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Juanita La Larga
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Libro electrónico332 páginas4 horas

Juanita La Larga

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 1988
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    Juanita La Larga - Juan Valera

    Greif


    JUAN VALERA

    JUANITA LA LARGA

    PROLOGO DE PAULINO GARAGORRI

    Capítulos:

    I,  II,  III,  IV,  V,  VI,  VII,  VIII,  IX,  X,  XI,  XII,  XIII,  XIV,  XV,  XVI,  XVII,  XVIII,  XIX,  XX,  XXI,  XXII,  XXIII,  XXIV,  XXV,  XXVI,  XXVII,  XXVIII,  XXIX,  XXX,  XXXI,  XXXII,  XXXIII,  XXXIV,  XXXV,  XXXVI,  XXXVII,  XXXVIII,  XXXIX,  XL,  XLI,  XLII,  XLIII,  XLIV,  XLV, 

    EPILOGO


    1982 SALVAT EDITORES, S.A.

    Impreso en: Gráficas Estella, S.A. Estella (Navarra)-1983

    I.S.B.N. 84-345-8003-9 (obra completa)

    I.S.B.N. 84-345-8011-X (tomo 8)

    Depósito Legal: NA-40-1983

    Printed in Spain

    Edición Integra especialmente autorizada

    para BIBLIOTECA BÁSICA SALVAT


    PROLOGO

    Don Juan Valera no fue solamente novelista. Escribió mucho, Algo de todo, según reza el título de uno de sus libros, y lo hizo a despecho de vacilaciones y desengaños. «Varias veces me di ya por vencido, y hasta por muerto; mas, apenas dejé de ser escritor, cuando reviví como tal bajo diversa forma. Primero fui poeta; luego periodista; luego crítico; luego aspiré a filósofo; luego tuve mis intenciones y conatos de dramaturgo, y al cabo traté de figurar como novelista.... Bajo esta última forma es como la gente me ha recibido menos mal; pero, aun así, no las tengo todas conmigo.» Hoy, Valera es un autor clásico reconocido en toda historia de nuestra literatura, pero la frase final de la cita transcrita no es sólo fórmula de buena crianza para evitar la propia ponderación, sino confidencia íntima de un hombre que ha corrido mucho pero sin asiento ni rumbo seguro. Pues, además de tantear la carrera de escritor, cultivando tan diversos géneros literarios, empeñó su tiempo en otras profesiones. En su larga vida (muere cumplidos los ochenta y uno) residió muchos años fuera de España—en Nápoles, Lisboa, Río, Dresde, Moscú, Francfort, Washington, Bruselas, Viena—, con cargos diplomáticos que le confería o retiraba el Gobierno según estuviese regido por amigos o enemigos políticos. Y él quiso y logró intervenir activamente en la política, como diputado en varias legislaturas, y aun llegó a Subsecretario de Estado, pero por muy poco tiempo y al favor de la Revolución de Septiembre de 1868, tan gloriosa como fugaz. Tenía, además, algo de hacienda propia, heredada, en tierras de Córdoba, con lo que a veces salía de apuros y otras se veía envuelto en obligaciones. Casó ya cuarentón con una joven a la que doblaba en edad y cuyo carácter resultó poco acordado a sus gustos. «Mi casa—escribe a un amigo—es el rigor de las desdichas. No me ha valido la posición que aquí tengo (de embajador, en Lisboa), los dineros, tal vez más de lo conveniente, que gasto, ni nada, para que mi mujer esté alegre y satisfecha y no me muela.... En suma, yo estoy archifastidiado. No se case usted nunca. Razón tuvo la Iglesia católica en establecer el celibato para los clérigos, y clérigos somos usted y yo» (Valera se dirigía a Menéndez Pelayo). Su vida fue, pues, movediza, con paréntesis y alternativas, y a los giros de la biografía personal hay que sumar los grandes cambios que en la sociedad española le tocó presenciar y compartir, desde el siniestro Fernando VII—nació en 1824—a las frivolidades de don Alfonso XIII—muere en 1905—. Sufrió, además, algunos pesares acerbos: la muerte de su hijo primogénito y predilecto, cuando él estaba lejos y solo, en Washington; el caso de una distinguida joven americana tan perdidamente enamorada, cuando él tenía cumplidos los sesenta años, que se suicidó al abandonar Valera aquellas tierras. Y, sin embargo, creo difícil hallar en toda la literatura castellana un autor que pueda ofrecer tantas páginas risueñas, divertidas y penetradas por un amor a la vida que anega las desventuras y limitaciones inevitables en una comprensión optimista que, al cabo, valora más la complacencia en lo realmente existente que en los defectos y ausencias que se echan de menos. No es que don Juan Valera fuese hombre bondadoso y contentadizo; por el contrario, sus dotes de crítico, su inteligencia penetrante e irónica fueron superlativas, aunque embozadas, porque el tiempo que le tocó vivir lo requería. Pero siempre el panfilismo—el «amor a todo»—, como él decía, sobrenada en sus páginas. Y principalmente en su labor, tardía, de novelista.

