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La memoria sagrada
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Libro electrónico485 páginas6 horas

La memoria sagrada

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La memoria sagrada es la puerta abierta a la vivencia del alma, término que equivale a la conciencia despierta que observa la Realidad a través de la mente iluminada. Tomando como referencia una talla del siglo xv, conservada en el monasterio de Santo Domingo de Silos, en este libro se expone el itinerario que conduce desde la conciencia condicionada por una mente no iluminada, hasta la conciencia libre de ese condicionamiento, la conciencia despierta o búdica. La descripción de ese recorrido iniciático permite establecer la unidad primordial de todas las corrientes de espiritualidad, especialmente las que tienen como referencia a las figuras de Buda y Jesús, los mayores exponentes de esas formas de energía espiritual a las que llamamos sabiduría y amor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 oct 2014
ISBN9788415523710
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    La memoria sagrada - Juan Luis Llácer

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    La memoria sagrada es la puerta abierta a la vivencia del alma, término que equivale a la conciencia despierta que observa la Realidad a través de la mente iluminada. Tomando como referencia una talla del siglo xv, conservada en el monasterio de Santo Domingo de Silos, en este libro se expone el itinerario que conduce desde la conciencia condicionada por una mente no iluminada, hasta la conciencia libre de ese condicionamiento, la conciencia despierta o búdica. La descripción de ese recorrido iniciático permite establecer la unidad primordial de todas las corrientes de espiritualidad, especialmente las que tienen como referencia a las figuras de Buda y Jesús, los mayores exponentes de esas formas de energía espiritual a las que llamamos sabiduría y amor.

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    La memoria sagrada

    Juan Luis Llácer

    www.ushuaiaediciones.es

    La memoria sagrada

    © 2014, Juan Luis Llácer

    © 2014, Ushuaia Ediciones

    EDIPRO, S.C.P.

    Carretera de Rocafort 113

    43427 Conesa

    [email protected]

    ISBN edición ebook: 978-84-15523-71-0

    ISBN edición papel: 978-84-15523-70-3

    Primera edición: marzo de 2014

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: © Nikuwka/Shutterstock.com

    Todos los derechos reservados.

    www.ushuaiaediciones.es

    1. RECORDAR EL PRESENTE

    La Virgen de la Manzana

    En el monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos se conserva una talla de madera policromada de mediados del siglo xv, conocida como la Virgen de la Manzana, denominación que viene dada por el hecho de que la Virgen está ofreciendo al Niño una fruta de esa naturaleza. A su vez, el Niño está realizando un gesto con su mano derecha, señalando a su madre con los dedos índice y pulgar extendidos, y en cuya ejecución el artista anónimo parece haber puesto especial cuidado.

    Vista tan solo en su apariencia formal, nada hay de extraordinario en esta amable y graciosa talla, de la que emana una atmósfera de sencilla e inmediata felicidad. Sin embargo, la Virgen de la Manzana pertenece de lleno a una época impregnada de misticismo, en la que el arte religioso prescindía de todo elemento ornamental superfluo, estando íntegramente dedicado a sugerir en el ánimo de quien lo contemplaba un sentimiento de emoción creadora análogo al que presidió su elaboración material.

    Además, el arte religioso estaba unido a una concepción de la existencia y de la vida fundamentada en un orden divino, que podía salir al encuentro del ser humano cuando este hacía el necesario esfuerzo o ascesis para apropiárselo. Por ello, solo alguien imbuido de ese espíritu estaba en condiciones de ejecutar su obra con la intención de sugerir alguna verdad de tipo sagrado, oculta para la mirada profana. La talla a la que nos hemos referido tiene una cualidad que comparte con otras muchas obras de arte tenidas como menores, incluso con algunas creaciones elementales que no entrarían nunca dentro de la categoría de obras de arte, mayores o menores, como ciertos dibujos realizados por los niños. La cualidad a que nos referimos puede ser denominada sabiduría oculta espontánea.

