Donde mejor canta un pájaro
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Basándose en una sugerente frase de Jean Cocteau, «un pájaro canta mejor en su árbol genealógico», Jodorowsky nos sumerge en un amenísimo relato, tan cómico y sorprendente como heroico y legendario, sobre la vida de sus antepasados, desde sus bisabuelos hasta sus padres. Esta reconstrucción narrativa de su árbol genealógico le sirve para bucear en el sentido de su propio ser y su propia vida, a través de una inmensa geografía: Ucrania, parís, Venecia, Chile o Argentina. «Todos los personajes, sitios y acontecimientos son reales», dice el autor. «Pero esta realidad es transformada y exaltada hasta llevarla al mito. Nuestro árbol genealógico por una parte es la trampa que limita nuestros pensamientos, emociones, deseos y nuestra vida material... y por otra parte es el tesoro que encierra la mayor parte de nuestros valores. Aparte de ser una novela, este libro es un trabajo que, si ha sido logrado, aspira a servir de ejemplo para que cada lector lo siga y transforme, a través del perdón, su memoria familiar en leyenda heroica.»
Alejandro Jodorowsky
Alejandro Jodorowsky is a playwright, filmmaker, composer, mime, psychotherapist, and author of many books on spirituality and tarot, and over thirty comic books and graphic novels. He has directed several films, including The Rainbow Thief and the cult classics El Topo and The Holy Mountain. He lives in France. In 2019, Alejandro Jodorowsky was cited as one of the "100 Most Spiritually Influential Living People in the World" according to Watkins Mind Body Spirit magazine.
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Alejandro Jodorowsky begins Where the Bird Sings Best with a quote from Jean Cocteau, "A bird sings best in its family tree." He uses this as the basis of a highly allegorical novel exploring themes of Jewish emigration and diaspora, the immigrant experience in late-19th century/early-20th century South America, the communist movement in the same, spirituality, and the meaning of life. Though he focuses on his ancestors, he uses them more to capture a spirit or convey a message than to accurate portray their lives' experiences. Late in the book, Jodorowsky writes, "I don't know if my memories of the time before my birth correspond to reality or if they are mere dreams. That doesn't matter. In any case, reality is the gradual transformation of dreams; there is no world but the world of dreams" (p. 243). This reflects the philosophy of his art.As a work of fiction, Jodorowsky's writing and themes resemble those of Jamaica Kincaid and Salman Rushdie, but with his own, unique spin on things. The publishers, Restless Books, label the novel "autobiography" because Jodorowsky uses his ancestors as characters and those expecting to learn more about the artist, author, filmmaker, and comic book creator will be disappointed since the book ends with his conception. On the other hand, those looking to enjoy his unique worldview and learn about how he perceives his own heritage will enjoy this work.
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Donde mejor canta un pájaro - Alejandro Jodorowsky
Índice
Cubierta
Cita
Prólogo
I Las raíces de mi padre
II Las raíces de mi madre
III El país más lejano
IV La pampa prometida
V Jaime y Sara Felicidad
Créditos
DONDE MEJOR CANTA UN PÁJARO
«Un pájaro canta mejor en su árbol genealógico.»
Jean Cocteau
Prólogo
Todos los personajes, sitios y acontecimientos (aunque a veces se altere el orden cronológico), son reales. Pero esta realidad es transformada y exaltada hasta llevarla al mito. Nuestro árbol genealógico por una parte es la trampa que limita nuestros pensamientos, emociones, deseos y vida material... y por otra es el tesoro que encierra la mayor parte de nuestros valores. Aparte de ser una novela, este libro es un trabajo que, si ha sido logrado, aspira a servir de ejemplo para que cada lector lo siga y transforme, a través del perdón, su memoria familiar en leyenda heroica.
Alejandro Jodorowsky
I
Las raíces de mi padre
En 1903, Teresa, mi abuela, la madre de mi padre, se enojó con Dios y también con todos los judíos de Dniepropetrovsk, en Ucrania, por seguir creyendo en Él a pesar de la mortífera crecida del río Dniéper. En la inundación pereció José, su hijo adorado. Cuando la casa comenzó a llenarse de agua, el muchacho empujó hacia el patio un armario y se trepó en él, pero el mueble no flotó porque estaba atiborrado con los 37 tratados del Talmud... Después del entierro, perseguida por su marido y cargando ella sola los hijos que le quedaban, cuatro pequeñuelos, Jaime y Benjamín, Lola y Fanny, fabricados más por deber que por pasión, invadió feroz la Sinagoga, interrumpió la lectura del capítulo 19 del Levítico, «Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles...», rugiendo: «¡Soy yo la que les voy a decir!», atravesó el área que le estaba prohibida por ser mujer, empujando a los hombres que, víctimas de un pavor infantil, ocultaron sus rostros barbados bajo los mantos de seda blanca, arrojó su peluca al suelo mostrando un cráneo mondo enrojecido por la ira y pegando su rostro áspero en el pergamino de la Tora, imprecó hacia las letras hebreas:
–¡Tus libros mienten! Dicen que salvaste al pueblo entero, que abriste el Mar Rojo con la misma facilidad que yo corto mis zanahorias y sin embargo no hiciste nada por mi pobre José... Si ninguna fue la culpa de ese inocente, ¿qué ejemplo quisiste darme? ¿Que tu poder no tiene límites? Lo sabía. ¿Que eres un misterio insondable, que yo debo probar mi fe aceptando resignada ese crimen? ¡Nunca! Eso está bien para los profetas de la talla de Abraham, ellos pueden levantar el cuchillo sobre la garganta de sus hijos, no una pobre mujer como yo. ¿Con qué derecho me exiges tanto? Respeté tus 613 mandamientos, pensé en ti sin cesar, nunca hice daño a nadie, le di un hogar santo a mi familia, cociné y limpié rezando, dejé que me raparan en tu Nombre, te amé más que a mis padres y tú, ingrato, ¿qué hiciste? Ante el poder de tu muerte mi niño fue como un gusano, una hormiga, un excremento de mosca. ¡No tienes piedad! ¡Eres un monstruo! ¡Creaste un pueblo elegido sólo para torturarlo! ¡Llevas siglos riéndote a costa de nosotros! ¡Basta! Te habla una madre que ha perdido la esperanza y por eso no te teme: ¡Te maldigo, te borro, te condeno al aburrimiento! ¡Sigue en tu Eternidad, haz y deshaz universos, habla y truena, yo ya no te oigo! ¡Es definitivo y para siempre: fuera de mi casa, sólo mereces mi desprecio! ¿Vas a castigarme? Que me llene de lepra, que me partan en trozos, que los perros se alimenten de mi carne, no me importa. La muerte de José ya me ha matado.
