Ojos de agua
Por Domingo Villar
3.5/5
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Entre el aroma del mar y de los pinos gallegos, en una torre residencial junto a la playa, un joven saxofonista de ojos claros, Luis Reigosa, ha aparecido asesinado con una crueldad que apunta a un crimen pasional. Sin embargo, el músico muerto no mantiene una relación estable y la casa, limpia de huellas, no muestra más que partituras ordenadas en los estantes y saxofones colgados en las paredes.
Leo Caldas, un solitario y melancólico inspector de policía que compagina su trabajo en comisaría con un consultorio radiofónico, se hará cargo de una investigación que le llevará de la bruma del anochecer al humo de las tabernas y los clubes de jazz. A su lado está el ayudante Rafael Estévez, un aragonés demasiado impetuoso para una Galicia irónica y ambigua, e incluso demasiado impetuoso para el propio Leo, que busca entre sorbos de vino los fantasmas ocultos en los demás mientras intenta sobrevivir a los suyos.
Gracias a la labor de este singular tándem Caldas-Estévez la verdad termina por aflorar, llevándonos a desentrañar el secreto que esconden los Ojos de agua.
Domingo Villar
Domingo Villar (Vigo, 1971-2022) inauguró con Ojos de agua la exitosa serie protagonizada por el inspector Leo Caldas. El segundo título, La playa de los ahogados, supuso su consagración en el panorama internacional de la novela negra, obteniendo excelentes críticas y ventas. En 2019 se publica El último barco, el esperado regreso del inspector Caldas. La serie ha sido traducida a más de 15 idiomas y ha cosechado un gran número de premios, entre los que caben destacar el Novelpol en dos ocasiones, el Antón Losada Diéguez, el Premio Sintagma, el Premio Brigada 21, el Frei Martín Sarmiento, Libro del Año de la Federación de Libreros de Galicia. También ha sido finalista de los Crime Thriller Awards y Dagger International en el Reino Unido, del premio Le Point du Polar Européen en Francia y del premio Martin Beck de la Academia Sueca de Novela Negra.
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Comentarios para Ojos de agua
85 clasificaciones4 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Evoca gratos recuerdos geográficos. Lectura fácil y creativa. Una Gran obra de una Persona. Gracias, Domingo Villar
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5As this book opens we meet Leo Caldas, a Police Inspector in the Spanish town of Vigo, as he is participating in the weekly radio broadcast Patrol on the Air, during which people can ring in with questions or complaints for the police to investigate. Caldas is a grudging participant in the PR exercise and entertains himself by keeping a running tally of how many enquiries he will need to follow up on and how many he can hand over to the City police. When he’s finished the show he barely has time to sit in his office chair before he and his subordinate, Rafael Estévez, are rushing to attend a luxury apartment building where a man has been killed. The man, local jazz musician Luis Reigosa, has been tied to his bed and suffered horrific burn-like injuries to his stomach and groin but forensic specialists need time to identify the exact cause of death, which doesn’t give Caldas and Estévez many leads with which to begin their investigation.
Several elements of this excellent novel compete for status as the standout feature but in the end they all come together to form the perfect novel. Perhaps the thing I loved most were the characters who are richly drawn and highly believable. Although this is the first novel in which he appears Caldas is a fully formed man whose past we see in glimpses as the current narrative unfolds. His personal life is complicated by an uneasy relationship with his father and a split from the woman in his life due to their differences over the idea of having children. His working life is also complicated, mainly by having to deal with the consequences of Rafael Estévez’ aggression which is generated when he encounters the difficulties of his new home. Poor Estévez is not a native of Galica (the region of northern Spain in which Vigo is situated) and he has struggled to adjust to his new environment. He finds the unpredictable weather and steep streets equally frustrating but worst of all
To Rafael Estévez’ stern Aragonese mind, things were this way or that, got done or didn’t, so it was only with considerable effort that he managed to decipher the ambiguous expressions of his new fellow citizens.
This issue generates much of the warm humour of the book, though I felt a little guilty for laughing at Estévez as I too have a tendency towards literalness and find ambiguity annoying to deal with.