    La espontaneidad creadora de formas, gestos o comportamientos artísticos en estado puro requiere un cierto estado de ánimo que el verdadero artista creador y el niño comparten con mucha frecuencia, de manera análoga al modo de compartir que se da entre dos notas iguales pertenecientes a octavas diferentes. Existe una especie de resonancia provocada por la similitud de vibraciones entre quienes son capaces de plasmar u objetivar lo que, al contemplarlo, nos depara la vivencia de la belleza que complace, al tiempo que estimula y sugiere.

    Si consideramos atentamente la palabra «inspiración», veremos que tal vez en ella se encuentre la clave para comprender ese estado anímico. Estar inspirado es, en realidad, otra forma de decir «estar ascendido» o «estar elevado». Cuando, al respirar, inspiramos aire, lo elevamos literalmente a través de las fosas nasales. Leemos en el Génesis (2, 7), que el Creador modeló al hombre a partir del barro primordial o adamah, y luego le dotó de vida insuflándole aliento vital en las mismas fosas nasales por las que penetra el aire que inspiramos y que necesitamos para vivir. Solo entonces, el hombre hecho de polvo del suelo se convirtió en un nefesh jaya, un alma viviente.

    Cuando digo «estoy inspirado» estoy diciendo «estoy ascendido». No soy yo quien me asciendo a mí mismo, sino algo innominado que me atrae, que tira de mí, que me eleva hacia otro nivel de más claridad e intensidad vital. Si es un hecho cierto y verídico, y no una mera frase retórica, que el hombre está constituido a imagen y semejanza de la divinidad, como afirma el versículo 26 del primer capítulo del Génesis, en él ha de existir una presencia divina que sea al mismo tiempo su verdadera identidad. Además, esa presencia ha de ser también la responsable última de todo movimiento de elevación o inspiración hacia las alturas en las que ella mora. La inmanente divinidad microcósmica que el ser humano es en su esencia participa de la misma vida y del mismo aliento vital mediante el que la divinidad macrocósmica le despertó a la vida y a la existencia.

    Las musas y la memoria sagrada

    No es posible la creación artística verdaderamente elevada si el instante inicial que preside y origina la actividad creadora no ha tenido lugar en un momento de inspiración. Hubo un tiempo en el que quien se disponía a emprender una tarea artística, ya sea literaria, musical o de cualquier otra índole, invocaba a las musas como necesario requisito previo para poder culminar su empresa con éxito, para conseguir plasmar en su obra la presencia de la fuente superior y elevada que la motivó. Pero ¿quién o qué son, realmente, las musas?

    Según Hesíodo, las musas son el fruto de la unión de Zeus con Mnemosine, quien durante nueve noches consecutivas recibió la visita del padre de los dioses. Los nueve frutos de esas sucesivas hierogamias o uniones sagradas constituyen las nueve musas. Este es el relato mítico simplificado y resumido al máximo. Pero veamos ahora el argumento oculto del relato.

    La palabra griega Mnemosine, el nombre de la madre de las nueve musas, tiene la misma raíz que la palabra mneme, que significa «memoria». Mnemosine es una diosa de la memoria. Pero hablamos aquí de dioses y diosas, es decir, hablamos en un contexto mítico, sagrado, mistérico e iniciático. En ese contexto, el relato y la narración constituyen un velo tendido sobre un mundo subyacente de significados, que otorga una nueva perspectiva y profundidad a la línea argumental externa o exotérica. Por consiguiente, las musas son las hijas de una forma de memoria sagrada, diferente de la memoria profana que nos hace recordar lo que hicimos hace una hora, ayer o el año pasado. Ahora bien, ¿qué es la memoria sagrada?

    Platón, iniciado en los misterios e imbuido de la misma sabiduría que estaba presente en las escuelas órfica y pitagórica, llamó «anamnesis», generalmente traducido como «reminiscencia», al recuerdo que el alma encarnada en la materia, y en estado de amnesia debido a esa condición, tiene de su elevado origen en el mundo espiritual. La anamnesis es, literalmente, la memoria que asciende desde el mundo material al mundo espiritual, lo que implica la negación de la amnesia. De este recuerdo trascendente puede derivarse su despertar y la recuperación de la memoria que llamamos sagrada. Antes de iniciar su descenso al mundo material, las almas bebían las aguas del río Leteo, que les ocasionaban la pérdida de la memoria de su fuente espiritual. Una vez encarnadas, las almas han de despertar a la verdad, o aletheia, respecto de sí mismas.