Nadie dijo nada. José no había sido la única víctima. Otros más acababan de enterrar familiares y amigos. Mi abuelo Alejandro, de quien heredé parte del nombre, porque la otra mitad me vino del padre de mi madre, que también se llamaba Alejandro, con cuidado infinito secó las lágrimas que brillaban como escarabajos transparentes sobre los caracteres hebreos, se inclinó muchas veces ante la asamblea; con el rostro granate masculló disculpas que nadie entendió y se llevó a Teresa tratando de ayudarla a cargar los cuatros niños, pero ella no quiso soltarlos y los apretó tan fuerte contra sus robustas tetas que éstos comenzaron a aullar. Sopló un viento huracanado, se abrieron las ventanas y un nubarrón negro llenó el templo. Eran todas las moscas de la región huyendo de una lluvia repentina.
Para Alejandro Levi (en esa época nuestra familia se llamaba Levi), la ruptura de su mujer con la Tradición fue sólo un golpe rudo más. Los golpes rudos formaban parte indisoluble de su ser: los había soportado estoicamente toda su vida, eran como un brazo, un órgano interno, una parte normal de la realidad. Aún no cumplía tres años cuando Piroshka, la sirvienta húngara, se volvió loca, vino al dormitorio donde dormía abrazado a Lea, su madre, y la asesinó a hachazos. Los chorros calientes tiñeron de rojo su cuerpecito desnudo. Cinco años más tarde un brote de odio, originado por la creencia de que los rabinos usaban sangre de niños cristianos para fabricar su pan ázimo, vertió por las calles de Ekaterinoslav un enjambre de cosacos ebrios que incendiaron la aldea, violaron mujeres y niños y apalearon a Jaime, su padre, porque no quiso escupir en el Libro, hasta convertirlo en un puré morado. Lo recogió la comunidad judía de Zlatopol, una entidad abstracta, ningún individuo. Le dieron una cama en la escuela religiosa. Allí le enseñaron dos cosas: ordeñar vacas (al alba) y rezar (el resto del día). Esos litros de leche matinal fueron el único olor a madre de su niñez y, para lograr caricias femeninas, enseñó a las rumiantes a lamerlo desnudo con sus grandes lenguas calientes...
Recitar los versículos en hebreo fue una tortura hasta que él y el Rebe se encontraron en el Entremundo... Sucedió así: Alejandro, de tanto balancearse canturreando frases que no entendía sintió que los pies se le congelaban, que la frente le hervía y que el estómago se le llenaba de un aire ácido. Le dio vergüenza respirar profundo con la boca abierta como pez fuera del agua y desmayarse delante de sus compañeros, que ellos sí comprendían los textos... a menos que sus expresiones de fe intensa fueran sólo una comedia para después obtener en premio una buena cena. Hizo un esfuerzo supremo y dejando su cuerpo en el balanceo, se salió de él para encontrarse en un tiempo que no transcurría, en un espacio no extenso. ¡Qué descubrimiento ese refugio! Allí podía vegetar en paz, no haciendo nada, sólo viviendo. Sintió intensamente lo que era pensar sin la amenaza constante de la carne, sin sus necesidades, sin sus múltiples miedos y cansancios; sin el desprecio o la piedad de los otros... Deseó nunca más regresar, quedarse allí en un éxtasis eterno.
Atravesando el muro de luz, un hombre vestido de negro como los rabinos pero con ojos orientales, piel amarilla y barba de largos pelos lacios, vino a flotar junto a él. «Tienes suerte muchachito», le dijo, «no te sucederá lo que a mí. Cuando yo descubrí el Entremundo no hubo nadie que viniera a aconsejarme. Me sentí tan bien como tú y decidí no volver. Grave error. Mi cuerpo, abandonado en un bosque, fue devorado por los osos y cuando tuve otra vez necesidad de los seres humanos me fue imposible regresar. Me vi condenado a vagar por los diez planos de la Creación sin tener derecho a estacionarme. Un triste pájaro errante... Si me dejas echar raíces en tu espíritu, volveré contigo. Y en agradecimiento podré aconsejarte –conozco de memoria la Tora y el Talmud– y nunca más estarás solo. ¿Quieres?».
