21. A Salvo en el Paraíso
Por Barbara Cartland
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Con mucha renuencia Ralfe acepta su plan : ella paga las deudas de su hermano y el fingirá ser su prometido y se fugan.
Todo marcha bien hasta que Zarina enferma gravemente en las Costas de Calcuta….y cuando despierta en el Palacio del Virrey todo había cambiado en su vida.
Publicado originalmente bajo el Título de:
-A Salvo en el Paraíso por Harlequin Ibérica S.A.-A Salvo en el Paraíso por Harmex S.A. de C.V.
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21. A Salvo en el Paraíso - Barbara Cartland
Capítulo 1
1887
ZARINA Bryden se bajó del carruaje que la condujera desde Londres y, como estaba muy emocionada, subió corriendo las escaleras. El viejo Mayordomo, que la conocía desde que era una niña, la estaba esperando en el vestíbulo.
–Bienvenida a casa, Señorita Zarina– le dijo–. Nos alegra mucho tenerla de nuevo entre nosotros.
–Es maravilloso estar de vuelta, Duncan– repuso la muchacha.
Conversó con el Mayordomo durante un minuto y después pasó al salón. Allí, se quedó contemplando todas las cosas familiares que no veía desde hacía más de un año. Cuando sus padres murieron en un accidente ferroviario, Zarina tuvo que dejar su hogar y trasladarse a Londres, donde vivió, con sus tíos.
Aquella fue una decisión inteligente, ya que así pudo asistir a un seminario para señoritas en Knightsbridge, una escuela de perfeccionamiento para las hijas de los aristócratas.
En ella hizo nuevas amistades. Cuando fue presentada en Sociedad, la invitaron a las mejores fiestas y a los bailes de mayor prestigio. Pero aquel éxito no era de extrañar.
Zarina no sólo era bella, sino también inmensamente rica. Como hija única del Coronel Harold Bryden, había heredado toda su fortuna. También su madrina norteamericana le dejó una enorme cantidad de dinero.
Su madrina, la Señora Vanderstein, tenía algo de sangre rusa en su familia y se sentía muy orgullosa de ello, por lo que pidió que su ahijada se llamara igual que ella.
Por su parte, se había casado dos veces, pero no tenía hijos. De modo que, a su muerte, le dejó todo cuanto poseía a Zarina. En aquellos momentos, la sociedad estaba muy interesada en las herederas americanas. Y no era de extrañar que Zarina, con su enorme cuenta bancaria, fuera el eje de muchas pretensiones.
No cabía la menor duda de que era una belleza, por lo que los jóvenes que le pedían matrimonio no lo hacían exclusivamente por su montaña de dólares.
Mas ahora que la Temporada Social había terminado, Zarina decidió regresar a su casa en el campo. Para ella, aquella casa siempre constituyó su hogar. Zarina hubiese querido regresar antes, pero sus tíos pensaron que no debía revivir el dolor que experimentara al perder a sus padres.
Ahora, mientras contemplaba el salón, Zarina comprendió lo mucho que Bryden Hall significaba para ella. Podía ver a su madre sentada junto a la ventana.
Era allí donde le había leído los cuentos de hadas que tanto le gustaban cuando era niña. Y por medio de su padre, disfrutó de muchos de los libros que llenaban la biblioteca. Su padre le solía describir los países que había visitado y lo fascinante eran.
–Tan pronto como tú seas mayor, mi muñequita– le había dicho–, te llevaré a Egipto, para que conozcas las pirámides. Pasaremos a través del Canal de Suez, que fue abierto hace dieciocho años, y nos dirigiremos al Mar Rojo.
–Vamos ahora, Papá– le suplicó Zarina.
Pero su Padre hizo un gesto negativo.
–Todavía tienes mucho que aprender en casa antes de que salgas a recorrer el mundo. Como ya te he dicho muchas veces, a mí me gustan las mujeres inteligentes, igual que tu madre, y no con la cabeza vacía, como la mayoría de las damas de la Alta Sociedad.
Zarina recordaba cómo su padre solía burlarse de muchas de las bellezas que triunfaban en Londres. Y cuando ella pasó a formar parte del mundo social, no le pasó por alto la persecución a que las sometía el Príncipe de Gales. Su Alteza Real era muy osado.
Pero sus amigas le dijeron que no le interesaban las jovencitas, por lo que jamás la invitarían a la Casa Marlborough. Aquello no le preocupó a Zarina en lo más mínimo. Lady Bryden, su Tía, conocía a muchas de las anfitrionas más distinguidas de Londres.
Su tío, el General Sir Alexander Bryden, había estado al mando de la Caballería Nacional, cosa que lo hacía persona grata en la mayoría de los círculos sociales. Zarina lo encontraba impresionante. Sin embargo, y como se trataba de su Tutor tenía que ganarse su aprobación cuando deseaba realizar algo.
A Zarina le había costado mucho trabajo convencerlo de que la dejara regresar a su casa tan pronto como terminara la temporada.