    Las novelas de Valera aparecen en dos etapas. En la primera, en los cinco años que median entre 1874 y 1879, se publican Pepita Jiménez, Las ilusiones del doctor Faustino, El comendador Mendoza, Pasarse de listo y Doña Luz, en una racha de excepcional intensidad; tenía Valera por entonces entre cincuenta y cincuenta y cinco años, y en la dedicatoria que antepuso a El comendador Mendoza figuran las confidencias que cité al comienzo. De haber continuado a ese aire, don Juan Valera hubiese escrito tanto como Galdós—el más grande de los novelistas españoles, y no sólo en cantidad—y su vida y su obra serían otras. Mas, a pesar del esfuerzo del autor y de la benévola aceptación del público, las cuentas domésticas no cuadraban, se acentuaba la «escasez de metales preciosos» y, al amparo de otra oportunidad, Valera volvió a la diplomacia. Son los años de Lisboa, Washington, Bruselas, Viena. En Viena cumplirá los setenta años, pero al siguiente sale Sagasta y entra Cánovas al Gobierno, y Valera se considero obligado a dimitir del que sería su último cargo. Vuelto a Madrid, de nuevo se pone seguidamente a escribir, o a dictar al amanuense cuando pierde la vista, y continuará sin tregua hasta el fin de sus días. En esta última etapa, su primer libro será, precisamente, Juanita la Larga (1895); luego Genio y figura (1897) y Morsamor (1899), además de componer otros varios libros, y aun otra novela, de edición póstuma e inacabada, Elisa la malagueña.

    Las novelas fueron, pues, frutos tardíos en la vida de Valera y resultado de dos etapas distantes y relativamente breves. Sin embargo, su inspiración no procedía de factores azarosos ni circunstanciales. En rigor, y salvando las excepciones que lo confirman, cabe decir que una y otra vez Valera escribió y reescribió principalmente una sola novela, la biografía de un determinado tipo de mujer, situada en un ambiente que no procede de experiencias en tierras y con gentes extrañas, ni siquiera en Madrid, sino el de su tierra natal, la ciudad de Cabra, y el municipio próximo de Doña Mencía; en ambos lugares es donde sus padres tenían alguna propiedad y él pasó en ellos su infancia y mocedad. Luego los visitó poco, pero abrigó siempre el propósito de retirarse a Cabra solo y con sus libros, a escribir y leer, y ocupar así sus postrimerías. Unas estancias con ocasión de la vendimia, en torno al año 72, debieron refrescarle emociones y sucesos vividos, y de ese renacimiento de impresiones añejas salió precisamente la primera racha de sus novelas. Para la segunda bastaron los recuerdos. Otro elemento se reitera igualmente en sus novelas: el amor, difícil, entre el varón bastante maduro y la mujer todavía en agraz.

    Entre las páginas más felices de Valera figuran las que título La cordobesa, descripción y análisis precioso de la mujer de su tierra. Pues bien, el héroe de sus novelas es precisamente una serie de cordobesas a las que vemos vivir en el marco andaluz y lugareño que les presta sus gracias y sus límites. Las novelas de Valera están llenas de detalles, sin duda observados en la realidad, y no sólo detalles de objetos y lugares, sino de gentes y aun personas reales. Sin embargo, Valera, al explayarse en el plano teórico, solía insistir en los ilimitados fueros de la fantasía y en la postura del arte por el arte. Frente al naturalismo zolesco y frente a otros realismos más castizos, estimaba que la novela no ha de recluirse en lo verosímil ni contener una intención moralizante. Mediante esas afirmaciones amparaba, además, a sus propias novelas, en las que presumía de libre invención y libres de tesis. Pero, aludiendo en particular a Juanita la Larga, escribía: «No sé si este libro es novela o no. Lo he escrito con poquísimo arte, combinando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada en tal o cual lugar de la provincia de Córdoba. A fin de tener libre campo en que fingir una acción, no determino el lugar en que la acción pasa e invento uno, dándole nombre supuesto; pero yo creo que los usos y costumbres, los caracteres, las pasiones y hasta los lances de mi relato han podido suceder, naturalmente, y tal vez han sucedido, siendo yo, en cierto modo, más bien historiador fiel y veraz que novelista rico de imaginación y de inventiva. Si no fuese porque ahora está muy de moda este género de novelas, copia exacta de la realidad y no creación del espíritu poético, yo daría poquísimo valor a mi obra. No lo tiene tampoco porque trate de demostrar una tesis metafísica, psicológica, social, política o religiosa. Juanita la Larga no propende a demostrar ni demuestra cosa alguna. Su mérito, si lo tuviese, ha de estar en que divierta.» Y todavía agrega: «Mi libro puede considerarse como un espejo o reproducción fotográfica de nombres y de cosas de la provincia en que yo he nacido.» Es decir, que, al cabo, en esta obra de plena madurez, reconoce el predominio de la vena realista, pero mantiene que en ella no pretende demostrar nada oculto ni reservado.