¿Cómo ese niño huérfano no iba a querer? Sediento de amor, adoptó al Rebe... Era un caucasiano que exageró sus estudios cabalísticos y por buscar los sabios santos que, según el Zohar, viven en el otro mundo, se perdió en los laberintos del Tiempo. Allí, en esas soledades infinitas, él, ermitaño contumaz, aprendió a valorar la compañía de los seres humanos, comprendió a los perros siempre sedientos de la presencia del amo, descubrió que el otro es una forma de alimento, que el hombre sin el hombre perece de hambre espiritual.
Cuando volvió en sí, estaba tendido en una de las bancas de la escuela. Lo rodeaban el profesor y sus camaradas de clase, todos pálidos porque creían que estaba muerto. Parece ser que su corazón había dejado de latir. Le dieron un té dulce con limón y cantaron para celebrar el milagro de su resurrección. El Rebe, mientras tanto, danzaba en el local. Nadie, excepto mi abuelo, lo veía o podía oírlo. Era tal la alegría del desencarnado de estar otra vez entre judíos que, por primera vez, se apoderó del cuerpo de Alejandro y recitó con voz ronca, en hebreo, un salmo de gracias al Señor: «Tú nos has sido refugio de generación en generación...».
Se aterrorizaron. ¡El niño estaba poseído por un dibuk! ¡Había que sacarle ese diablo de las entrañas! El Rebe se dio cuenta de su error y de un brinco salió del cuerpo de mi abuelo. Pero por más que Alejandro protestó tratando de explicar que su amigo prometía no volver a entrar en su organismo, continuaron con la ceremonia del desembrujamiento. Lo frotaron con siete diferentes hierbas, le hicieron tragar una infusión de excremento de vaca, lo bañaron en el Dniéper cuyas aguas estaban a muchos grados bajo cero y después, para calentarlo, le dieron un baño de vapor azotándolo con ortigas.
A pesar de considerarlo curado siguieron sintiendo por él, durante cierto tiempo, una desconfianza supersticiosa, pero a medida que mi abuelo fue creciendo, se acostumbraron a la presencia de su compañero invisible y comenzaron a consultarlo, primero sobre interpretaciones talmúdicas, luego por las enfermedades de los animales y después, viendo el buen resultado, pasaron a confiarle los males humanos para terminar convirtiéndolo en juez de todos los conflictos. La aldea entera alabó la inteligencia y el saber del Rebe pero descuidó a Alejandro. Éste, de carácter tímido y esencialmente humilde, no sabía hacerse valer ni siquiera como intermediario. Invitaban a cenar al Rebe, no a él. Cuando entraba en la Sinagoga le preguntaban si el Rebe había venido, porque a veces el caucasiano desaparecía para visitar otras dimensiones donde conversaba con los espíritus santos. Si estaba acompañado, lo sentaban en la primera fila. Si no, nadie pensaba en hablarle u ofrecerle una silla.
El caucasiano había dicho que lo que más le gustaba era ver niños. Cuando venían a consultarlo, en la humilde pieza que Alejandro tenía junto al establo, los padres acarreaban a su prole, bañada, peinada y vestida como para el Sábado. Esta exhibición infantil era todo el pago que recibía. Nadie era capaz de traerle un pastel de manzanas, una marmita con pescado relleno, un poco de hígado picado. Nada. El existente era el Rebe y el hombre invisible, mi abuelo. Él, acostumbrado como estaba desde la cuna a no ser consentido, ni siquiera se ponía triste, tampoco alegre. Ordeñaba las vacas, rezaba y en las noches, antes de que el sueño lo tumbara, tenía largas discusiones con su amigo del Entremundo.
Un día, a las primeras luces del alba, se le acercó Teresa. Era pequeña pero de piernas robustas, senos imponentes, carácter de hierro. Clavó en él sus ojos oscuros, dos carbones glaciales navegando en ojeras de fiebre y le dijo: «Hace tiempo que te observo. Ya estoy en edad de tener hijos. Quiero que seas el padre. Soy huérfana como tú, pero no tan pobre. Vendrás a vivir en la casa que me legaron mis tías. Para alimentar a los niños vamos a organizar las consultaciones. Te pagarán a ti. El Rebe no necesita nada porque no existe. Es el producto de tu locura. ¡Sí, estás loco! Pero no importa, es hermoso lo que has inventado. Lo que crees que él vale, lo vales tú; ese conocimiento sólo viene de ti. Aprende a respetarte para que los otros te respeten. Nunca más hablarán con el fantasma. Te dirán su problema y tendrán que volver más tarde para escuchar la respuesta. Ya no te verán en trance conversando con alguien invisible. Yo fijaré los precios y no aceptaremos invitaciones a cenas interesadas. El Rebe se quedará en la casa. Jamás saldrá contigo a la calle y si no le gusta, que se vaya, si puede. Apenas se aleje de ti, se disolverá en la nada».