    La palabra aletheia (ἀλἡθεια), «verdad», tiene como significado literal a-letheia, «la negación del olvido». En griego, olvido es lethe, λήθη, el nombre del río Leteo, «el río del olvido». La negación del olvido equivale a la negación de la amnesia, o la recuperación de la memoria. El recuerdo trascendente al modo platónico nos despierta a la verdad más importante que nos concierne, pues es entonces cuando recuperamos nuestra identidad real. Todo ser humano tiene sus musas, el depósito de energía espiritual que constituye la garantía de que en el transcurso de su evolución emergerá en su conciencia el recuerdo intemporal de su verdadera identidad. Esa energía es patrimonio del alma, y constituye el verdadero tesoro en los cielos, más valioso que cualquier acumulación de riqueza material en grado infinito, es decir, de acuerdo a un criterio de valoración cualitativamente diferente de los criterios finitos que sirven para evaluar las riquezas de este mundo.

    Tomémonos de nuevo en serio la hipótesis de partida de que la divinidad macrocósmica hizo al hombre a Su imagen y semejanza, constituyéndolo así en un auténtico microcosmos en el que lo divino también está presente. Esa presencia divina es, de hecho, el ser esencial de todo ser humano sin excepción, su identidad real. Admitamos que la condición existencial del ser humano que nace y muere, y que se encuentra por consiguiente sujeto a la tentación de identificarse a sí mismo, a su yo consciente, con la naturaleza mortal de su cuerpo, puede ser adecuadamente descrita como de «amnesia de su naturaleza divina».

    La acción de invocar a las musas es entonces una operación que cobra un nuevo sentido, nada protocolario o formal. Invocar a las musas es un acto ceremonial interno por el que demandamos la recuperación de la memoria de nuestro ser real. No es un intento de recordar algo que ocurrió en un momento anterior, en el tiempo profano de los acontecimientos mundanos, sino la demanda de penetrar en la intemporalidad del tiempo sagrado, el cual es un no-tiempo en relación al tiempo que miden los relojes y que representamos en los calendarios.

    Quien invoca a las musas, las hijas de la memoria sagrada, está reconociendo implícitamente el estado caído de su naturaleza y de su condición existencial. Necesita elevarse, ascender, ser inspirado por ellas para recuperar como experiencia viva y directa lo que en el mundo de la experiencia profana es, en el mejor de los casos, un ardiente deseo orientado hacia lo alto, una aspiración. Quien aspira de esa manera puede ser inspirado y elevado hasta la morada de su propia divinidad, de su ser real, el que vive fuera del tiempo terrenal y lineal en el que es posible, e inevitable, olvidar y morir.

    El mismo Hesíodo nos informa también que Mnemosine, la memoria sagrada que nos libera de la amnesia en relación a nuestro verdadero origen y naturaleza, es una diosa-montaña. Recordar, en el sentido implícito en la ceremonia invocadora de las musas, equivale por lo tanto a iniciar el ascenso a esa montaña interior en cuya cumbre puede tener lugar la teofanía, la manifestación de la divinidad que somos y que nunca podemos dejar de ser, aunque vivamos en el olvido respecto a ella. Pero ¿es posible vivir verdaderamente cuando uno vive sin acordarse de quién es en realidad? Una vida vivida de esa manera, en la ignorancia de nuestra identidad esencial, es más bien una vida mortecina, otra forma de estar dormidos, de estar sometidos al poder generador de somnolencia espiritual de Hipnos, la personificación mítica del sueño y hermano gemelo de Tánatos, la muerte.

    En brazos de Morfeo

    En perfecta congruencia con la lógica presente en las filiaciones y parentescos míticos, Hipnos, el sueño, tiene un hijo adecuadamente llamado Morfeo, literalmente «la forma». Decimos coloquialmente «estar en brazos de Morfeo» cuando queremos aludir a la condición de estar dormidos. Pero en su lectura más precisa, estar en brazos de Morfeo significa estar y vivir bajo la influencia soporífera que es inherente al hecho de estar encarnados o incorporados a una forma, a un cuerpo.

