Cinco miradas sobre la novela histórica
Por Pedro Godoy, Javier Negrete, Antonio Penadés y
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Los tres primeros autores citados nos ofrecen textos inéditos, mientras que de los segundos recopilamos dos artículos y dos ensayos descatalogados, respectivamente, que por su interés, pensamos, merecen ser recuperados.
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Cinco miradas sobre la novela histórica - Pedro Godoy
CINCO MIRADAS SOBRE
LA NOVELA HISTÓRICA
VVAA
evohe didaska.jpgCAVILACIONES Y MORTIFICACIONES DE UN
ATRIBULADO LECTOR
Pedro Godoy
1
Soy un sufrido lector de novelas históricas. Tal vez debiera añadir «y de otras cosas», porque cuando alguien confiesa su afición a un género narrativo, el interlocutor cultivado que no comparte sus gustos suele arquear las cejas y mirar de arriba abajo al asombroso ejemplar que tiene delante; después frunce el ceño, los labios y el rostro todo; se debate luego entre la aversión y la misericordia; y adopta finalmente una grotesca mueca que trasluce sus temores: cree estar frente al mismísimo Alonso Quijano, poseído, con los ojos desorbitados y cuajados en sangre de tanto castigar la vista y, sobre todo, de tanto perder miserablemente el tiempo con novelas aburridísimas e interminables, hueras e insulsas, como si Christian Jacq hubiese alumbrado a todas las criaturas del género. Por eso, y para desbaratar prejuicios y deshacer entuertos, vaya por delante que también disfruto leyendo otras novelas —tengan o no apellidos genéricos— que nada o muy poco comparten con las «históricas»; y poemas, y dramas, y ensayos... y otros muchos géneros que también pláceme leer, dependiendo de la ocasión y del momento. Soy, como digo, un lector de novela histórica «y de otras cosas», y no el tonto del pueblo al que siempre da por lo mismo.
Naturalmente, me encantan las librerías. Cuando estoy cerca de alguna, ésta ejerce sobre mí una atracción gravitatoria cuya magnitud ninguna relación guarda, por supuesto, con asuntos tan ordinarios y prosaicos como mi crónica falta de liquidez o mi penosa solvencia financiera. La atracción, en cualquier caso, es irresistible, y el destino, inexorable. Y allá que voy, de excursión al paraíso. Pero cuando franqueo la entrada, el rito vuelve indefectiblemente a repetirse, una y otra vez, en la noria sagrada del tiempo: mis pies decláranse independientes; y, aunque yo intento otear el horizonte, creyéndome dueño de mi voluntad y mis impulsos, ellos me conducen sin remedio, en un decir Jesús, a algún rótulo donde leerse pueda «Narrativa Histórica. Novedades» o algo parecido. En ese preciso instante, mi adrenalina se dispara y mi pulso se desboca, porque ha llegado la Hora de la Verdad. Y entonces, justo entonces, cuando la boca se hace agua y uno se relame de gusto… ese rincón del paraíso deviene en purgatorio y empieza la vía dolorosa para alguien como yo, que ya definí al principio como un «sufrido» lector de novela histórica. Sufrido, paciente, resignado, estoico e incluso heroico, como muchos otros aficionados al género. Porque hay que ser un santo Job cualquiera para iniciar ese desolador viaje que supone la búsqueda, infructuosa casi siempre, de algún título interesante que, por obra y gracia de los hados o por enajenación mental transitoria de algún editor, haya podido extraviarse entre las montañas de enigmas, misterios, conjuras y conspiraciones de todo orden que pueblan las secciones de novedades de narrativa histórica. Por supuesto, no descubro nada nuevo, porque este es un mal endémico que venimos padeciendo los aficionados al género desde hace decenios, si bien rebrotó con ímpetu tras el éxito, tan arrollador como sorprendente, de la excelente novela de Eco, El nombre de la rosa; una renovada epidemia cuyos primeros síntomas asomaron en los mil émulos que le nacieron al intuitivo franciscano (de la mano de Lindsey Davis, Paul Doherty —o Paul Harding, a gusto del consumidor—, Steven Saylor, Alys Clare, Margaret Doody y otro buen rosario de nombres) y que se ha propagado después, con desatada virulencia, desde la publicación del mediocre y torticero relato —de cuyo nombre no quiero acordarme—, de un escritor que, más que al «marrón» o al «castaño», debiera asociarse al gris o al negro.
