Operación Bodden
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Operación Bodden - Luis Barallat López
1
-E stamos tan cerca, que bien podemos ir dando un paseo hasta la recepción en casa de Ricardo Hoyos. Así por lo menos haremos que los compinches de Winzer se bajen de los coches y hagan algo de ejercicio. Con un poco de suerte cogerán una pulmonía —comentó sir Samuel Hoare, vizconde de Templewood, a su esposa, lady Maud, al salir aquella noche del mes de diciembre de 1941 al portón exterior de la embajada británica en la calle Fernando El Santo de Madrid.
—Caballeros —se dirigió a sus acompañantes, el agregado naval, capitán Hillgarth, nombre clave Armada en los servicios secretos ingleses, y el militar, brigadier Torr—, estamos de suerte: esta tarde no hemos tenido ni manifestantes ni pedradas. Esperaba lo peor después del desfile. Creí que vendrían a concentrase aquí con sus brazos estirados y sus cantos a proferir consignas contra nuestra patria. Pueden observar, además, que la policía española sigue oportunamente en la puerta de la embajada, lo que significa que no tienen nada previsto.
—Efectivamente, sir Samuel, en cuanto el señor Serrano Súñer organiza alguna manifestación contra nosotros, desaparecen sin dejar rastro.
—Menos mal que nuestros muchachos evadidos de Francia nos echan una mano en caso de dificultad. La embajada parece un campamento de refugiados con tanta gente viviendo en los pasillos, pero ayudan a impedir una invasión.
—No exagere, brigadier: llamar invasión a los insultos de unos cuantos exaltados resulta demasiado dramático —contestó lady Maud mientras giraba la cabeza con una sonrisa—. En Moscú lo pasamos mucho peor, ¿no es verdad, querido?
Sir Samuel Hoare, embajador del Reino Unido, no podía estar más de acuerdo con su mujer. Treinta y cuatro años de experiencia en la Cámara de los Comunes, cinco ministerios en gabinetes distintos, y misiones diplomáticas en sitios tan complicados como Rusia, Serbia y la Italia fascista a lo largo de su carrera política en el partido conservador, le habían dotado de una coraza que le hacía juzgar todos los azares de la vida con cierto aire de indiferencia que un observador que no le conociera podía confundir erróneamente con apatía y desinterés.
El grupo continuó a buen ritmo por la calle de Monte Esquinza hasta llegar al cruce con Marqués del Riscal; allí giró a la derecha, en dirección al paseo de la Castellana. El embajador y su esposa caminaban delante, cogidos del brazo, seguidos a unos pocos pasos por un agente de Scotland Yard destacado desde Londres para su protección exclusiva. Hillgarth y Torr comentaban, unos metros detrás, los recientes cambios en la edad de movilización: en su patria habían empezado a incorporar a filas a los menores de dieciocho años y a los mayores de cincuenta.
image2Aspecto de la embajada británica en la calle Fernando el Santo de Madrid, de la que salió el matrimonio Hoare la noche del siete de diciembre de 1941, acompañado de los agregados militares, Hillgarth y Torr, hacia la recepción en casa de Ricardo Hoyos. La bandera pintada en el tejado procede de la época de la guerra civil y tenía por fin evitar que fuera bombardeada por la aviación nacional. Fuente: Biblioteca Nacional.
No se cruzaron con nadie en aquella fría noche. Las autoridades municipales se habían encargado de desalojar horas antes de la fiesta a todos los vagabundos y mendigos habituales, y los vecinos, al ver las patrullas en la calle y la iluminación reforzada, sabían que no era aconsejable salir de casa.
Al llegar al enorme portal de esquina por donde entraban los carruajes de caballos en un pasado reciente, el capitán Hillgarth se adelantó para hablar con el responsable del destacamento de policías armadas que custodiaba el edificio. El embajador y su esposa continuaron sin detenerse, saludaron con un gesto de cabeza, y comenzaron a subir la escalera de mármol recubierta de una alfombra azul y blanca que arrancaba a la derecha.
—Cariño, pensar que Havilland te dijo que venías destinado para unos meses solamente y es la segunda Navidad que vamos a pasar en Madrid —lady Maud aprovechó para mirarse en uno de los espejos del descansillo y volver a colocarse la diadema.
—¿Recuerdas las primeras semanas viviendo en el Ritz? ¡Qué sensación de peligro constante! Vigilados por la Gestapo, con los teléfonos intervenidos, y el avión esperando en Barajas por si teníamos que desalojar a toda prisa: Si Hitler decide cruzar los Pirineos puede estar en Madrid en tres días; por lo tanto le ordeno que se quede con el aparato dispuesto para despegar en caso necesario
—sir Samuel imitó la voz de Churchill—. Nos hizo rejuvenecer, ¿no te parece? Ya me aburría en Londres.