    Al nacer, entramos en la existencia terrenal provistos de una forma material, inicialmente opaca y mala conductora para la irradiación luminosa del alma. Esto significa que el ser que nace se encamina hacia un tipo de vida que le provocará la amnesia total en relación a la condición en la que se encontraba antes de adoptar esa forma corporal, inductora de sueño, olvido y muerte. La situación se asemeja significativamente a la que se produce en el instante inmediatamente posterior al momento del despertar. El recuerdo de los sueños tenidos durante la noche se desvanece cuando tomamos conciencia de la presencia del mundo exterior y recuperamos el estado de conciencia supuestamente despierta. Sin embargo, los niños conservan, por lo general, una cierta reminiscencia platónica en relación al estado anterior a los de la concepción y nacimiento de su cuerpo, en el que sí estaban despiertos. Por ello, espontáneamente, transmiten y escenifican un algo genuinamente misterioso, inaprensible y seductor, en el que está presente el aroma de ese estado intemporal e inmemorial al que se transporta, o es transportado por las musas, el artista inspirado.

    Para dejar de vivir mortecinamente y vivir en plenitud, para despertar completamente y liberarnos de los brazos soporíferos de Morfeo, es necesario morir también en plenitud. Cuando morimos, no morimos del todo, y es esa supervivencia, también parcial e imperfecta, la que nos trae de nuevo a la existencia mortecina y somnolienta bajo otra forma, otra máscara, otra personalidad. Tan solo la muerte total y completa, la muerte mística e iniciática, nos despeja el camino que conduce a la Vida.

    En ese ciclo que va del nacer al morir para volver a nacer rumbo a una nueva muerte hay un punto de inflexión, un instante de retorno, un momento de recordación trascendente. Es como un volverse niño de nuevo, una recuperación de la infancia sagrada que nos conduce a la plenitud de la Vida. Está escrito (Mateo 18,3): «A menos que os hagáis como niños, no podréis entrar en el Reino de los Cielos».

    2. EL NACIMIENTO DE LA CONCIENCIA CRÍSTICA

    El nacimiento que vence a la muerte

    Situado en su propio contexto simbólico y místico, la expresión «El nacimiento del niño Jesús» era considerada como la alusión a un misterio que había ocurrido históricamente en un determinado momento, marcando el antes y el después de la historia de la humanidad. Pero tal acontecimiento tenía igualmente un significado intrahistórico, que podía y debía hacerse realidad en la historia personal de cada ser humano, en la medida en que este llevara a efecto una vida de «imitación» de Cristo.

    Sin embargo, imitar a Cristo nunca significó, en el medio en que tal expresión fue acuñada, la obediencia formal a los preceptos y dogmas que la naciente Iglesia cristiana iba elaborando concilio tras concilio, sino un tipo de obediencia superior y de lealtad a una instancia interior, que está perfectamente expresada en las palabras «Cristo en ti esperanza es de gloria» (Colosenses 1, 27).

    Establezcamos ahora la convención terminológica de llamar «alma» a la conciencia perfecta, o la conciencia espiritualmente despierta, íntegra y completa, capaz de observar y conocer la Realidad tal cual es. Convengamos también en llamar a esa conciencia el Cristo o el Buddha internos, pues el término sánscrito Buddha significa «el Despierto». Resulta entonces que el nacimiento del Niño, o la Natividad, tiene exactamente el valor de un segundo nacimiento, por el cual lo sagrado se hace presente en la historia, hasta entonces profana, de quien ha experimentado esa transformación iniciática. Es un nacimiento que tiene la virtud de derrotar definitivamente a la muerte. Con ese nacimiento se inaugura el periodo sagrado de toda historia personal, que culminará con la extinción definitiva e irreversible de esa historia, o lo que es lo mismo, la entrada en la vida eterna, entendiendo esa expresión en clave mistérica e iniciática y no teológico-dogmática.

