Cuestión de galones
Por Ricardo Bosque
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Nos hallamos en Zaragoza, la antigua Caesar Augusta, en el año 33 después de la Expo, es decir, en 2041. Gracias a una reestructura total, la vieja ciudad ya no sólo se halla en los mapas de todo el mundo, sino incluso en las cartas de navegación... En medio de este panorama divertido y delirante, Ulises Sopena, capitán de la policía, tiene que resolver el misterio de un cadáver que ha aparecido flotando en las aguas de uno de los canales que atraviesan la ciudad. El finado es (o sea, fue) toda una figura deportiva, capitán del equipo de waterpolo, el Zarawater, que tiene encendidas las pasiones ciudadanas. En el empeño por reconstruir sus últimos pasos y establecer quién pudo haberle asesinado, Sopena hará un recorrido en moto acuática, acompañado de la subteniente Fitzpatrick, por una ciudad llena de rincones sumergidos e insólitos, de caracteres anfibios e hilarantes, de personajes curiosos bajo su traje de neopreno.
Escrito con una agilidad prodigiosa, y un humor limpio y preciso, "Cuestión de galones" es una obra regocijante donde estas sorprendentes imágenes y el tono burlesco no ocultan el verdadero fondo: una historia policiaca de ley, valga la expresión, un enigma inteligentemente planteado y resuelto con pericia, una novela negra de tipos reales y problemas y reacciones humanas.
Ricardo Bosque
Ricardo Bosque (Zaragoza, 1964). Debuta en el mundo literario en 2000 con la novela "El último avión a Lisboa" (Editorial Combra). Un año después gana el segundo premio del Concurso de Relatos Cortos Juan Martín Sauras con el cuento "Aïcha". Otro de sus relatos es seleccionado para el libro Relatos cortos para leer en tres minutos Luis del Val. También pone su granito de arena en el libro colectivo Relatos para el número cien. En 2007 publica su segunda novela, "Manda flores a mi entierro" (Mira Editores) y en 2009 es incluido en la antología "La lista negra. Nuevos culpables del policial español" y publica su tercera novela, "Suicidio a crédito" (Mira Editores). Es editor del blog La Balacera y de la revista digital Calibre .38, ambos dedicados al género negro.
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Cuestión de galones - Ricardo Bosque
CUESTIÓN DE GALONES
Ricardo Bosque
1ª Edición Digital
Diciembre 2011
Smashwords Edition
© Ricardo Bosque 2010
© de esta edición:
Literaturas Com Libros
Erres Proyectos Digitales, S.L.U.
Avenida de Menéndez Pelayo 85
28007 Madrid
http://lclibros.com
ISBN: 978-84-15414-18-6
Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla
Smashwords Edition, License Notes
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ÍNDICE
Copyright
Dedicatoria
Cuestión de galones
Agradecimientos
Sobre el autor
Para Anabel, a quien ya debo dos canciones
Hay un principio,
hay un final,
quién pasea por la orilla del canal.
Nunca preguntes
quién va detrás,
baila sobre el barro y lo sabrás.
Hay veces que muere gente en la ciudad,
casos que no se resolverán, no.
No tengo errores, no dejo mis huellas,
No hay motivo para sospechar.
Siempre trabajo aquí en Torrero
junto a la cárcel y el cementerio.
Me tomo un tiempo de reflexión
y cumplo con mi obligación.
Cuando llega el momento estoy tranquilo.
Le miro a su cara, me aseguro bien, oh.
No tengo errores, soy un profesional.
Jamás tengo mi mano al disparar.
Hay un principio,
hay un final,
quién pasea por la orilla del canal.
Nunca preguntes quién va detrás,
Si yo cobro por matar.
Me podrás ver bajando por el parque
o tomando una copa en el bar, oh.
No huyo de nadie, no soy un criminal.
Es solo mi trabajo, es mi trabajo y nada más.
Nada más.