If the local tourist bureau in Galicia hasn’t paid Villar something for his work then they should because my overwhelming desire upon finishing the book was to investigate how much it would cost me to fly there and stay a while. The environment is described beautifully and the relaxed pace of life depicted appeals to me greatly. Even a serious police investigation must stop for deliciously described meals and the occasional paddle in the ocean and I couldn’t help but wish that all of life was prioritised in this way. Of course Caldas manages to have a fascinating conversation about philosophy with other patrons during one memorable lunch and this ends up leading him to an important discovery in his investigation which proves there’s nothing wrong with this way of working at all.
I was undoubtedly pre-disposed to liking this book because of its length. At 167 pages it is tiny in comparison to many of the lengthy tomes published these days but is an absolutely captivating read without any of the dead weight of its competitors. It’s fast, witty, oozing a sense of its location, has terrifically memorable characters and a taut, compelling plot. It is also beautifully readable in its second language, a testament no doubt to the skill of translator Martin Schifino, who has managed to capture the poetic essence of the Spanish very well. This is a true gem of a novel that would be enjoyed by all readers, crime fans or otherwise. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Gagged and tied to his own bed, it was clear that the victim, jazz saxophonist Luis Reigosa, had died in excruciating pain. Far less clear to Inspector Leo Caldas, as he looked about the crime scene, was how the man had been killed. The skin of the victim's stomach and thighs was one blackened bruise while the man's testicles “were the size of raisins.” No, for the cause of death the inspector would have to wait for the autopsy report. Meanwhile, he noted the framed poster copy of Hopper's painting Hotel Room on the wall, a philosophy book by Hegel and a mystery by Andrea Camilleri on the nightstand, and bookshelves packed with crime novels. Such “an undignified death for a musician with an interest in philosophy”, the Caldas thought, while another detective pointed out that anyone should see that the victim's artistic tastes tagged him as “ 'a friend of Dorothy's.' ”Domingo Villar's tautly drawn police procedural, Water-blue Eyes as expertly translated by Martin Schifino, takes place in the municipality of Vigo in Galicia on the Atlantic coast of northwest Spain. The setting itself is brilliantly presented with the crime scene placed in a gated community on the island of Toralla. The mixture of city streets and coastal beaches with their varied attractions adds its own allure to this excellent series debut which introduces Inspector Leo Caldas, who is definitely one of the most intriguing new detectives to appear on the crime fiction scene in recent years. The Inspector is well known to the fictional public of Vigo as the radio star of “Patrol on the Air,” a public relations effort that allows citizens to phone in to the show and speak directly with the police. In addition, Caldas has been assigned to ride herd on Rafael Estévez, an impetuous officer transferred to Vigo from Zaragoza as punishment for unknown sins. Outside of his official persona, Caldas has a somewhat fractured private life. His girlfriend, Alba, has apparently just walked out, but he has a good relationship with his father, who lives on his vineyard outside of the city and believes city dwellers “slip into moral decline when they lack the time to enjoy a glass of wine in the shade.”Villar has produced a stunningly good mystery with an investigation that reaches from the gay bars in Vigo's urban core to its secluded estates along the coast. In just 167 pages, Water-blue Eyes captures the pulse of this Galician region with grit, humor, and a well-tuned ear for dialogue. Winner of both the Brigada 21 Prize for Best First Crime Novel and the Sintagma Prize, I highly recommend this mystery and definitely plan to buy the next Inspector Caldas title, Death on a Galician Shore.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Leo Caldas is a homicide inspector in the city of Vigo, which lies on the northwestern coast of Spain in the region of Galicia. His partner is Rafael Estévez, who had recently been transferred there from Zaragoza in Aragón, and who has a bit of a problem understanding local attitudes, not to mention the steep streets or the weather. As the novel opens, Caldas is working at his gig on a local radio talk and listener phone-in show, “Patrol in the Air.” He’s rather tired of doing this show, because while he waits for someone to bring up the topic of murder, most people call in with matters that are more appropriate for the city police. But just after program #108, Estévez arrives to take Caldas to a high-rise apartment building on the island