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In Nomine Patris
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Libro electrónico125 páginas2 horas

In Nomine Patris

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Jullian Bergamo es un sacerdote misionero que realiza un trabajo para la iglesia católica. Pero no es un sacerdote ordinario. Él es un venator: un miembro de la iglesia especialmente entrenado para cazar y eliminar demonios. Después de ser transferido de su antigua comunidad a la ciudad de Willinghill, Jullian se enfrenta a un caso singular: los muertos se levantan de sus tumbas y vagan libremente por la ciudad. Pronto conoce el origen del problema: el Mormo, un terrible demonio nigromante que posee cadáveres y los convierte en violentos muertos vivientes. Armado con su fe y valor, el joven sacerdote se enfrentará a uno de los casos más llamativos de su carrera como venator: eliminar al Mormo, mientras trata de sobrevivir a las hordas de muertos vivientes que harán cualquier cosa por devorar cada pedazo de su carne.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 mar 2015
ISBN9781633398894
In Nomine Patris

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    Bueno a secas. El autor mezcla varios tropos literarios lo que no necesariamente hace la obra mas interesante. Si no tienen otro libro en su lista, adelante

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In Nomine Patris - Décio Gomes

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Y he aquí donde la mano del Dios todopoderoso se posará sobre la tierra, escogiendo de entre sus hijos a los que defenderán el espacio carnal de aquellos enviados por el Ángel Caído.

CAPÍTULO I

EL PEQUEÑO MOSLEY

––––––––

El cortejo fúnebre continuaba lentamente por el enlodado camino, rumbo al cementerio de la ciudad de Willinghill. Era una tarde oscura, junto a la fuerza de un viento que acarreaba las negras nubes en el cielo de un lunes lluvioso.

Poco más de una docena de paraguas acompañaba el trayecto, escondiendo los rostros de personas tristes, de miradas vacías. El pequeño ataúd era cargado por dos hombres altos que usaban sombreros de ala larga, los que impedían que las gruesas gotas de lluvia mojaran sus rostros barbudos.

Era un ataúd pequeño, pintado de blanco y adornado con terminaciones de un dorado vivo. Era el ataúd de un niño, un niño de once años.

Adrian Mosley había llegado de la escuela, y luego de recibir el beso de su madre por su buena nota en la prueba de matemáticas, salió a jugar a las escondidas con sus amigos. Él no era el más hábil y fue fácilmente encontrado en las primeras rondas del juego. Frustrado, decidió que la cima del árbol más alto del lugar sería el escondite perfecto.

Se agarró de la primera rama, la más cercana, y con la destreza de un niño saludable y esbelto entrelazó las piernas en la ramificación del árbol. Escaló rama por rama, alejándose del suelo y desapareciendo en medio de las hojas.

Mientras esperaba orgullosamente que su amigo desistiera después de buscarlo por más de 20 minutos, la lluvia, que por días había amenazado con caer sobre Willinghill, por fin cayó, fría e intensa. Adrian vio desde las alturas a todos sus amigos volviendo a sus casas, huyendo de la fuerte lluvia y también de los posibles castigos de sus madres, en caso de que llegaran empapados.  Adrian comenzó su descenso, siendo obligado a ser el doble de cuidadoso al tratarse de un árbol tan alto.

Las ramas se volvieron peligrosas y resbaladizas trampas, las que silenciosamente sellaron el destino del jovenniño. Una caída de veinte metros le quebró el cuello, como una cocinera le quiebra el cuello a una gallina antes de echarla a la olla.

El cementerio quedaba en la cima de un cerro, fuera de la zona urbana de la ciudad, rodeado de pequeños árboles poco frondosos. Un cementerio antiguo, casi abandonado, de tumbas desgastadas y cubiertas de maleza.

Raramente moría alguien en aquel pequeño fin del mundo. La fosa de Adrian se cavó en el centro del lugar, donde los pocos seguidores del cortejo amontonaban sus paraguas.

-Oremos al Señor, rey de la gloria, para que bendiga y libere las almas de todos aquellos que partieron, de las penas y profundidades del infierno. Pero antes, llévalos hacia tu luz y gracia para el descanso eterno.

La voz del viejo padre se mezclaba con el sonido de la lluvia que inundaba el suelo, perdiéndose también entre los sollozos de una madre en negación y abatida por haber perdido a su único hijo. Al lado de ella se encontraba el padre del niño, manifestando una mirada vacía y cerrada. Se tomaban de las manos, produciendo la imagen perfecta para la más melancólica pintura que cualquier artista querría pintar.

Llevaron el ataúd a la fosa, bajándolo lentamente por encima de las cuerdas que lo sostenían, y una lluvia de rosas amarillas cayó encima de él antes que llegara al fondo. La caja de madera que sellaba el cuerpo del niño se cubrió poco a poco de tierra y pala tras pala fue desapareciendo. Estaba bajo tierra, el pequeño Adrian Mosley.