Asesinato en Torrero
MÁS BIRRAS
Una explicación necesaria
Zaragoza, año 2008 d.C.
Finalizada la Expo, miles de trabajadores están a punto de engrosar las filas del paro. El principal motivo de debate ciudadano sigue siendo el mismo de la última década: metro o tranvía como medio de transporte público de alta capacidad. Y Zaragoza, a pesar de los esfuerzos promocionales realizados, sigue sin «estar en el mapa» como debiera.
El alcalde Belloch, inspirado por un par de pintadas contempladas en el centro de la ciudad (El metro no es rentable, Zaragoza navegable; Ni metro ni tranvía, barquitos por la Gran Vía) y con el recuerdo presente de una novela titulada Sangre a borbotones, decide resolver de un plumazo todos estos asuntos que tanto le preocupan: desempleo, transporte público y promoción de la capital aragonesa.
Zaragoza, año 33 d.E. (después de la Expo, 2041 d.C.)
El Huerva ha sido recuperado para el centro de la ciudad, levantándose para ello la cubierta de hormigón y asfalto que lo ha ocultado durante décadas bajo la Gran Vía y ampliándose el cauce para que permita el paso de embarcaciones de calado medio y manga ancha. El túnel de salida a la AP-68, soterrado bajo el paseo del Agua (paradójicamente, una de las pocas vías terrestres de importancia que quedan en la ciudad), ha sido reconvertido para ser utilizado como conducto de aporte de agua del Ebro a los lagos que se ubican en el espacio vacío dejado por la antigua estación del Portillo, lagos que sirven para regular el caudal de los canales que recorren las principales avenidas. Una nueva vía fluvial, bautizada como Gran Canal Alcalde Belloch, une el Canal Imperial con el Huerva y el Ebro a través de Cuéllar, Sagasta, Independencia y Coso Bajo. Los lagos de Casablanca, Penélope Cruz, Milenio, la Marina y otros situados en la periferia abastecen los canales del resto de la ciudad. Multitud de canales menores recorren las calles adyacentes a las vías principales.
Zaragoza ya «está en el mapa» e incluso en algunas cartas de navegación.
Mientras se sigue discutiendo acerca de la ubicación y proyecto ideal para la nueva Romareda, el Real Zaragoza ha desaparecido acuciado por las deudas. Los deportes estrella en la ciudad, en la actualidad y como no podía ser de otro modo, son el waterpolo y la natación sincronizada.
1. El domingo siempre llega demasiado tarde
Nunca imaginé que la vida en un palafito pudiera resultar tan placentera. Antes, en mi vieja vivienda del Canal de Miguel Servet, todo eran incomodidades: vecinos ruidosos, un tráfico insoportable –tanto fluvial como el inevitable rodado para permitir el acceso o salida de los garajes–, escasa luz natural…
Pensé luego en mudarme a un pequeño adosado de la periferia aprovechando que habían bajado de precio, pero con la expansión de la red fluvial cada vez quedan más alejados del centro y tienes que disponer siempre de la moto acuática para llegar hasta el límite de la zona de canales y de un vehículo con ruedas para el resto del trayecto por asfalto.
Lo de los palafitos, al principio, me pareció más de lo mismo: agotado el terreno firme urbano, los especuladores de siempre echaban mano de los lagos construidos para almacenar agua y regular el caudal de los canales y seguir haciendo negocio. Y en lugar de convencerte con lo de los amplios jardines privados o las bodegas en las que celebrar reuniones familiares, su principal argumento de venta fue la cercanía al centro y la posibilidad de dedicar tu tiempo libre a la pesca, la natación o incluso el esquí acuático.
Lo que personalmente me animó a decidirme por una de estas novedosas construcciones fue, sin embargo, la independencia que te procura vivir rodeado de agua, aunque apenas dos brazas me separen de mis vecinos. Y será mi lado infantil y el recuerdo de las películas del oeste que veía con mi padre de pequeño, pero la posibilidad de saltar desde la plataforma de la vivienda a la moto que tengo atada a uno de los postes que la sustentan como un vaquero sobre su caballo es otra cosa que me enamoró desde el principio.