of Toralla, which sits in the bay off of Vigo, scene of a rather brutal murder of a saxophone player. It’s the method of death which leads Caldas and his partner to discover where they should begin their search for suspects – the vital evidence which may have helped has been cleaned up by the victim’s housekeeper. Villar’s characters are well drawn. As a policeman, Caldas is a professional, but with the arrival of Estévez he has to work a bit harder to keep his partner out of trouble. Caldas has a father who makes wine in the countryside, and the two don’t see each other often because the father is unhappy that his son went to live in the city. He also enjoys good local delicacies and local wines, and was in a prior relationship with a woman named Alba, but due to a disagreement about having children, they’re no longer together. Rafael Estévez is a sort of a sidekick figure, who provides a bit of comic relief here and there, but who becomes easily frustrated with the lack of black-and-white answers he gets from the locals and often flies off the handle. Estévez is perpetually amazed that when Caldas introduces himself during their investigation, people readily identify him with “Patrol in the Air,” which happens throughout the story and provides a bit of a running comedy schtick between the two.Water-Blue Eyes is just 167 pages long, but crime fiction readers will not be disappointed. There’s nothing extraneous to detract from the investigation -- no long-winded character portrayals, no overly-detailed analyses, and even the murder is described just enough to allow the reader to know what happened without going into overkill. There is never any desire to skim over long, boring sections because there aren’t any. It also easily offers a good sense of place, so that you can smell the forests as well as the sea while you read, and your mouth will water at the delicious local food mentioned throughout the novel.There’s another book out by Villar featuring Leo Caldas called La Playa de los Ahogados, but it has not yet been translated; when it is, I’m there. But for now, I can highly recommend Water-Blue Eyes. This is my first work of Spanish crime fiction, and now I’m on the hunt for more.
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Ojos de agua - Domingo Villar
Índice
Cubierta
Portadilla
Ojos de agua
Créditos
A Beatriz, meu amor,
que me achega ao mar nos seus ollos
Oscuro. 1. Que carece de luz o claridad. 2. Se dice del color que casi llega a ser negro, y del que se contrapone a otro más claro de su misma gama. 3. Desconocido o poco conocido, y por ello generalmente dudoso. 4. Confuso, falto de claridad, poco comprensible. 5. Incierto.
La línea de luces de la costa, el resplandor de la ciudad, la espuma blanca batiendo en el rompiente... No importaba que estuviera oscuro y la lluvia empapara los cristales. Quienes acudían a su casa por primera vez hablaban siempre de las vistas, como por obligación.
Luis Reigosa escogió un CD del estante, lo colocó en el equipo de música y sirvió las bebidas en unas copas anchas cuyos bordes había frotado antes con la cáscara de un limón. No sospechó que eran las últimas que servía.
Escucharon el bramido del viento cuando bajaron abrazados a la habitación. Desde el salón, Billie Holiday les regalaba The man I love.
Someday he’ll come along
the man I love
and he’ll be big and strong
the man I love.
Sintonía. 1. Armonía, adaptación o entendimiento entre dos o más personas o cosas. 2. Hecho de estar sintonizados dos sistemas de transmisión y recepción. 3. Igualdad de tono o frecuencia entre dos sistemas de vibraciones. 4. Música que señala el comienzo o el final de una emisión.
«Municipales tres, Leo cero.»
Leo Caldas se liberó de la opresión de los auriculares, encendió un cigarrillo y miró por la ventana.
Los niños perseguían palomas por los jardines bajo la vigilancia atenta de sus madres, que hablaban en corro, y de los pájaros, que esperaban a tenerlos cerca para alzar el vuelo.
Se ajustó nuevamente los cascos cuando una mujer llamó para denunciar el pub situado en el bajo de su vivienda. El ruido, decía, en ocasiones les impedía dormir hasta la salida del sol. Se quejaba de los gritos, la música a todo volumen, los bocinazos de los coches, la doble fila, los cánticos, las peleas, los orines que regaban las paredes, y los vidrios rotos en el suelo, que constituían una amenaza para su pequeño.
Caldas dejó que la mujer se desahogara, sabiendo que difícilmente podría proporcionarle algo más que consuelo.
–Voy a pasar una nota a la policía municipal para que midan los decibelios y comprueben si se cumplen los horarios de cierre –dijo, anotando la dirección del pub en el cuaderno.
Debajo escribió: «Municipales cuatro, Leo cero».
La sintonía del programa les acompañó hasta que Rebeca colocó sobre el cristal un nuevo cartel rotulado en trazos negros. Leo Caldas dio una calada rápida a su cigarrillo y lo dejó apoyado en equilibrio sobre el borde del cenicero.