Y sin esperar una respuesta de Alejandro, lo besó en la boca, se tendió con él debajo de las tetas de las vacas y tomó para siempre posesión de su sexo. Él, después de lanzarle el alma dentro de su esperma, apretó las ubres para que los bañara una lluvia de leche caliente. Cuando se casaron, ella estaba embarazada de José. La comunidad aceptó las nuevas reglas del juego y nunca más faltó en la mesa familiar una sopa de gallina o unos fritos de papa o una coliflor fresca o un plato de avena... Diez meses después del nacimiento de José tuvieron dos mellizos. Al año siguiente, dos niñas.
En la corsetería, ante las vecinas, Teresa se vanagloriaba de vivir con un marido santo que nunca cesaba de rezar aun durante sus cinco horas de sueño; que comía, fuera el alimento que fuese, siempre con el mismo ritmo para poder mascar sin dejar de recitar los salmos, que se movía el mínimo para no interferir en la marcha del mundo, que cuando no rezaba sólo sabía decir una palabra: «Gracias».
¡Todo iba tan bien, y de pronto, la catástrofe! ¡José muerto! Un hijo extraordinario, bueno entre los buenos, obediente, fino, limpio, con una voz angelical para cantar en yiddish, con una belleza resplandeciente. Sí, su alegría natural iluminó las penas, fue un puñado de sal en la sopa insulsa de la vida, una lluvia de colores para el mundo gris... Cuando paseaba en la noche junto a los árboles, los pájaros dormidos se despertaban y comenzaban a trinar como si fuese el alba... Nació riendo, creció bendiciendo a cualquier persona que entrara en el campo de su mirada, nunca se quejó ni emitió una crítica, era el mejor alumno de la Yeshivah. ¿Por qué tenía que morir un sol?
Teresa se aferró con saña a su dolor. Olvidarlo se le antojaba una traición. Se negó a aceptar que el difunto estaba enterrado y lo mantuvo tragando agua lodosa, amoratado de asfixia, víctima incesante, cordero en agonía eterna, para así justificar su odio no sólo a Dios y a su comunidad, sino también al río, a las plantas, a los animales, a la tierra, a Rusia, a la humanidad entera... Le prohibió a mi abuelo seguir solucionando problemas ajenos y le exigió, bajo amenaza de suicidio, que nunca más le mencionara al Rebe.
Vendieron lo poco que tenían y se fueron a vivir a Odesa. Allí los acogió Fiera Seca, la hermana de Teresa, dos años menor. Su padre, mi bisabuelo, había estado casado tres veces y enviudado otras tantas. Todas sus mujeres morían en el primer parto, asimismo los niños que cuanto más duraban tres días en la cuna. Según las matronas, la Muerte estaba enamorada de él y por celos se llevaba a las esposas y sus frutos. Abraham Groismann era un hombre fuerte, alto, con una barba roja rizada y grandes ojos verdes. Vivía de la apicultura. Y si lo de la Muerte enamorada podía ser un cuento de curanderas supersticiosas, el amor de sus abejas, por el contrario, era un hecho evidente. Cuando iba a recoger la miel del centenar de casitas multicolores, los animales lo cubrían de pies a cabeza sin picarlo nunca, luego lo seguían como una nube dócil hasta el galpón donde embotellaba el delicioso jarabe y muchas noches, sobre todo durante los inviernos glaciales, venían a posarse en su cama para formar una colcha oscura, cálida y vibrante.
Raquel, la madre de Teresa, tenía trece años cuando parió en el cementerio. Las matronas la metieron dentro de una fosa y la taparon con siete sábanas para que la Muerte no viera el alumbramiento. Allí, en la tierra fresca, en medio de oscuras osamentas, lanzó mi abuela su primer gato, que rápidamente fue ahogado por un pezón fragante para conservar el esencial silencio: ¡la Muerte tenía mil orejas! Abraham, convencido de que una vez más iba a perder madre e hijo, preparó su corazón a la desgracia ahogando cualquier sentimiento. Que esos dos seres sobrevivieran no le produjo calor ni frío. Siguió sumergido en su mar de abejas, hablando con ellas en un universo inaccesible. Pero cuando Raquel, a los quince años, cayó otra vez encinta, la esperanza incendió su alma.
A pesar de que le advirtieron que la Dama Negra lo seguía adondequiera que fuera, tan fiel y amante como las abejas, se acercó al cementerio empujando a las señoras que sostenían los siete techos de sábana y miró hacia la fosa profunda. Vio salir del templo ensangrentado a la más hermosa de las niñas. Un viento extraño azotó las telas blancas y se las llevó hacia los montes como palomas inmensas. La madre comenzó a agonizar. «¡Insensato!», le gritaron, «¿por qué viniste? Has traído a tu feroz amante. Ya devora a la madre. Pronto será la hija». Vertieron sal y vinagre sobre la cabeza de la niña y la bautizaron con un nombre que asustara y disgustara a la Muerte, Fiera Seca. Luego la metieron dentro de una canasta tapándola con racimos de uva y se la llevaron a un sitio secreto, que el padre no debería conocer nunca, para ocultarla de la Enemiga. Fiera Seca tuvo que vivir prisionera en un granero hasta que a los trece años le bajaron las reglas. Terminada la infancia, el peligro desaparecía. La Muerte buscaba una niña, no una mujer. Fiera Seca volvió al hogar conducida por una matrona. A su paso por las calles la gente, aterrada, cerró puertas y ventanas. Para espantar a la Muerte, en caso que descubriera su escondite, le habían enseñado a hacer constantemente muecas atroces. Su rostro, como una máscara blanda, pasaba de una fealdad a otra. Verla más de diez segundos daba dolor de cabeza.