    No hay pasaje más revelador, dentro de las Escrituras cristianas, del significado profundo del segundo nacimiento, que la entrevista de Jesús con Nicodemo (Juan 3, 1-21), la cual, respetando su probable historicidad, tiene igualmente un valor mítico, universal por lo tanto, y similar al diálogo entre Krishna y Arjuna, que constituye el núcleo central de un genuino relato mítico-filosófico, el Bhagavad Gita.

    Nicodemo inicia su entrevista dirigiéndose a Jesús como Rabbí, es decir, «mi Maestro», junto con el reconocimiento de su procedencia divina. A estas palabras, el Maestro responde con una declaración que sitúa todo el diálogo posterior en su contexto adecuado: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios».

    Nicodemo, el hombre profano que se encuentra, como Arjuna, en el umbral de su transformación en el hombre sagrado o iniciado en los misterios, traslada las palabras del Maestro a un plano natural en el que el nacimiento antes aludido es una imposibilidad: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?». Nicodemo aún no ha comprendido que Jesús le habla de un misterio, de un nacimiento sobrenatural o de lo alto. Por ello insiste: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios». Esta declaración participa del mismo espíritu que esta otra (Lucas 18, 16-17): «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis; porque de los que son como estos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño no entrará en él».

    La pobreza de espíritu

    Los que son como niños son aquellos que acaban de nacer a la vida del espíritu a través del segundo nacimiento, un nacimiento iniciático que inaugura un nuevo periodo de crecimiento según el orden sobrenatural. De manera significativa, al episodio del encuentro de Jesús con los niños le sucede el de su encuentro con el joven rico, es decir, con alguien que ha crecido espiritualmente, de manera que ya no es un niño pero todavía no ha alcanzado la plena estatura del Cristo adulto, del alma en plena manifestación. Al joven rico aún le falta un requisito que cumplir: «Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres».

    Las posesiones y la riqueza del joven rico no son evaluables en dinero y bienes materiales, sino en experiencia acumulada a lo largo de toda su historia personal, que ha de ser dada a los pobres, es decir, a quienes no participan de esa riqueza espiritual, respecto de la cual hay que ser absolutamente desprendidos o pobres de espíritu. La pobreza de espíritu se opone por lo tanto a la riqueza material, su reflejo invertido en el mundo de los valores mundanos. Quien vive en la presencia del espíritu goza de la abundancia de los bienes del Reino. No desea nada porque lo tiene todo, es una fuente inagotable del agua viva que extingue definitivamente la sed de poseer y atrapar lo que es efímero por naturaleza.

    Hay otro matiz interesante en la expresión «pobreza de espíritu» que pone de manifiesto la sencilla, aunque profunda, lógica que preside la elaboración de una frase con intencionalidad sagrada. Quien es pobre en el orden material y terrenal desea, más que ninguna otra cosa, salir de ese estado miserable. La carencia de lo material engendra la sed o el deseo de poseerlo. Sin embargo, mientras no se sienta la carencia de lo espiritual con la misma intensidad que puede experimentarse la carencia de aquello que necesitamos para la supervivencia física, no llegaremos a ser pobres en el espíritu. La gran diferencia entre ambos tipos de carencia consiste en que la carencia de lo material solo puede remediarse buscando fuera de sí mismo lo que satisface las necesidades materiales. Por el contrario, la carencia de lo espiritual es siempre una ilusión engendrada por la falta de conocimiento de sí mismo. Quien quiera satisfacer esa carencia deberá eliminar todas las barreras que le impiden llegar al centro viviente de su ser, deberá buscar dentro de sí.

    La carencia de lo espiritual engendra un tipo de deseo, o sed, muy distinto al engendrado por la carencia de lo material. El encuentro de Jesús con la samaritana ejemplifica perfectamente esta diferencia. Por un lado está la sed recurrente y nunca saciada del todo, representada en el pozo al que acude la samaritana. Por otro, está la sed del agua de vida que representa Jesús, la conciencia crística, el alma. Llegar a sentir sed de esa agua que da la vida y elimina la muerte es equivalente a reconocerse pobre de espíritu. El deseo de quien reconoce su pobreza espiritual no es convertirse en rico de espíritu. La riqueza espiritual es radicalmente diferente de la riqueza material, pues en el ámbito del espíritu las nociones mundanas de pobreza y riqueza carecen de sentido. El destino final del pobre de espíritu es convertirse en distribuidor de los inagotables bienes y riquezas del Reino de los Cielos.