—Hiciste bien en aceptar, querido. Un ministro cesado es una incomodidad para todo el mundo. Más cuando tus amigos están ocupados en luchar una guerra a las puertas de casa y tu sucesor no te quiere demasiado cerca. En cambio aquí, en este país de… ¿Cómo lo definiría?, país de otra época, hacemos un servicio muy necesario.
Mientras se disponía a pulsar el timbre, el embajador recordó su conversación con el primer ministro en su residencia de Downing Street en mayo del cuarenta, y los dos encargos que le hizo al despedirse: Que los puertos Atlánticos y del norte de África no caigan en manos enemigas, y preservar a toda costa el pabellón británico ondeando en la base de Gibraltar
. Hasta la fecha lo había logrado, aunque le había costado convencer al Foreign Office de que la mejor forma de conseguir que Franco se mantuviera neutral era facilitando a España alimentos y dinero. Tuvo que explicarles que si aumentaban todavía más el hambre y el frío se echaría en manos de los alemanes, pero Winston Churchill lo había visto a la primera. Era justo reconocer que, a pesar de pertenecer a la facción rival de su mismo partido, tenía una mente extraordinariamente clara.
—Sir Samuel… Milady, ¡qué alegría que finalmente hayan podido venir! —dijo con los brazos abiertos el anfitrión, Ricardo Hoyos, dirigiéndose en perfecto inglés al ilustre matrimonio que acababa de dejar el sombrero y los abrigos en manos del mayordomo.
El embajador se ajustó el esmoquin y comprobó con disimulo que llevaba en el bolsillo posterior la pequeña pistola automática que siempre tenía a mano desde que estaba destinado en Madrid.
—Me disculpo por llegar con tanto retraso, señor Hoyos. Efectivamente no esperábamos poder asistir a su casa. Tenía cita en el palacio de Santa Cruz pero el ministro de Asuntos Exteriores me ha tenido en vilo dos horas para darme plantón al final, como tiene por costumbre hacer al representante de Su Majestad. Finalmente ha aplazado la entrevista hasta el próximo día once, confiando, sin duda, en que de aquí a entonces, suceda algo que nos incite a cerrar la embajada… Conoce a los señores Torr y Hillgarth, supongo.
—Por supuesto —Ricardo Hoyos les estrechó la mano—, y me siento honrado de contar con su presencia. Me alegra mucho observar que sigue tan irónico como siempre, señor vizconde.
—Y usted tan valiente al invitarnos. No le conviene en estos momentos mostrarse solícito con la Gran Bretaña: la mal llamada no beligerancia
deja patente todos los días donde están los afectos de España. Además, presiento que hoy vamos a estar más solos que de costumbre: mi apreciado colega norteamericano, Alexander Weddell, no ha podido venir y nadie por debajo de ministro se arriesgará a que le vean dirigirnos la palabra.
—La señora Weddell afortunadamente sí se encuentra con nosotros. Ha llegado hace más de una hora y está tan encantadora como de costumbre —interrumpió María Hoyos, hija del anfitrión, y se dirigió con los brazos abiertos hacia lady Maud—. Muchas gracias a los dos por el envío de whisky y chocolatinas que es tan difícil conseguir aquí.
—De nada, querida, un obsequio del camión de la Roca, como lo llamamos… Imaginamos que lograr cosas para poder dar una fiesta decente en esta ciudad es, en estos tiempos, una misión casi imposible.
—Efectivamente, no es fácil, porque no hay de nada, y confío en su benevolencia por la falta de muchas cosas básicas. Supongo que les parecerá todo horrible después de haber estado unos días en casa.
—No crea, querida: en Londres no hay casi recepciones y las pocas que se celebran son con todas las ventanas cerradas por miedo a las bombas. Lo mejor que se puede hacer allí en cuanto cae la tarde es meterse en la cama. Ah, pero eso sí, vestida por si suenan las sirenas y hay que bajar a los refugios.
—Pero siempre da gusto volver a casa, ¿no?
—Por supuesto, por supuesto… Es la primera vez que lo logramos desde que venimos destinados a Madrid, aunque ha sido como si fuéramos de visita: hemos cedido nuestro hogar de Cadogan Square a la Cruz Roja y tenemos todo amontonado en un guardamuebles cochambroso de Gatwick, por lo que nos hemos alojado en casa de mi hermana. De todas formas supone un placer especial volver a ver a las viejas amigas y enterarse de los últimos cotilleos.
—Si le parece dejamos a los caballeros hablando de sus cosas —María les dirigió una sonrisa— y vamos a hacer compañía a la señora Weddell.