Cuando su hermana entró en la habitación que era al mismo tiempo cocina, comedor y dormitorio. Teresa escapó corriendo hacia el jardín junto con los perros que se pusieron a aullar y los gatos a bufar. Fiera Seca se quedó sola. Oyó pasos. ¡Seguro que era la Muerte! Fuera de su escondite se sintió más vulnerable que nunca. Aparte de las contorsiones faciales comenzó a deformar el cuerpo, arqueó las piernas, torció su columna vertebral, crispó las manos, anudó los brazos, babeó y echó espumarajos tiñendo esa asquerosidad con sangre que extrajo chupándola de sus encías. La puerta se abrió con un crujido de insecto... Abraham vio un engendro, una especie de araña enorme, pero no huyó porque estando cubierto de pies a cabeza por sus abejas se sintió defendido. A Fiera Seca el zumbido de ese bulto oscuro le pareció ser el canto de la Dama Negra.
Se quedaron los dos, frente a frente, sudando de terror. Las únicas que quizás comprendieron la situación fueron las abejas. Empezaron a volar en un círculo que se hizo cada vez más grande hasta rodear al padre y a la hija. Dentro de ese cinturón viviente, la muchacha vio al hombre más hermoso que nunca hubiera podido imaginar y en el fondo de sus ojos verdes descubrió un océano de bondad. Ese espíritu sublime se convirtió en un mundo donde, haciéndose mínima, ella hubiera querido habitar. Poco a poco cesó las muecas y estiró su cuerpo mostrando lo que era, una bella mujer. Abraham se dio cuenta de que todas las otras, las que murieran pariendo, no habían sido más que esbozos de lo que sin saberlo buscara desde siempre: erguida frente a él, como un milagro tremendo, su alma lo estaba llamando... Se sumergieron el uno en el otro, se dijeron palabras de amor, lloraron, rieron, cantaron, cayeron en el lecho, las abejas formaron una cortina que los separó del mundo y allí se quedaron, con los dos cuerpos hechos una sola hoguera, sin pensar en las consecuencias.
Teresa sintió que estaba de más. El padre y la hermana se le desaparecieron para siempre convertidos en amantes. Puso en una bolsa lo poco que tenía y se fue a vivir con sus tías. Dos años más tarde, por una carta, tuvo noticias de su hermana: «Perdóname, Teresa, por haberte olvidado todo este tiempo. Papá ha muerto. Tú eres la única que conoció nuestro secreto. Comprenderás. Fue más fuerte que nosotros, una pasión que no pudimos controlar. Nadie en el barrio osó imaginar algo semejante. Cada vez que yo salía de compras continuaba con mis muecas y contorsiones para que no se acercaran a hablarme. Mi padre, mi amante, sólo se mostraba cubierto de abejas. Nuestros cuerpos reales eran un milagro que disfrutábamos en la intimidad del hogar. Para evitar espionajes, Abraham enseñó a sus insectos a posarse en el techo y las paredes exteriores de la casa hasta cubrirla con una espesa funda. Hicimos el amor dentro de un panal gigantesco, ebrios de placer, sin poder cesar, una vez y otra, deseando fundirnos en un solo ser... Esta búsqueda insaciable, esta disolución imposible, mezcló al placer inmenso un dolor constante, puñal atravesando nuestro collar de orgasmos. Hace poco me embaracé. Creíamos ser ángeles, entidades de otro mundo, no afectados por los fenómenos humanos: tuvimos que volver a la realidad. Al cabo de cinco meses mi vientre comenzó a adquirir volumen. Abraham recibió en sueños la visita de la Dama Negra. Estaba loca de furia y celos. Al despertar me dijo: Voy a causar tu muerte. Ella no escuchará mis ruegos, su crueldad no tiene límites. Nunca podrás parir y quedar en vida... Compréndeme hija mía, mujer mía, tengo que sacrificarme, entregarme a la Muerte, dejar que me lleve a su palacio de hielo. Así, su amor quedará satisfecho y a ti no te devorará...
.
Lloré días enteros, pero no pude convencerlo de que era yo la que debía desaparecer. Llenó una bañadera con miel y se sumergió en el jarabe dorado. Murió mirándome, nunca cerró los ojos. Un suicidio tranquilo; él sonreía y las abejas volaban formando una corona que giraba lentamente sobre la superficie amarilla. Encontré bajo la almohada un papel escrito: Nunca cesaré de amarte. Por favor, ocúpate de las abejas. No las abandones, ellas son mi memoria...
.
Me dejé caer en la cama. Abrí las piernas y a medida que mi vientre se deshinchaba fui expulsando por mi sexo un interminable suspiro. No quedó nada de nuestro hijo. Se convirtió en aire...»