    El segundo nacimiento, el nacimiento según el espíritu, es el que otorga la ciudadanía de ese Reino, al que Jesús se refería cuando afirmó «mi Reino no es de este mundo». Ese nacimiento no se produce de acuerdo al orden natural, sino de acuerdo a otro Orden de rango mayor, al que cabe llamar de manera plenamente justificada sobrenatural, pues la conciencia es en sí misma un ente sobrenatural. El sello distintivo del evangelio, la Buena Nueva o el Buen Mensaje, es el Nacimiento según el Orden Divino que da lugar a la denominación «Emmanuel», o «Dios con nosotros».

    Emmanuel es el nombre genérico dado a todo aquel que ha pasado por el segundo nacimiento, en el cual lo sagrado y lo divino irrumpen en la historia, tanto en la historia colectiva del género humano como en la historia personal de cada uno de sus integrantes. Quien así nace es el alma, la conciencia propia de un Cristo, el hijo del Dios Viviente que va al encuentro del hijo del hombre para hacer de ambos Uno solo.

    La virginidad sagrada

    La apariencia formal de la talla de madera policromada a la que nos hemos referido en el capítulo anterior, la Virgen de la Manzana, puede ser interpretada como la exteriorización, en forma de diálogo gestual, de dos actitudes internas complementarias. La Virgen es quien ofrece el alimento sagrado, simbolizado en la manzana, que corresponde al nuevo estado del Niño, alguien que no pertenece al orden natural pero que ha entrado en él para conducirlo a su culminación sagrada o sobre-natural. A su vez, el Niño señala a su madre con su mano derecha, efectuando un gesto muy peculiar, que más adelante analizaremos en detalle. En ese gesto se sugiere un camino que se inicia con el nacimiento sagrado y que se consuma en el retorno del hijo a la casa del padre. La Virgen tampoco es una virgen según el orden natural, sino la condición de perfecta transparencia alcanzada por la máscara personal del alma, el hombre terrenal, para que a través de ella pueda manifestarse la Luz de la que habla el cuarto evangelio (Juan 3, 19): «La Luz ha venido al mundo, y amaron los hombres antes las tinieblas que la Luz».

    Esa Luz es el Cristo interno, el alma, el divino Varón al que alude María en la escena mítica de la Anunciación (Lucas 1, 34), formulando la pregunta, inevitable según el orden natural, después de que el emisario divino le anunciara su futura maternidad: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?».

    No conocer varón significa que quien así se expresa es virgen en un sentido mítico-sagrado, algo que no tiene absolutamente nada que ver con la ginecología. Reducir la virginidad de la Madre del Salvador a ese plano natural es, además de algo contra natura, una profanación de un misterio; de algo que ha sido, o será, un acontecimiento espiritual en la vida de todo ser humano. La Madre del Salvador, en su verdadera acepción mítica, no es una mujer que concibe milagrosamente por obra del Espíritu Santo al hijo de Dios, sino la condición sagrada del aspecto femenino de la entidad humana, la sensibilidad receptiva que radica en el aspecto cuerpo o forma, en la que el Alma-Cristo, el Varón del evangelio, puede nacer y manifestarse en el mundo terrenal.

    Considerado en su integridad espiritual, todo ser humano, ya sea hombre o mujer de acuerdo al sexo natural, es un ser andrógino en el que se unen la polaridad positiva o masculina (la conciencia), y la femenina o negativa (el cuerpo o forma que es su medio de expresión). La unión del cuerpo y la conciencia da lugar a sus propias criaturas, las obras de pensamiento, palabra y acción que determinan la dirección de la historia personal de cada ser humano. Para que esa dirección esté orientada hacia el segundo nacimiento, el nacimiento sobrenatural según el espíritu, en esa historia personal tiene que hacerse presente una cualidad análoga a la que la virginidad natural representa.