–Ángel, buenas tardes –saludó Santiago Losada al oyente que esperaba al otro lado del hilo telefónico.
–Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento –dijo despacio el hombre, pronunciando claramente cada palabra.
–¿Cómo? –preguntó el locutor, tan sorprendido como Caldas por aquella insólita frase.
–Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento –repitió, con la misma voz pausada que había utilizado en la primera ocasión.
–Disculpe, Ángel. Está usted en contacto con Patrulla en las ondas –le recordó Losada–. ¿Quiere realizar alguna pregunta al inspector Caldas?
El oyente cortó la comunicación dejando al locutor sin respuesta, maldiciendo para sí.
–A la gente le encanta escucharse por la radio –se justificó ante el policía, aprovechando los consejos publicitarios.
Leo Caldas sonrió pensando que el fatuo Losada tenía bien merecido que le bajasen los humos de vez en cuando.
–A unos más que a otros –masculló.
En otra llamada, un anciano, vecino de un barrio en las afueras de la ciudad, se quejaba porque la luz verde de un semáforo para peatones próximo a su vivienda no permanecía encendida el tiempo suficiente para permitirle cruzar la calle.
Leo anotó la localización del semáforo en el cuaderno. Informaría a la policía municipal.
«Cinco a cero, sin contabilizar la llamada del loco.»
Pese a tener desactivado el volumen, la pantalla del teléfono móvil del inspector se iluminó sobre la mesa, advirtiéndole de la existencia de llamadas perdidas.
Comprobó que eran tres, todas de Estévez, y decidió no contestar. Estaba cansado y no deseaba prolongar la jornada más de lo imprescindible. Se verían en la comisaría o, con suerte, al día siguiente.
Dio una profunda calada que agotó el cigarrillo, aplastó la colilla en el cenicero y se embutió los auriculares para escuchar a Eva, quien relató cómo unas apariciones de carácter sobrenatural, unos espectros abominables, se presentaban en su hogar cada noche de modo sistemático.
Leo se preguntó si Losada no contemplaría crear una sección titulada Locura en las ondas donde acoger a los iluminados que con tanta asiduidad contactaban con el programa.
Pudo confirmarlo cuando el locutor subrayó el nombre y el teléfono de la mujer en su agenda.
Algunas llamadas después, finalizaba la emisión ciento ocho de Patrulla en las ondas. Leo Caldas leyó el resultado final en su cuaderno de tapas negras: «Municipales nueve, locos dos, Leo cero».
Ambigüedad. 1. Posibilidad de que algo pueda entenderse de varios modos o de que admita distintas interpretaciones. 2. Incertidumbre, duda o vacilación.
El inspector entró en la comisaría y se internó por el pasillo que formaban las dos hileras de mesas. Con frecuencia, caminando entre los ordenadores alineados, había tenido la sensación de encontrarse en la redacción de un periódico en lugar de en una comisaría de policía.
Estévez se puso en pie al verle aparecer y le siguió moviendo su humanidad de más de un metro noventa.
Leo Caldas atravesó la puerta de cristal esmerilado de su despacho y echó un vistazo a las diferentes pilas de papeles amontonadas sobre su mesa. Sabiendo que sólo se trataba de una media verdad, se jactaba de ser capaz de localizar cada cosa en aquel aparente desorden de notas y documentos. Se dejó caer en su silla de cuero negro, cansado tras una larga jornada de trabajo, y suspiró sin saber por dónde empezar.
Rafael Estévez irrumpió disipando sus dudas.
–Inspector, ha llamado el comisario Soto. Quiere que vayamos a esta dirección –dijo, agitando un papel–. Los de la brigada ya están allí.
–Rafa, entre el comisario y tú no me dejáis ni sentarme. ¿Alguna información acerca de lo que ha sucedido?
–No. Le he dicho que estaba usted en la emisora con el mamón ese de las ondas y me he ofrecido a ir yo, pero ha preferido que le esperara.
–Déjame ver.
Caldas leyó la dirección, arrugó el papel y lo dejó sobre la mesa.
–Mierda –musitó, cerrando los ojos y recostándose en la silla.
–¿No piensa ir, jefe? –preguntó Estévez.