Pero aunque no constituya novedad, conviene ilustrar, con esclarecedores ejemplos, ese sentimiento de impotencia que nos recorre el espinazo, ese vínculo espiritual que, a través del éter, nos une indisolublemente a todos los aficionados, o al menos, a todos los que estamos hasta salva sea la parte de los mismos opúsculos con distintos collares. Los títulos siguientes proceden de una muestra estadística obtenida experimentalmente en las librerías de una capital de provincia durante las últimas semanas, con un margen de error de más menos tres por ciento: El complot de María Magdalena, El secreto de la abadía, La cripta de los templarios herejes, Los caballeros de Salomón, El último secreto templario, El signo de Salomón, El código Cluny, El enigma Vivaldi, La profecía del laurel: el secreto del último cátaro, El enigma de Monserrat, Los custodios del testamento, La conjura de Córdoba, La clave Gaudí, La biblia del diablo, La conspiración del Vaticano, El enigma Constantina, El Códice 632, La profecía del Louvre… y así hasta el infinito. El elenco es, cuando menos…, estimulante. Estimula el ahorro, la vida familiar, la práctica del deporte… Y mucho más cuando uno, por mor de una debilidad pasajera aunque lastimosa, sucumbe a la curiosidad y se aproxima a leer la escueta reseña argumental que ofrecen los editores en las contraportadas. Un ejemplo es suficiente:
A lo largo de un complejo entramado de acción trepidante, historia verificada y enigmas por resolver, Sandra Rialc i Codony se irá sintiendo progresivamente parte integrante de un fascinante rompecabezas histórico-religioso cuyas piezas componen un mosaico coherente que nos habla de Evangelios canónicos y Evangelios gnósticos, de viejos y nuevos templarios, de santos venerados y reyes ambiciosos, de herejes cátaros y papas intrigantes, de órdenes secretas de ayer y de hoy y de la repentina irrupción en escena de la Alemania de Hitler en busca de uno de los tesoros más deseados de todos los tiempos.
Pertenece a El enigma de Monserrat y tenemos la enorme dicha y fortuna de saber que está escrita por un compatriota. Es un ejemplo antológico, porque no le falta un solo detalle. Están todos los arquetipos argumentales que se repiten una y otra vez hasta la náusea en esta clase de engendros: templarios, cátaros, gnósticos, órdenes y hermandades secretas, misterios, enigmas, tesoros, nazis… Aunque, en honor a la verdad, habría que reconocer la ausencia de algunos socorridos personajes y objetos recurrentes que el autor habrá olvidado en esta ocasión o que, más probablemente, se reserve para «creaciones» posteriores: el Santo Grial, María Magdalena, los masones, Salomón y su Templo, los merovingios, Leonardo da Vinci… Y es que, aunque el autor se empecine en lo contrario, todos los tópicos manidos y todas las conspiraciones secretas vaticanas y todos los arcanos de la historia universal… no caben en la misma novela; esa es una proeza que no está al alcance de cualquiera.
Hay verdaderos especialistas en componer esta variante de pseudo-literatura, que son, al género que nos ocupa, lo que la pseudo-historia a la auténtica Historia. Una y otra, pseudo-literatura y pseudo-historia, comparten idénticos genes y se nutren de las mismas esencias, que, como el lector habrá adivinado, radican en lo esotérico, lo oculto, lo mistérico y lo enigmático. Beben ambas de la misma monserga ideológica: la conspiración universal (que incluye, cómo no, a los corruptos historiadores «oficiales») contra la humanidad completa. De hecho, los mismos autores suelen frecuentar ambos géneros (¿pseudo-géneros?), lo que, en cierto modo, evidencia la íntima conexión existente entre ellos. Un buen ejemplo sería la producción bibliográfica de Javier Sierra, un polifacético y consagrado escritor que tan pronto escribe una originalísima novela sobre los secretos templarios (Las puertas templarias) como un sesudo y fundamentado ensayo sobre los enigmas que se esconden, v. gr., tras las Meninas de Velázquez (La ruta prohibida y otros enigmas de la historia). Un autor, cuya filosofía se condensa en pocas palabras:
… es imposible comprender la Historia —con mayúscula— sin detenerse en las páginas mágicas, místicas, ocultistas y herméticas que «escribieron» grandes personajes del pasado.
Pero, con todo, para el habitual lector de novela histórica, lo frustrante no es la eclosión editorial de esta clase de «narrativa»: allá cada cual con sus vicios inconfesables. Lo que de verdad le revuelve el estómago es comprobar una y otra vez cómo toda esa excelsa literatura acaba llegando, precisamente, a las secciones de novela histórica de las librerías, como manzanas podridas que se arrojan al cesto de las sanas, infectando de gusanos a los hermosos frutos del género como Restauración (1989) de Rose Tremain, El rey de hierro (1955) de Maurice Druon, Elena (1960) de Evelyn Waugh, Los restos del día (1989) de Kazuo Ishiguro o El perfume (1985) de Patrick Süskind, por citar un puñado de buenos títulos que quedan en la memoria.