    En el orden natural, virgen es la mujer que no ha mantenido relación sexual con hombre alguno. En este sentido, toda virgen puede decir también de sí misma que no ha conocido varón. En el orden sobrenatural, sin embargo, la virginidad representa una condición integral del hombre terrenal de tal naturaleza que, por primera vez, ese hombre terrenal, el hijo del hombre puede entrar en directa e íntima relación fecunda con el hijo de Dios. Ese hombre celestial es el divino Varón concebido por mediación del espíritu y no de la carne.

    De acuerdo a la caracterización de las dos polaridades antes descritas, el divino Varón no es otro que la conciencia crística, el Cristo inmanente y presente en todo ser humano, ya sea, digámoslo una vez más, hombre o mujer según el orden natural. Para que la unión sagrada o hierogamia pueda tener lugar, la correspondiente polaridad femenina, la sensibilidad receptiva propia del aspecto forma o cuerpo, tiene que ser preservada de todo tipo de unión con su opuesto complementario, la conciencia creadora, volitiva y ejecutora, mientras ese opuesto y complementario no sea el esposo sagrado, el Cristo.

    De esa reiterada y sostenida renuncia a procrear cualquier criatura que signifique prolongar el encadenamiento a la existencia mundana y profana nace la condición de la sagrada viudedad, es decir, la condición según la cual la polaridad masculina terrenal, el esposo profano, ha muerto definitivamente. La muerte del esposo terrenal significa la extinción irreversible de un tipo de conciencia caracterizada por su inclinación a unirse e identificarse con las realidades fenoménicas y pasajeras, procreando así nuevos lazos y ataduras que la mantienen encadenada a una forma de existencia en la que lo sagrado y lo sobrenatural no tienen cabida, por carecer de una adecuada puerta de entrada a través de la cual manifestarse.

    Esa puerta está simbolizada en la figura denominada «el hijo de la viuda», expresión que designa a la conciencia consagrada enteramente a la esfera de valores y el modo de vida que representa el alma, la conciencia crística inmanente en todo ser humano. El hijo de la viuda es el tipo de conciencia que nace del repudio sagrado que el aspecto femenino o corporal del ente humano ejecuta en relación a todas las modalidades de conciencia orientadas a la errónea identificación con el mundo de las apariencias. El repudio sagrado es la actitud y la conducta que todo el que aspira a la unión e identificación con el alma ha de adoptar ante lo que es espiritualmente indeseable.

    Si continuamos el relato de acuerdo a la lógica inherente a una narración mítico-sagrada, la sagrada viuda se transforma en la sagrada virgen, la condición purificada del cuerpo humano considerado en su integridad o perfección. Esa condición es la que hace posible que en plena conciencia vigílica y cerebral se experimente la conciencia-luz del alma. Inmediatamente veremos que el aspecto más elevado del cuerpo humano íntegro es su aspecto mental, la mente, el sexto sentido o sentido interno.

    El segundo nacimiento ocurre cuando ese instante intemporal de participación consciente en la vida del alma inaugura, en el tiempo y en el espacio, el proceso iniciático que culminará en la total emancipación y superación del tiempo tal y como lo conocemos y experimentamos. Entonces tiene lugar la identificación entre la fuente de la Luz, el alma o la conciencia pura, y la receptora de la misma, su máscara terrenal. El hijo del hombre y el hijo de Dios se han hecho uno.

    3. LOS DOS POLOS DEL SER HUMANO: CONCIENCIA Y FORMA

    La mente es el sexto sentido

    Cuando las figuras del hombre y la mujer aparecen en un contexto escénico o narrativo elaborado con intencionalidad sagrada, es preciso aplicar un código interpretativo según el cual lo femenino encarna un aspecto del ser humano integral, mientras que lo masculino encarna el aspecto opuesto y complementario. Las reglas del álgebra de los símbolos son a la vez de naturaleza artística y científica. Con frecuencia, lo femenino se utiliza como soporte simbólico para representar los supremos valores de la belleza y la sabiduría, que el hombre, tanto masculino como femenino según la sexualidad natural, persigue y busca.