Teresa nunca contestó esa carta ni regresó a la casa paterna hasta el día en que se fue a vivir a Odesa con Alejandro y los cuatro niños. Salió a recibirlos un bulto oscuro. Cuando entraron en el cuarto, las abejas se despegaron de Fiera Seca y fueron a libar en platillos llenos de jugos azucarados. Ésta se lanzó llorando en los brazos musculosos de Teresa. Pareció no enterarse de la presencia de mi abuelo ni de sus hijos. «¡Ay!, hermana, nadie se ha dado cuenta de la muerte de Abraham. Sigo haciendo mis muecas atroces cuando salgo de compras y a los que vienen aquí en busca de miel los recibo cubierta de insectos, así creen que es él... Nunca enterré a nuestro padre.» Y mientras la familia se instalaba, llevó a Teresa al galpón. Entre los panales, de donde salían zumbidos parecidos a un réquiem, estaba la bañadera llena de miel con el cadáver sonriente bajo la superficie amarilla. «La miel es sagrada, hermana. Conserva la carne eternamente... Él nunca ha querido irse, lo siento pegado a mí. Me está esperando.» Mientras decía esto, Fiera Seca se iba desvistiendo. Pronto mostró su cuerpo desnudo: una estructura delgada, de piel tan fina que dejaba ver la trama arborescente de las venas. Contrastaba con esa delicadeza angélica, un pubis espeso, animal, tan negro que daba reflejos azules, cubriéndole el vientre hasta el ombligo. «No debía abandonar las abejas, por eso continué en este mundo. Así me lo pidió él. Pero ahora que tú has llegado, ya puedo irne... Te confío esos sabios animales. Si los cuidas bien, alimentarán a toda tu familia.» Y sin más explicaciones entró en la bañadera y abrazándose a su padre dejó que la miel la cubriera. No hizo gestos de ahogo, no pareció sufrir ni morir. Simplemente se quedó inmóvil para siempre con los ojos abiertos mirando los ojos abiertos del otro cadáver.
Teresa se sentía tan muerta como su padre o su hermana. Sólo el deber familiar la mantenía en vida, y también el odio. Sobre todo el odio. Era una fuente de energía que le permitía soportar el mundo sólo para poder maldecirlo. En toda cosa veía la presencia de un Dios cruel y despreciable. No había nada que no le pareciera absurdo, impermanente, innecesario. La trama de la vida era el dolor. Podía detectar el miedo incesante en las risas, en los momentos de placer, en la estúpida inocencia de los niños. Para ella, el mundo era una cárcel, un pudridero, el sueño enfermo del monstruoso Creador. Pero lo que más le molestaba (una ira que la hacía lanzar improperios desde que se levantaba hasta que se dormía) era saber, sin querer confesárselo, que ese odio disfrazaba un exceso de amor... Desde niña aprendió a adorar a Dios por sobre todas las cosas y ahora, en la decepción total, no sabía qué hacer con ese sentimiento inmenso. Océanos fervorosos que no podía canalizar hacia el esposo o los hijos puesto que estaban condenados a morir antes de tiempo. Así como se desbordó el Dniéper y se llevó a José, cualquier accidente los iba a exterminar. La seguridad era frágil. Nada perduraba. Todo se escurría. Los males impensables eran posibles. Una roca podría caer del cielo y aplastarlos; una hormiga podría depositar huevos en el interior de sus orejas para que allí nacieran ejércitos de bestiecillas que les devorarían los cerebros; un mar de barro fétido viniendo de las montañas podría cubrir la ciudad; las gallinas enloquecidas podrían volverse carnívoras y comenzar a devorar los ojos de los niños; todo podría... ¿Qué hacer con ese amor sin dueño que se le acumulaba en el pecho remeciéndole tan fuerte el corazón que sus latidos, en la noche, se escuchaban por toda la calle acallando el coro de ronquidos? De pronto, sin que ella misma pudiera comprender por qué, descubrió lo único que merecía su amor en este mundo: ¡las pulgas!... Recordó un número de circo que viera en su infancia y decidió amaestrar a esos insectos. No faltó a sus deberes de esposa y madre, le dio un hogar limpio a su familia, cocinó y planchó insultando. Antes de que se acostaran, exigió que los cuatro pequeñuelos, de rodillas junto a la cama, recitaran: «Dios no existe, Dios no es bueno. Sólo nos espera el gato que vendrá a orinar en nuestra tumba»... Y cuando dormían bajo el gran edredón, junto al horno de ladrillos, ella, oculta en el frío subterráneo, se dedicó a domesticar sus pulgas.
Cuando huyó de la casa de su padre, Teresa le robó el reloj de bolsillo, único recuerdo que deseaba conservar de él. Ahora lo vació de su maquinaria, del círculo blanco con números romanos y de las manecillas como piernas de mujer, y en la caja, con la tapa agujereada para que respiraran el oxígeno necesario, albergó a sus discípulas... Eran siete. A cada una les dio una región diferente para que chupara sangre: en las muñecas, detrás de las rodillas, en los senos y en el ombligo. Compró una lupa y otros instrumentos necesarios y les fabricó trajes, decorados, objetos diminutos, muebles, vehículos. Disminuyendo sus horas de sueño pasó noches enteras enseñándoles a saltar a través de aros, a disparar pequeños cañones, a tocar tambores, a balancearse, a jugar a la pelota. Poco a poco las fue conociendo. Tenían caracteres diferentes, cuerpos sutilmente distintos, formas particulares de inteligencia. Les puso nombres. Estableció con ellas contactos mejores que los que había tenido con algunos perros. El lazo fue profundo. Pudo, al cabo de un largo tiempo, hablar y complotar con las pulgas contra Dios.