2
No solo el espécimen contagioso de la «pseudo-novela-histórica» infecta las secciones de novedades de ese género devaluado que, pese a todo, algunos seguimos frecuentando y cultivando. Comparten tan distinguido honor otros agentes infecciosos que, aunque no parecen tan dañinos, suelen poner a prueba la salud física y mental del aficionado. Entre ellos, destaca, por supuesto, el «mamotreto». Es esta una especialidad que se propone la purificación del alma del lector a través del aburrimiento. Y a ella suelen rendir culto dos clases de autores —hechas, claro está, cuantas excepciones sean pertinentes—: los historiadores frustrados y los profesionales de la Historia. Los primeros son realmente peligrosos, porque una sola de sus obras puede arrancar de cuajo la incipiente afición al género de un lector novel y servir además —y con razón— de casus belli y exemplus perpetuum al servicio de los más combativos críticos del género. Este tipo de autores confunde la narrativa histórica con la enciclopedia británica. O mejor, en los tiempos que corren, con la wikipedia universal, fuente inagotable de sabiduría y conocimientos. Para ellos, un relato histórico es algo así como un aluvión de información; y escribir es sepultar bajo montañas de datos rebuscados, deslavazados, inútiles y sobre todo aburridos, un argumento insulso que sirve de pretexto para que el autor pueda «lucir» su erudición ante los lectores, infligiéndoles con ello un severo castigo que mueve a compasión. Son relatos plagados de enriquecedoras digresiones en las que el omnisciente narrador combate con ahínco la supina ignorancia del lector, ilustrándolo sobre la poliorcética magiar durante el reinado de Kolomán I o los peinados de moda entre las damiselas de la corte de Canuto el Grande. Pero lo peor llega cuando el empleo del excurso como método de tortura resulta ya demasiado cruel incluso a los ojos del escritor; entonces aparecen esos fluidos diálogos tan naturales y espontáneos en los que se suceden escuetas preguntas e interminables respuestas de cuatro páginas. Ello explica por qué en ese tipo de relatos siempre aparece algún niño, extranjero, ignorante o simple bobo cuyo papel consiste en preguntar y, frente a su figura, la de algún docto, versado, curtido o baqueteado personaje dispuesto siempre a ilustrar la ignorancia de sus congéneres por encargo explícito de su creador, que necesita descansar de sus clases magistrales. En la más reciente novela de una periodista española, una madre anuncia a sus dos hijas:
Hoy os hablaré del origen de vuestros nombres, que honran en vosotras la memoria de grandes soberanas de nuestra cristiandad.
Y el lector ya puede imaginar lo que sigue: en este caso, la historia del Reino Visigodo de Toledo en versos alejandrinos. Ante semejantes derroches de sabiduría y erudición, el lector se pregunta en qué categoría de las mencionadas (¿niño?, ¿extranjero?, ¿ignorante?, ¿bobo?) le estará incluyendo el autor pero, sobre todo, qué habrá movido a este a pensar que un lector de narrativa pueda estar interesado en leer un mal refrito de historia, muy al estilo de los trabajitos escolares, ofreciendo como ofrece el mercado editorial tan abundantes y notorias monografías históricas. Las palabras de Alfredo Lara López, director literario de la colección Valdemar Histórica —excelente editorial y colección que otras debieran imitar— en la presentación de El hombre de la plata (2000), una interesante novela de León Arsenal, expresan esa misma idea que estoy seguro de que muchos lectores comparten:
La prudencia aconseja huir de estas mamotréticas obras de ficción que aspiran a resucitar toda una cultura en un solo libro. En estos casos, el viejo proverbio que reza: «El secreto de aburrir es contarlo todo», suele cobrar pleno significado.
3
Con los profesionales de la Historia, la realidad es más heterogénea y el problema más complejo. Para empezar, puede enunciarse una norma general (que también, como todas, admite excepciones): el historiador desprecia el relato histórico, como también le ocurre al crítico literario o al escritor «realista». Ambos —historiador y crítico— lo consideran parte de un «género popular», que es como llamarlo un pasatiempo para imbéciles o ignorantes pero con exquisita cortesía. Y es que la novela histórica es una criatura maldita desde la cuna por su naturaleza híbrida, mestiza; los historiadores ven en ella un frívolo entretenimiento, engañoso e incluso embaucador; los críticos, un mero ejercicio de impostación, artificial y mediocre. Aquellos ven en el «novelista histórico» a un intruso, a un prestidigitador o a un «cuentista» al que hay que desenmascarar cuanto antes; los críticos, a un cronista o un «erudito», pero jamás a un «creador», cuya imaginación nunca puede