Leo Caldas chasqueó la lengua.
–Espera un poco, ¿quieres?
–Claro –contestó Estévez, todavía poco familiarizado con las maneras de su superior.
Rafael Estévez había recalado en Galicia pocos meses atrás. Su traslado se debía, según se rumoreaba en comisaría, a un castigo que alguien le había impuesto en su Zaragoza natal. El agente había aceptado sin especial desagrado trabajar en Vigo, aunque había algunas cosas a las que le estaba costando más tiempo del previsto acostumbrarse. Una era lo impredecible del clima, en variación constante, otra la continua pendiente de las calles de la ciudad, la tercera era la ambigüedad. En la recia mente aragonesa de Rafael Estévez las cosas eran o no eran, se hacían o se dejaban de hacer, y le suponía un considerable esfuerzo desentrañar las expresiones cargadas de vaguedades de sus nuevos conciudadanos.
Su primera toma de contacto con la genuina conducta local había tenido lugar a los tres días de llegar, cuando el comisario Soto le ordenó tomar declaración a un adolescente al que habían sorprendido vendiendo marihuana a sus compañeros de instituto.
–¿Nombre? –había preguntado Estévez, dispuesto a rematar la tarea con prontitud.
–¿Mi nombre? –preguntó el chico.
–Claro, chaval, no vas a decirme el mío.
–Ya –concedió el joven traficante.
–Pues dime tu nombre.
–Francisco.
El agente Estévez tecleó el nombre del muchacho.
–¿Francisco algo?
–Francisco nada.
–¿No tienes apellidos?
–Ah, Martín Fabeiro, Francisco Martín Fabeiro.
Rafael Estévez, sentado ante el ordenador, trasladó los apellidos a la pantalla y colocó el cursor en el siguiente espacio en blanco del informe de la declaración.
–¿Domicilio?
–¿Mi domicilio? –preguntó el joven.
Rafael Estévez alzó la vista.
–¿Crees que quiero que me digas el mío? ¿Te parece que hemos venido a jugar a las adivinanzas?
–No, señor.
–Pues a ver si acabamos de una vez. ¿Cuál es tu domicilio?
Estévez hizo una pausa aguardando una respuesta del chico, al que la pregunta parecía exigir una profunda reflexión.
–¿Se refiere a donde vivo normalmente? –consultó al fin.
–¿Tú vendes los porros o te los fumas de seis en seis? Pues claro que me refiero al lugar en que resides normalmente. Se trata de poder localizarte.
–Ah, pues depende...
–¿Cómo que depende? Tendrás una casa, como todo el mundo. A no ser que vivas en la calle, como los gatos.
–No, no señor. Vivo con mis padres.
–Pues dime su dirección –rugió Estévez.
–¿La dirección de mis padres?
–Mira, chaval, que te quede algo bien claro: aquí el que hace las preguntas soy yo. ¿Entiendes eso?
–Sí, señor.
–Pues ahora que lo has comprendido me vas a decir dónde vives tú y dónde vive tu mierda de familia. ¿Me has comprendido? –le advirtió, acalorado.
El chico miraba sin llegar a entender el motivo de la creciente excitación del enorme policía.
–Pregunto si me has comprendido –le hostigó Estévez.
–Sí, señor –balbuceó el joven.
–Pues entonces vamos a terminar de una vez, que no tengo toda la mañana. ¿Dónde coño vives? Y dime el lugar en que vivís normalmente, no me vayas a dar la dirección del burdel donde tu padre pasa la tarde el día de cobro.
Tras un silencio, el muchacho se avino a decir:
–¿Quiere la dirección de aquí o la de la aldea, señor?
–Chaval... –se contuvo Rafael Estévez.
–Verá –se apresuró a aclararle el detenido–, es que de lunes a viernes estamos aquí, en la ciudad, pero los viernes por la tarde cargamos el coche y nos vamos a la aldea. Le puedo dar una dirección o la otra.
El joven acabó la explicación esperando nuevas instrucciones del policía. Estévez le observaba sin pestañear.
–¿Señor?
El agente apartó el ordenador y levantó medio metro del suelo al joven sujetándolo por las solapas de la chaqueta. Echó mano de su pistola reglamentaria y apuntó a la boca del espantado chico.