Comparando el cariño que le daban las pulgas y lo que obtenía de los judíos, la fobia contra ellos aumentó. Quiso cambiar de raza, irse a vivir entre los goys. Pero el apellido Levi era como llevar una estrella de seis puntas grabada en la frente. Mi abuelo, que seguía viendo al caucasiano, pero sin confesárselo a Teresa para que no le dieran esos ataques de furia tan intensa que con sus alaridos hacía desplazarse los muebles de su sitio, encontró unos nobles de origen polaco que no querían que su hijo único hiciera el servicio militar entre gañanes. Le proporcionaron papeles oficiales, comprados a un funcionario vena, para que él se presentara al ejército en lugar del delicado retoño. Le tocó llamarse Jodorowsky. Con ese apellido polonés, él y su familia ya podrían cambiar de país, cruzar las fronteras sin grandes problemas, disolverse entre las razas no elegidas... en cinco años más, cuando terminara el enrolamiento.
Esperando el regreso de su marido, Teresa ganó el sustento de la familia vendiendo miel y panes dulces en forma de lunas, torres y cangrejos. En las noches llenó su soledad trabajando con sus siete pulgas para crear –leyendo las líneas que dibujaban al danzar sobre una capa de harina– un método que le permitiera adivinar el futuro.
El Rebe no fue de un gran socorro para Alejandro en el ejército. El mundo de los militares le parecía impuro, y cuando veía a mi abuelo devorando en la cantina costillas de puerco u otros alimentos prohibidos, la cara se le ponía aún más amarilla y por sus ojos rasgados corrían lágrimas tan inmateriales como el resto de su cuerpo. «Si tú no me comprendes, Moisés, bendito sea, me comprenderá. Tengo que comer porquerías rusas, si no se darán cuenta de quién soy. Ya bastante me cuesta disimular mi circuncisión. Déjame tranquilo. ¿Qué sabes tú del dolor de mis entrañas si tus intestinos son imágenes sin materia? Si es para agregar más sufrimiento a mis penas, prefiero que ceses de hablarme...» El Rebe, durante esos arduos cinco años del servicio militar, no dijo una palabra más. Alejandro tuvo otros problemas. Cada vez que tomaba un fusil entre las manos, se ponía blanco, caía al suelo y comenzaba a vomitar. Cansados de tratar de curarlo dándole puntapiés y latigazos, los oficiales lo hicieron ayudante de cocina y lustrabotas del escuadrón. Tuvo además que limpiar los retretes y las caballerizas. En lugar de deprimirse, acostumbrado como estaba a los golpes de la vida, decidió hacer de su desgracia un aprendizaje. Dios lo había puesto a pelar legumbres raquíticas, a limpiar zapatones malolientes, entre mierda humana y equina, para enseñarle algo importante.
Amable, tranquilo, sonriente, mondó toneladas de papas, zanahorias y pepinos. Aunque se le exigía cantidad y no calidad, trató de hacerlo rápido pero bien, cuidando que el alimento quedara limpio de ojos o partes podridas y resecas. Fue afinando su pulso cada vez más para eliminar las cáscaras sacrificando el mínimo de carne. Y en esta constante separación de envolturas terrosas acabó viéndose a sí mismo, como si en cada jornada estuviera arrancándose de la memoria antiguos pellejos, dolores, rencores, envidias... Cada vegetal que brillaba desnudo y limpio en sus manos le daba la sensación de un nacimiento interno. En los últimos meses del Servicio, realizaba esta tarea cantando con la inocencia de un niño.
También con inocencia, pero de anciano de mil años, limpiaba el excremento. Caballos y hombres se hermanaban en esas evacuaciones. Una inmensa piedad, que se transformaba en ternura, llenaba su espíritu cuando aseaba los retretes. Esa materia fecal era el testimonio de la animalidad del alma, de sus amarras con la carne. Y se maravillaba al pensar cómo en esos cuerpos que producían aquel magma fétido también podía manifestarse la fe, el amor y tantos sentimientos delicados. Aprendió a respetar la excreción, a sentirse su igual, a mirar desde ese humilde nivel; abrió su corazón mientras vaciaba los recipientes excretorios, tratando de ser un servidor verdadero, aquel que a través de las miserias ve la obra de Dios y trabaja por hacerla lucir. Reconoció en él mismo la presencia del Superior Divino y deseó, con la alegría del éxtasis, obtener la bendición de serle útil. Fue allí, en esos lugares de deyección, donde logró rezar sinceramente por primera vez. Si un ser como él, un recogedor de excremento, era digno de entrar en relación con el Ser Supremo, la puerta se abría para los otros hombres que tenían, todos, más méritos que él.