Ya llevo dos años en el 27 de los Lagos del Milenio y sigo tan encantado como el primer día. De acuerdo, no son más que cincuenta metros de madera tratada contra la humedad, distribuidos en dos plantas, sobre una plataforma de otros cincuenta metros cuadrados, pero es una superficie más que suficiente para un solterón como yo, incluso la terraza me permite disponer de un par de sillas y una mesa al aire libre en la que desayunar los fines de semana o leer la prensa mientras el sol de la mañana se refleja en las aguas cristalinas. Cursi, pero real como la vida misma.
A veces pienso que el domingo siempre llega demasiado tarde, que me pilla demasiado cansado del trabajo acumulado durante el resto de la semana y sin apenas tiempo para poder descansar antes de que llegue otro lunes. Por eso me gusta aprovecharlos desde que sale el sol.
Son las ocho y media, ya he descargado la prensa del día en el lector digital y aquí me encuentro, en mi terraza, esperando a que suba el café mientras ojeo la sección de sociedad en medio de un silencio sepulcral que ni siquiera los pájaros consiguen romper. Porque esa es otra, que a las habituales palomas del Pilar, ahora menos abundantes, con la inundación de la mayoría de las calles de la ciudad se han sumado cientos de gaviotas al cielo zaragozano como si se tratara de una de esas especies invasivas que se apoderan de un ecosistema ajeno, aunque estas, evidentemente, prefieren como hábitat natural el entorno del Mercado Central y sus desperdicios a los barrios de los alrededores.
Nono, como siempre, está sentado a mi lado, mudo como si de cachorro le hubieran arrancado las cuerdas vocales. En los muchos años que lleva conmigo jamás le he oído ladrar, solamente llorar, y eso exclusivamente cuando hay comida por medio.
Un tenue zumbido comienza a hacerse audible. Levanto la vista del diario y miro en la dirección de la que parece llegar el molesto ruido. Nono ni se inmuta, como guardián tampoco tiene precio. El sonido aumenta de volumen y empieza a verse un punto negro en el horizonte, a unos trescientos metros de mi vivienda. El punto negro va aumentando de tamaño y cambiando de forma y color conforme se aproxima. Ya ha abandonado el canal de acceso para acelerar en cuanto entra en el lago. Se trata de una moto, aunque no puedo distinguir el modelo.
Sigue avanzando por el centro del lago, respetando los límites del canal de entrada pero en absoluto los de velocidad. Pasa de largo y, cincuenta metros más adelante, vira en redondo desplazando una ola en la que se podría surfear. Acelera de nuevo y viene hacia mí, ahora la veo bien y reconozco la Honda Acuasport 1200, blanca y azul como todas las de la Policía Fluvial Metropolitana. La última visita que desearía para un domingo soleado como este que tan bien había comenzado.
Sigue a toda pastilla y, cuando ya pienso que se va a llevar por delante mi palafito todavía sin pagar, gira bruscamente, llenando de agua mi terraza –menos mal que he recogido la colada nada más levantarme– para terminar aproximándose, mansamente, hasta el costado de mi propia moto.
Las generosas formas realzadas por el mono de neopreno ya me dan una idea de quien es el piloto. Por si hubiera alguna duda, la mujer se incorpora de su cabalgadura, se desprende del casco azul y sacude la melena roja al viento zarandeando la cabeza de un lado a otro. Si se baja sensualmente la cremallera mientras une sus labios como para lanzarme un beso esto puede convertirse en un anuncio de colonias como Dios manda.
—Capitán Sopena, se presenta la subteniente Fitzpatrick, tercera Unidad de la FLUVI (Flota Urbana de Vigilancia e Intervención) —canta llevándose la mano derecha a la sien y detecto un tono burlesco en su voz, como siempre que opta por la presentación reglamentaria, cosa que sucede pocas veces, por otra parte.