* * *

El reloj cucú de la sala acababa de dar la medianoche, pero en casa de los Mosley todavía nadie había conseguido dormir. Los padres de Adrian estaban sentados en la mesa de la cocina, inmersos en el trágico hecho. No se miraban, no se hablaban. Solo sentían en silencio todo el delirante dolor. El frío asolaba a toda la región y se apoderaba de la cocina, lo que les causaba escalofríos, pero a ninguno de los dos parecía importarle.

-Necesitas dormir- dijo el hombre, mirando el rostro de su esposa.-ya pasaron tres días, y desde entonces que no has dormido para descansar.

-No tengo sueño- respondió con voz ronca- Puedes ir primero, yo ya voy.

Con un doloroso suspiro, el hombre, en sus treinta y pocos años, se levantó y dejó la cocina. La mujer ni siquiera levantó la mirada cuando salió, solo acompañó con sus oídos, sin ganas, el sonido de sus pasos. El solo hecho de pensar en acostarse en una cama que la acogería y reconfortaría era capaz de aplastar el corazón de aquella madre. ¿Cómo podía sentirse acogida y protegida mientras su hijo estaba en una tumba fría y oscura?  ¿Cómo podría cerrar sus ojos y despertar la mañana siguiente si su hijo jamás lo haría nuevamente? No. Con suerte prefería estar ahí, sintiendo frío y hambre. Y así, en su mente, creía disminuir el sufrimiento de su pequeño Adrian. Fue solo a las tres de la mañana que un incontrolable sueño invadió la cocina y la abrazó con todas sus fuerzas. Intentó resistirse, sacudió la cabeza, se restregó los ojos, pero el sueño se negaba a desistir. En un último intento, se levantó y preparó café, tres veces más fuerte de los que solía hacer. Volvió a sentarse, bebió la primera taza, la segunda, la tercera. Antes de darle el primer sorbo a la cuarta taza, antes de que llegara a sus labios, algo la interrumpió.

TOC, TOC, TOC.

Alguien tocaba a la puerta. Inmediatamente se levantó y caminó hacia la pequeña ventana de la cocina que le permitía ver la parte delantera de la casa. Intentó desempañar el vidrio con una de sus manos, pero no logró ver más allá de manchas en medio de la oscuridad y la lluvia que caía estrepitosamente en el exterior.

TOC, TOC, TOC.

Pensó. ¿Quién sería y qué querría a esas horas de la madrugada?

Aun con la taza de café en la mano, siguió lentamente hacia la sala, deteniéndose frente a la puerta. Esperó y durante un minuto los toques no se repitieron. ¿Se habría ido el visitante? Colocó entonces su oreja en la madera de la puerta e intentó escuchar cualquier movimiento que viniese de afuera. Y de un momento a otro, los toques volvieron, asustándola casi al punto de dejar caer la taza y despedazarla en el suelo.

-¿Quién es?- preguntó finalmente.

No hubo respuesta. El sonido de la lluvia era más fuerte.

-Si no responde, voy a llamar a mi esposo. ¡Y tenemos un arma!

Unos cuantos segundos más se impusieron hasta que finalmente consiguió oír una voz detrás de la puerta.

-Deje...déjeme...entrar.

La voz sonó débil y trémula pero aun mezclándose con los ruidos de la tempestad, la reconoció inmediatamente. No esperó ni un segundo, abrió la puerta, y la madre se encontró con Adrian, su querido hijo, de pie en la entrada de la casa.

Se llevó una de sus manos temblorosas a los labios, sintiendo ya el rostro empapado de lágrimas. Ahora sí la taza cayó, partiéndose en incontables pedazos a los pies de quien la sostenía.

-Deje...me...entrar.

La mujer abrió los ojos mucho más de lo normal, acompañada por un horror que jamás había sentido. Frente a ella se encontraba su hijo de once años, el hijo que hace tres días habían dejado en el fondo de una fosa. Tenía la ropa rasgada y cubierta de lodo. El cuello quebrado no lo sostenía su cabeza, si no que pendía sobre el hombro izquierdo del niño.

Estaba vivo, pero exhalaba la más pura y aterrorizante esencia de la muerte.

CAPÍTULO II

SEISCIENTOS SESENTA Y CINCO

DÍAS

Todavía era temprano cuando los fieles comenzaron a llenar la catedral de la ciudad de Salisbury. Era una fecha que iba a quedar marcada en aquella iglesia: la despedida del padre más querido que aquella comunidad había llegado a tener. Su nombre era Jullian Bergamo, el joven padre de descendencia italiana, que había representado por algunos años a la parroquia de la pequeña y campestre ciudad. Se estaba mudando a otra comunidad, a un lugar más centralizado y que volviera más rápidos y menos cansadores sus constantes viajes.

La misa duró poco menos de dos horas, pero la presencia de Jullian en la iglesia se extendió por mucho más tiempo. Los fieles, uno a uno, querían despedirse del tan querido padre. Recibió flores, biblias, collares de crucifijos y hasta dos o tres botellas de vino.

Luego, después de la cena, el carruaje que lo llevaría a su nueva comunidad se estacionó frente a la catedral. Cargando dos grandes maletas, Jullian caminó por la corta escalinata que llevaba hacia la

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