Después de lustrar botas y zapatones cerca de doscientas sesenta semanas, miles y miles de veces raspando las costras inmundas, entintando, engrasando, dando trapazos, remendando suelas, hundiendo clavos rebeldes, una y otra vez, horas de horas, le tomó gusto al oficio. «Los pies», decían los instructores, «son la parte más importante del militar. Soldado mal calzado, soldado perdido». En los fríos, en las incesantes marchas, en las múltiples acciones guerreras, la infantería debía tener las extremidades inferiores muy bien protegidas. Alejandro imaginó la vida como una guerra espiritual y sintió una pena casi insoportable por los pobres que avanzaban con los pies desnudos o sufrientes por calzados fabricados sin atención. Ser zapatero era un oficio que correspondía a su modestia. Si estaba para servir, convertiría sus trabajos en obras de arte. Los que antes andaban, con sus zapatos danzarían... Esto lo decidió el día que un capitán, lanzando carcajadas entre tufos de salchichón y vodka, le dio a limpiar un par de botas manchadas con sangre de judío. Durante una hora las pulió, no para dejarlas brillantes, sino para borrar de ellas esa dolorosa imagen. Juró sólo fabricar escarpines blandos y durables como animales fieles, para darle salud al cuerpo. Hombre que danza puede cantar y todos los cantos, humanos y animales, enaltecen a Dios.
El Rebe volvió a sonreír apenas fueron liberados del servicio militar. Después de cinco años de silencio entre goys uniformados, iba feliz caminando con Alejandro hacia el barrio judío. Su alegría, de pronto, lo hizo volar como un gran cuervo por encima de los techos. Al ver huir a los gorriones, mi abuelo se dio cuenta de que percibían al fantasma. Esto le quitó un peso de encima porque para él fue la prueba de que no estaba loco. Le gritó al Rebe: «¡Eh, amigo, desciende! ¡Ahora sé que no eres una alucinación! ¡Vamos a reanudar nuestro diálogo!». El caucasiano dejó de acompañar a una hoja seca que se llevaba el viento, aterrizó y le habló a su compañero: «Señor Levi, perdón, digo Jodorowsky. Estos últimos años, no pudiendo hablar con usted, me dediqué a repasar en mi interior los libros sagrados que conozco de memoria. Se me ocurrió resumirlos en un solo volumen. Después, en un capítulo; luego, en una página y, por fin, en una sola frase. Esta frase es lo máximo que le puedo enseñar. Parece simple, pero si la comprende, no necesita volver a estudiar». Y el Rebe se la dijo. Y la vida desde entonces cambió para Alejandro. «Si Dios no está aquí, no está en ninguna parte; este instante mismo es la perfección.»
Teresa recibió a mi abuelo con un rostro huraño, sujetando contra su cuerpo al par de mellizas. Sin bigotes ni barba, sin bucles junto a las orejas ni cabello largo, vestido de goy, Alejandro estaba irreconocible... A él, la sonrisa se le transformó en una contracción sin sentido. Su mujer había engordado y sus hijos crecido. Los niños, ahora, tenían cerca de siete años y las niñas andaban por los seis. Benjamín estaba completamente calvo. A Fanny se le había rizado el pelo y puesto de un agresivo rojo. Jaime y Lola, siendo el uno musculoso y la otra de una flacura espectral, se parecían como dos gotas de agua. En cuanto a mi abuela, aparte de haber triplicado de volumen (a causa de comer sólo miel para economizar dinero, dijo más tarde), lucía un cráneo cubierto de una maraña de canas. Su rostro redondo, joven, de mejillas coloradas, no concordaba con esos pelos blancos.
Alejandro se puso a lagrimear lanzando grandes sollozos. Cayó de rodillas. Mi abuela lo reconoció. Le arrojó los hijos en los brazos y salió corriendo de la pieza. Los pequeños se deshicieron del estrujón paternal manoteando histéricos y fueron a refugiarse como pollos asustados en un rincón oscuro, decididos a no aceptar nunca a ese intruso. El Rebe le dijo: «Guarda tu cariño. Espera. Una cosa es dar, otra obligar a recibir. Poco a poco se acercarán a ti». Teresa regresó vestida con un traje limpio y una peluca negra muy bien peinada, trayendo en un bol de arcilla trozos de panal. De un solo grito, feroz y amable, envió a los mellizos al galpón. Mientras Alejandro comía voraz escupiendo bolillas de cera, Teresa se metió en la cama. Dijo con el ceño fruncido: «Dile a quien ya sabes que también se vaya». Alejandro respondió muy digno: «No necesito hacerlo: salió junto con los niños». Y se lanzó sobre ella arrancándole a pedazos el vestido y los calzones. Se poseyeron con tal pasión que la cama se desplomó. En su caída volcó un brasero. Los carbones rodaron por el suelo. Las tablas comenzaron a arder. Enormes llamas devoraron muebles y paredes. Mis abuelos no se dieron cuenta de nada. Ni un solo momento interrumpieron las caricias. Quizás gracias a que el sudor que corría por sus cuerpos empapó las sábanas, o bien por un prodigio divino, el fuego no consumió el lecho. Después del estallido del último orgasmo, volvieron a esa realidad y se encontraron acostados en medio de una casa reducida a escombros humeantes. «No te lamentes», le dijo Teresa a mi abuelo, «las cosas suceden cuando es tiempo de que sucedan». «Ya lo sé», le contestó Alejandro, «cuando se tiene fe, todo es para bien». «Entonces, sígueme. Tengo una sorpresa para ti...»
En el galpón de piedra, al fondo del patio, los niños,