—Descansa, subteniente, descansa. Y relájate pilotando, que un día de estos te vas a estampar contra algún muro. Espera, que te suelto la escala.
No es necesario, Sara es un felino aunque sienta pasión por el agua y, tras amarrar su moto junto a la mía, estira los brazos, se impulsa con las piernas —magníficas, por cierto— y en un momento la tengo sentada en la terraza.
—¿Café? Y si quieres puedo descongelar una docena de churros en un momento.
—Vale. Ni me ha dado tiempo de desayunar, ¿sabes? Por cierto, bonita casa. Me habían hablado de ella, pero no me la imaginaba así, la verdad.
—Gracias. ¿Leche?
—Una gota, para quitarle el color simplemente.
—¿Azúcar?
—Sacarina si es posible. La línea, ya sabes.
Ya me imaginaba yo que el secreto de Sara estaba en el edulcorante, porque los bocadillos que se mete a la hora del almuerzo no deben ser buenos para mantener un tipazo como el suyo. Lo que me recuerda que un día de estos debería empezar con el régimen. Mañana, tal vez, los churros de hoy no los perdono de ningún modo.
—Bueno, me imagino que no estarás de visita a estas horas.
—Pues no, desde luego. Oye, Ulises, ¿tú tienes móvil?
—Claro, cómo no voy a tenerlo.
—Desconectado, evidentemente.
—Evidentemente. Es fin de semana, lo suelo poner en silencio por la noche y luego no me acuerdo de él hasta el lunes. Por no molestar a los vecinos, ya sabes. —Le guiño un ojo.
—Cojonudo, así me tienen que sacar a mí de la cama un domingo a las siete de la mañana. Te parecerá bonito.
—Hombre, bonito, bonito, lo que se dice bonito… Práctico más bien. Bueno, ¿qué tripa se le ha roto ahora al jefe?
—No, nada de importancia, ya sabes que Cansado pierde los nervios en cuanto recibe una llamada fuera de su horario de oficina. Total, para avisarle, después de intentar contactar contigo, de que han encontrado a un tipo flotando en aguas de su jurisdicción y no estaba haciéndose el muerto precisamente… Vaya, lo típico en una noche de fin de semana.
—Pobre hombre… El muerto, quiero decir. ¿Algún borracho? ¿Un indigente, tal vez?
—Bueno, borracho no sé si estaría, todavía no tenemos la autopsia. Indigente, no, desde luego, en ese caso nadie nos habría hecho madrugar, que todavía hay clases hasta para morir. No, el fallecido nadaba en la abundancia antes de acabar en el canal, y debía de nadar bien, por cierto: se trata de Quino Lerín. Supongo que te suena el nombre, ¿no?
—Lerín, Lerín… Pues no, no me suena de nada. Como no sea el del cocherito…
—Jefe, deja de hacer el gilipollas que no tengo ganas de coñas. Y el del cocherito era Leré, no Lerín. Quino Lerín es, era, mejor dicho, el portero titular del Zarawater. El de los anuncios de yogures, cremas depilatorias, fabada asturiana… todo lo que huela a dinero, vaya. Y el líder y mejor pagado del equipo, por si no lo sabías. Encontrado en Torrero, bajo el puente de América, en el arranque del GCAB (Gran Canal Alcalde Belloch) desde el Canal Imperial, para ser más exactos. ¿Qué te parece?
Me encanta como se enfrenta la subteniente Fitzpatrick a los delitos que nos caen en suerte, más todavía si le rompen el sueño dominical. Sara es toda ella ternura, toda ella inocencia, toda ella una mala leche en el cuerpo que no le cabe ni con calzador.
—Perdona, es que no sigo demasiado los deportes. Pero, ya que me preguntas, creo que lo que deberíamos hacer de inmediato es someter a una estrecha vigilancia al portero suplente.
—Por si es el siguiente en caer.