–¿Ves esta pistola, chaval? ¿La ves, pedazo de mamarracho?
El joven, con los pies colgando en el aire y el cañón a dos centímetros de su cara, asintió angustiado.
–Pues si no me dices dónde vives de una puta vez te arranco todos los dientes a culatazos y te los meto uno a uno por el culo. ¿Está claro?
La entrada del comisario, que desde detrás del cristal comprobaba la desenvoltura del recién llegado en los interrogatorios, impidió al agente cumplir su amenaza. Sin embargo, no evitó que aquel episodio desencadenase en la comisaría múltiples conjeturas relativas a la vigorosa personalidad de Rafael Estévez, ni que se acrecentaran las habladurías respecto a los motivos por los que había sido destinado a Vigo.
Con el fin de mantenerlo bajo vigilancia estrecha, el impetuoso agente había sido asignado al inspector Leo Caldas. Sin embargo, y a pesar de frecuentar al tranquilo inspector, Rafael Estévez se encontraba desde entonces en un constante estado de alerta. Algo en su interior rechazaba la incapacidad singular de los gallegos para llamar a las cosas por su nombre. Consideraba esta actitud una manía, y se negaba a reconocer que pudiera tratarse de una característica local.
Leo Caldas leyó de nuevo la dirección en el papel: «Dúplex 17/18, ala norte, Torre de Toralla».
–Vamos antes de que se haga de noche –dijo, poniéndose en pie–. Te va a gustar el paseo.
Juglar. Artista que en la Edad Media recitaba piezas literarias, generalmente acompañándose de instrumentos musicales.
Rafael Estévez entró en el coche silbando una melodía que le acompañaba desde hacía varias semanas. Leo Caldas se recostó en el asiento contiguo, bajó unos centímetros la ventanilla y cerró los ojos.
–Tengo que ir hacia las playas, ¿verdad, inspector? –preguntó el agente, cuyo conocimiento de la compleja geografía local mejoraba pero que aún no se manejaba con soltura entre el denso tráfico de la ciudad.
Caldas abrió los ojos para indicarle:
–Sí, es la isla situada frente al puerto de Canido, el primero después de las playas. No tiene pérdida.
–Ah, esa isla con una torre muy alta. Ya sé dónde es.
–Pues dale –dijo el inspector, cerrando de nuevo los párpados.
A lo largo de la avenida que recorría el litoral, dejaron a la derecha el moderno puerto pesquero, cuyos terrenos se habían ganado al mar en rellenos sucesivos de la ría. Varios barcos regresaban a sus amarres sobrevolados por cientos de gaviotas en busca de alguna sardina para cenar.
A la izquierda, en la parte opuesta al mar, bordearon el antiguo puerto del Berbés, donde se había iniciado la actividad marinera de la ciudad a finales del siglo XIX. Sus arcadas graníticas, bajo las cuales se descargaba la pesca en otros tiempos, habían sido alejadas de la orilla por las continuas ampliaciones portuarias.
La bajamar rezumaba, y sus aromas intensos se colaban en el vehículo con el aire que entraba por la ventanilla. Rafael Estévez inspiró profundamente. Le agradaba aquel olor penetrante, casi nuevo para él. Contempló el paisaje, la orografía intrincada de las rías que le había seducido desde el principio. La mar que había conocido antes, en los lejanos veranos de su niñez a orillas del Mediterráneo, se ensanchaba hasta perderse en el horizonte. En Galicia, sin embargo, lenguas de tierra verde daban paso a rías de color cambiante protegidas de los embates del Atlántico por islas perfiladas de arena blanca.
Siguiendo la avenida, circularon ante los astilleros que insinuaban el armazón de buques futuros para tomar después la vía de circunvalación, llamada así aunque nada circunvalara, hasta arribar a la altura de las primeras playas.
Tras varias jornadas de lluvia, la tarde benévola había llenado de gente la playa de Samil, y por su paseo de piedra volvían a cruzarse perros, chándales y bicicletas. Sobre la mar, el cielo se teñía del color rojizo que presagiaba el anochecer.
En el campo de fútbol del polideportivo municipal situado junto a la playa se enfrentaban dos equipos infantiles. Por la ventanilla a medio bajar se colaban los gritos con que acompañaban su acecho a la pelota. El