botado en 1889, era un acorazado de segunda clase de 6.682 toneladas y 97 metros de eslora, el cual, por lo que parece, presentaba errores en el diseño de su santabárbara, lo que pudo provocar una deflagración de carácter fortuito.
El esfuerzo realizado fue titánico. En los momentos más arduos del conflicto, se acercaron a trescientos mil los hombres en armas que el gobierno mantenía en ultramar. Pero la decidida intervención de los Estados Unidos hizo imposible la victoria de los españoles. En 1898, la Paz de París daba a Cuba una independencia tutelada por los norteamericanos y les entregaba sin disfraces Filipinas, Puerto Rico y otros pequeños archipiélagos del Pacífico. La historia de España como potencia colonial llegaba a su fin. Ya no cabía alimentarse de recuerdos de un pasado glorioso. La realidad del presente se había impuesto con toda crudeza. No existía manera alguna de rehuirla. Tocaba enfrentarse a ella con decisión.
Un aldabonazo terrible sacudió la conciencia colectiva. Y lo hizo con tanta fuerza que