—Por si es el asesino. Imagínate que está loco por defender la portería local y ya está cansado de esperar la oportunidad de su vida. ¿Ves? Ya tenemos un móvil.
—Sí, tan inútil como el tuyo.
No sé para qué me empeño en buscar comentarios presuntamente ingeniosos si Sara siempre tiene que decir la última palabra.
—Y si has venido es porque el coronel querrá vernos lo antes posible, claro. —Renuncio a las ironías y decido volver a los hechos puramente objetivos.
—Imagínate, debe estar que se sube por las paredes. Él, que estaba convencido de que este año la liga europea era nuestra… Para que te hagas una idea, disponemos exactamente de quince minutos para llegar a su despacho, así que tú mismo si quieres seguir con los churros o te los prefieres comer por el camino.
—Vale, me cambio en un momento y nos vamos.
Lo malo de trabajar en el agua es que tienes que estar todo el día cambiándote de ropa, como si fueras una vulgar cabaretera. Ahora, a disfrazarse de hombre rana, y al llegar al cuartel vuelta a vestirse de persona. Dejo la puerta del palafito abierta por si Sara quiere echar un vistazo mientras me pongo el neopreno que guardo en un armario de la planta baja para no tener que subir empapado al dormitorio, para lo que me tengo que quitar la ropa de casa y quedarme en calzoncillos, así que aprovecho para meter tripa por aquello de estar más presentable. Vanidad y exhibicionismo masculino, no lo dudo. Me miro en el espejo del recibidor para comprobar que la mosca sigue en su sitio exacto, justo debajo de la barbilla y ocupando una extensión aproximada de un centímetro cuadrado. Las patillas, impecables. Guardo unas pinzas en un pequeño cajón y las utilizo para arrancarme un par de pelos de las cejas que se han desbocado, pongo cara de seductor, me entra la risa por lo chorras que puedo llegar a ser y salgo al encuentro de mi compañera.
Nono ha intimado de inmediato con Sara. Se ha agarrado como una lapa a una de sus largas piernas y está meneando el culo rítmicamente mientras la subteniente pone cara de circunstancias.
—Es que es ver a una mujer y se pone como loco —disculpo al perro—. Venga, Nono, suelta a Sara que seguro tiene algún plan mejor que tú.
—¿Nono? ¿Cómo puedes llamar Nono a un perro? —Se extraña mientras intenta deshacerse del animal quien, por su parte, no deja de insistir como si fuera la última oportunidad que se le presentase en una noche de copas.
—Bueno, es una larga historia. Verás, mi padre tuvo una infancia difícil, viviendo en un pueblo de Los Monegros en el que el único entretenimiento para los sábados por la tarde eran las series de la tele. Una de ellas le debió de marcar a fuego, unos dibujos japoneses que revisaban, en plan futurista, la historia de Ulises. De ahí mi nombre. Ese Ulises tenía un robot pequeñajo que se alimentaba de tuercas, así que cuando el perro llegó a casa me acordé del nombre del robot y se lo puse al animal.
Sara cabecea, dando a entender que mis explicaciones no la han convencido o que duda acerca de quién está peor de la cabeza a la hora de elegir nombres, si mi padre o yo. Tan rápido como ha subido a mi terraza, ya está sobre su moto y a punto de arrancar. Le digo a Nono que otra vez será, que no siempre los planes salen como uno piensa –si lo sabré yo–, salto sobre los lomos de mi caballo, arranco y tengo que acelerar a fondo para dar alcance a mi compañera, que se ha tomado en serio lo de estar a tiempo en la cita con el jefe. Circulamos por los canales del barrio hasta salir al de Vía Ibérica para continuar por el de los Reyes Católicos y llegar a la antigua Ciudad Universitaria, ahora sustituida por un inmenso estanque en cuyo centro se levanta, orgullosa, la sede de la Policía Fluvial Metropolitana, un edificio con forma de barco de doscientos metros de eslora, cincuenta de manga