—Me han informado de que se ha puesto a trabajar —comentó lady Maud mientras iban juntas por medio de la sala saludando a ambos lados con el gesto—. Me pregunto cómo ha conseguido la aprobación de su padre: hija única, al frente de la casa del banquero más importante del país, y dando clases en una academia de idiomas. ¿De dónde saca el tiempo para todo, querida?
María se acercó la boquilla a la boca mientras observaba a un grupo de sus amigas de siempre que reía las ocurrencias del embajador italiano, Francisco Lequio, y aspiró con profundidad antes de responder:
—Las madrileñas tenemos capacidad para hacer varias cosas a la vez sin perder los estribos: por una parte somos bastante chapuceras, y por la otra un poco malabaristas.
Cerca del piano, el embajador alemán, barón Eberhard von Stohrer, hombre corpulento y de aspecto distinguido, conversaba con el ministro del Aire, vestido de uniforme de gala, en presencia del embajador portugués, Pedro Pereira, y el representante de otro de los grandes bancos españoles que lucía una insignia de Falange en la solapa del esmoquin.
—Tuve el placer de acompañar a Serrano Súñer y a Mayalde en su reciente audiencia en Berlín con el Führer. Estaban también el mariscal Goering, von Ribbentrop y el conde Ciano, y puedo asegurarles que la situación para nuestras tropas es inmejorable: nos encontramos en este momento a menos de treinta kilómetros de la plaza Roja; Malta y Suez están a punto de caer, con lo que verdaderamente el Mediterráneo se convertirá en el Mare Nostrum—arqueó las cejas—, Montgomery se encuentra acorralado por el astuto Rommel, y en Londres no pueden encender ni los abetos de navidad por miedo a la Luftwaffe.
—Pero barón, creíamos que la fecha prevista para la toma del canal de Suez era el uno de mayo pasado y que en septiembre sus tropas ya habrían llegado a Moscú —interrumpió Pereira y le miró a la cara.
—El Führer ha preferido —continuó sin hacer caso al comentario del representante de un país pequeño y decadente en su opinión —desangrar a Stalin antes de tomar la capital. Los comunistas no son como los franceses, o los belgas: no basta con vencerlos, hay que aniquilarlos. Es una escoria de la peor calaña; constituyen un peligro para todos nosotros. Es la misma estrategia que practicó el generalísimo Franco en el 38 —se dirigió al ministro español—: retrasar la victoria para destruir al enemigo por completo; asolar la retaguardia como paso previo al ataque.
Diez minutos más tarde, Ricardo Hoyos hablaba apoyado en la puerta del comedor con el subsecretario de Hacienda, en presencia de otro empresario y de un alto cargo del Ayuntamiento, sobre el proyecto de ley de regulación de cargas financieras de las sociedades mercantiles devastadas por haber estado en la zona republicana.
—¿Y cuándo nos podrá abonar el Ministerio los intereses que estamos dejando de percibir en todos esos créditos? —inquirió el banquero.
—Señor Hoyos, bastante ha costado hacernos cargo de la herencia desastrosa de esa gentuza, que ha huido al exilio con las arcas llenas, como para asumir eso también. La banca tendrá que poner su granito de arena para levantar el país… A pesar de las críticas que se oyen, la conversión del dinero de la República en moneda buena está suponiendo una ruina para el Estado.
—Sir Samuel Hoare y el brigadier Torr se acercaron en ese momento a dos generales españoles vestidos de civil que conversaban con sendas copas de vino en la mano sentados en un extremo de la biblioteca. Después de los saludos, uno de ellos se dirigió al embajador en perfecto inglés:
—Me alegro de que haya podido venir, señor vizconde.
—Procuro acudir siempre a las recepciones de los banqueros. Como sabe mi familia se ha dedicado a las finanzas sin interrupción desde Cromwell hasta que mi amado padre decidió romper la tradición, y creo que seguimos teniendo apego por esa noble ocupación. ¿Y qué tal las cosas por Barcelona, general?
El embajador inglés sabía perfectamente que el Capitán General de Cataluña, la persona que había propuesto el nombre de Francisco Franco en la reunión de Salamanca en la que fue encumbrado a la Jefatura del Estado, se había convertido en una de las voces más críticas con el Régimen y estaba en profundo desacuerdo con la evolución de los acontecimientos en España desde el final de la guerra.
—La situación está muy tensa, muy tensa. Las fábricas no pueden trabajar por falta de energía eléctrica y carencia de materias primas básicas; pero, para su tranquilidad, querido embajador, puede informar que tenemos muy bien vigilada la frontera. Le aseguro que si los alemanes deciden pasar será cruzando por Irún y no por Gerona.
María Hoyos, después de dejar a lady Maud acompañando a la señora Weddell, se había incorporado al corro donde estaban