–Tu tía tiene muchas cosas que hacer en Londres objetó su tío.
–Pero tú y yo, Tío Alexander, sí podemos ir algunos días a Bryden Hall. Tengo que ver qué está sucediendo allí, pues, después de todo, la gente de la aldea, así como los que trabajan en la finca son mi gente.
Zarina se expresó enfáticamente, para que sonara como si aquello se tratara de una obligación, y así su tío accedería a su petición.
Y así fue.
–Muy bien, Zarina– dijo su tío–. Iremos el jueves, y quizá nos quedemos una semana. Voy a tratar de convencer a tu tía para que nos acompañe, aunque sé que tiene varias juntas a las cuales tiene que asistir.
Lady Bryden era muy aficionada a las obras de caridad. Sobre todo, porque la ponían en contacto con algunos de los miembros más prominentes de la nobleza y de la realeza menor.
Ahora, al mirar a su alrededor, Zarina sintió la presencia de su madre con tanta intensidad, que era casi como si pudiera hablar con ella. Ya sabía de antemano que se iba a sentir así. Pero, al mismo tiempo, no deseó evitarlo. Salió de su ensimismamiento cuando escuchó la voz de Duncan que le decía:
–¿Le gustaría que le sirviera el té en la biblioteca, como antes, Señorita Zarina?
–Por supuesto que sí, Duncan.
Zarina se quitó el sombrero y el abrigo de viaje y se los entregó al Mayordomo.
–Mi doncella viene en la carreta con el ayudante del General. Espero que la Señora Merryweather le muestre dónde se halla todo.
–Ya está esperando para hacerlo, Señorita Zarina– le informó Ducan–, y deseando verla a usted, al igual que el Cocinero y que Jenkins, en las caballerizas.
–Quiero verlo todo y a todos– dijo Zarina con una sonrisa–. ¡Es maravilloso estar de vuelta en casa, Duncan! Los he echado mucho de menos al igual que he extrañado a Mamá y a Papá.
Los ojos se le nublaron a Zarina y Duncan le dio unas palmaditas en el hombro, como lo solía hacer cuando ella era una niña, y dijo:
–No se ponga usted triste, Señorita Zarina. El amo habría querido que se mostrara valiente. Además, hay muchas cosas que tiene que hacer, ahora que está en casa.
Zarina sonrió forzadamente.
A continuación, se encaminaron por el pasillo hacia la biblioteca. Se trataba ésta de una hermosa estancia, con un balcón de bronce en una de las paredes, al cual se accedía por una escalera de caracol. El té fue servido delante de la chimenea. Como era verano, las flores ocupaban el lugar de la leña.
–Me pregunto cuándo llegará el General, Señorita Zarina– dijo Duncan–. Si no tarda mucho iré a buscar otra taza.
–Él viaja en tren y deberá estar aquí a las seis media, a tiempo para la Cena –informó Zarina–. Dígale a Jenkins que vaya a esperarlo a la Estación.
–Muy bien, Señorita Zarina– repuso Duncan–. ¿La Señora viene con él?
–No. Mi tía tuvo que quedarse en Londres– respondió Zarina.
Y le sonrió al anciano cuando añadió:
–En realidad, yo hubiera preferido venir sola. Estoy segura de que Jenkins ha estado ejercitando a los caballos.
–Así lo ha hecho, Señorita Zarina. Y los ha cepillado hasta hacer que sus pieles brillen como el raso.
Zarina se rió.
Se daba perfecta cuenta de que en la casa se había hecho lo inimaginable para que su regreso a ella fuera muy feliz.
Durante su estancia en Londres, siempre mantuvo contacto con el Señor Bennett, que estaba a cargo de la mansión y de la finca. Su padre confió en él y ella sabía que podía hacer lo mismo. El Señor Bennett le escribía todas las semanas, comunicándole cuanto sucedía en la aldea. Y ella felicitaba a quienes celebraban sus bodas de oro y le enviaba regalos a los que se casaban, al igual que a los que tenían un bebé.
Asimismo, le había dado órdenes al Señor Bennett para que le subiera el sueldo a cuantos trabajaban para ella. Disponía de capital como para poder hacerlo y quería que la finca mejorase en todo lo posible.
Ahora, mientras se tomaba el té, le preguntó a Duncan por la gente de la aldea. El Vicario era uno de los vecinos que más respetaba desde que éste la preparase para su confirmación.
–El Reverendo sigue siendo el mismo– le dijo Duncan–. Está un poco más viejo y la cabeza comienza a llenársele de canas, pero continúa amable como siempre.
Hizo una pausa antes de añadir:
–Ha tenido últimamente algunos problemas con su hijo, pero supongo que el Señor Bennett le hablará de ello.
–Supe que el Señor Walter tuvo tres trabajos diferentes el año pasado– señaló Zarina–. Espero que ya se haya asentado.
Duncan hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Uno nunca puede estar seguro con el Señor Walter. Hablaron de la familia del Vicario durante un rato. Luego, Zarina preguntó por el médico