    Si aplicamos un criterio artístico al juego de la polaridad masculino-femenino, podemos imaginar que el alma es una princesa dormida o cautiva a la que es preciso despertar o liberar después de haber superado con éxito los obstáculos que impedían acceder al lugar sagrado y mágico en el que aguarda. Si el criterio se inclina más hacia lo científico, lo femenino está representado en la naturaleza corporal-sensorial del ser humano, donde se gestan y procesan las actividades que dan lugar a la experiencia consciente de lo percibido.

    El sistema sensorial integral de todo ser humano se compone de cinco sentidos externos y de un sentido interno, el sexto sentido o sentido común, pues gracias a él el usuario de ese sistema, el yo consciente, puede tener una experiencia unificada del conjunto de su vida sensorial, referida únicamente a él como unidad de conciencia, distinta y separada de otras unidades de conciencia. A ese sexto sentido le llamamos «mente».

    La conexión mente-cerebro-sentido visual me permite ver lo que ocurre fuera de mí, pero dentro de mi campo de percepción visual. Mediante el ojo interno de la mente, el sentido interno o psíquico, veo y experimento como sensaciones la respuesta de mi sustancia sensible psíquica, ya sea esta de naturaleza emocional o intelectual, a los impactos de los estímulos externos. Esta sustancia sensible, organizada como cuerpo o forma, es el polo femenino o negativo de mi condición humana.

    El polo positivo o masculino es el usuario del sistema sensorial, la vía de entrada de los agentes físicos que provocan el fenómeno psíquico de la sensación. Ese usuario es la conciencia, el yo, el experimentador de la información canalizada mediante el mecanismo sensorial. El polo negativo o femenino es la sustancia sensible al impacto de los agentes externos, y constituye el soporte objetivo del ente subjetivo, la conciencia.

    La conciencia y la forma

    A estos dos polos se les conoce en las filosofías de la India como nama-rupa, nombre-forma o conciencia-cuerpo. El nombre o nama es el opuesto complementario de la forma o rupa. En toda experiencia sensorial consciente intervienen estos dos elementos inseparables. Primero, el instrumento para obtener la información, tanto del espacio objetivo como del subjetivo. Este instrumento es el sistema sensorial integral propio de la entidad humana, tal y como ha sido descrito muy someramente. El sistema sensorial radica en el cuerpo objetivo o apariencia formal, entendiendo por tal una realidad más vasta que el cuerpo material tangible. El otro elemento es la conciencia, la observadora y experimentadora de su quíntuple campo sensorial externo, además del sexto campo interno, su espacio privado o subjetividad.

    En la iconografía nacida, con intención pedagógica, de la atmósfera espiritual propia de las escuelas de Misterios, la escena de una mujer dando de comer y de beber a un hombre sentado a la mesa representa la experiencia sensorial que todo ser humano tiene del mundo en el que discurre su historia personal. La mujer representa el sistema sensorial humano que facilita el alimento a la conciencia, la cual se encuentra sentada a la mesa, pues es la receptora pasiva de la información canalizada a través de los sentidos, los cinco externos y el sexto sentido interno, la mente¹.

    Obtenemos información sobre lo que acontece en el mundo exterior gracias a los cinco sentidos tradicionales: oído, tacto, vista, gusto y olfato. Cada una de estas vías sensoriales está conectada con una determinada área del cerebro, el cual, como un todo integrado, está en conexión con esa entidad de naturaleza no física que llamamos «mente». La mente no es la conciencia o el yo, sino el órgano psíquico de percepción mediante el cual el yo consciente conoce o toma conciencia de lo que ocurre en su espacio subjetivo de naturaleza psíquica. A su vez, la mente, merced a su conexión con los sentidos externos a través del cerebro, permite que su usuario, el mismo yo consciente, conozca lo que acontece en el quíntuple campo sensorial asociado a esos cinco sentidos externos.

    La alternativa complementaria a la escena de la mujer que da de comer a un hombre sentado a la mesa la representa el icono clásico formado por una madre virgen con su hijo en brazos. Esta composición escultórica, que no es cristiana sino

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