    Y, sin embargo, la aventura reiteradamente encarnada en ese determinado tipo de mujer que Valera, se complace en describir y animar constituye, a mi entender, una tesis y su viviente demostración. Contra el pesimismo y el determinismo propios del naturalismo, Valera nos mostrará un mundo en el que la libre decisión y el optimismo alcanzan el triunfo. Todas sus heroínas tienen algo grave—a los ojos de la sociedad de su tiempo—que hacerse perdonar. Y lo que Valera nos muestra es, por así decirlo, de lo que es capaz una mujer si tiene resolución y buenas hechuras. Pobreza extrema y vileza de nacimiento cierran el horizonte de Juanita, hija de Juana la Larga, y le prohíben, por ejemplo, vestirse de seda, mas se trata de una criatura indómita y... el lector va a verla actuar por sí mismo en las páginas que siguen, y no debo adelantarle las sorpresas que le esperan. Pero Valera profesaba ciertamente la religión del arte, y esa y otras tesis se hacen casi invisibles tras las peripecias de los personajes y la prosa admirable que constituye su sobrehaz y su atractivo.

    Es opinión compartida—a la que, en esta oportunidad, me sumo—que Juanita la Larga es la mejor entre las novelas que escribió Valera. La multiplicidad de los personajes con relieve en la trama, sin mengua del protagonismo de la heroína; las sucesivas transformaciones de la situación, que sin interrupción reinician y amplían la historia; el razonable reparto de bondad y malicia entre los que hacen el papel—inevitable—de buenos y malos; la perfección que alcanzan algunos de los clisés, ya ensayados por el autor en anteriores producciones, son algunas de entre las razones que lo justifican, y a las que me cabe aludir en las contadas líneas de este prólogo.

    PAULINO GARAGORRI


    I

    Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque no viene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y singularmente con el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que nosotros designaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica, aunque pequeña población de Andalucía, estaba muy floreciente entonces, porque sus fértiles viñedos, que aún no había destruido la filoxera, producían exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convenirse en jerezanos.

    No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la población más importante del distrito electoral de nuestro amigo; pero cuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector, que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el puchero en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se comprende que esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las elecciones, la más extraordinaria preponderancia.

    Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba don Andrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba y ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien es digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculo en que vive y muestra su valer la persona afortunada.

    Sin duda, don Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los primeros siglos de la era cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un Trajano; pero como vivía en Villalegre y en nuestra edad, se contentó y se aquietó con ser el cacique, o más bien el César o el emperador de Villalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban todos obedeciéndole gustosos.

    El diputado novel, no obstante, ensalzaba más a otro sujeto del distrito, porque sin él no se mostraba la omnipotencia bienhechora de don Andrés Rubio. Así como Felipe II, Luis XIV, el papa León X y casi todos los grandes soberanos han tenido un ministro favorito y constante, sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actitud ni hubieran obtenido la hegemonía para su patria, don Andrés Rubio tenía también su ministro que, dentro del pequeño círculo donde funcionaba, era un Bismarck o un Cavour. Se llamaba este personaje don Francisco López y era secretario del Ayuntamiento, pero nadie le llamaba sino don Paco.

    Aunque había cumplido ya cincuenta y tres años, estaba tan bien conservado que parecía mucho más joven. Era alto, enjuto de carnes, ágil y recio, con poquísimas canas aún, atusados y negros los bigotes y la barba, muy atildado y pulcro en toda su persona y traje, y con ojos zarcos, expresivos y grandes. No le faltaba ni muela ni diente, que los tenía sanos, firmes y muy blancos e iguales.

    Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación, salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en veinte leguas a la redonda.

    Esto, en lo tocante al agrado. Para lo útil, don Paco valía más: era un verdadero factótum. Como en el pueblo, si bien había dos licenciados y tres doctores en Derecho, eran abogados Peperris, o sea, de secano, todos acudían a don Paco, que rábula y jurisperito, sabía más de leyes que el que las inventó, y los ayudaba a componer o componía cualquier pedimento o alegato sobre negocio litigioso de algún empeño y cuantía.

    El escribano era un zoquete, que había heredado la escribanía de su padre, y que sin las luces y la colaboración de don Paco apenas se atrevía a redactar ni testamento, ni contrato matrimonial, de arrendamiento o de compraventa, ni escritura de particiones. El alcalde y los concejales, rústicos labradores, por lo común, a quienes don Andrés Rubio hacía elegir o nombrar, le estaban sometidos y devotos, y como no entendían de reglamentos ni de disposiciones legales sobre administración y hacienda, don Paco era quien repartía las contribuciones y lo disponía todo. Cuidaba al mismo tiempo de la limpieza de la villa, de la conservación de las Casas Consistoriales y demás edificios públicos y del buen orden y abastecimiento de la carnicería y de los mercados de granos, legumbres y frutas; y era tan campechano y dicharachero, que alcanzaba envidiable favor entre los hortelanos y verduleras, quienes solían enviar a su casa, para su regalo, según la estación, ya higos almibarados, ya tiernas lechugas, ya exquisitas ciruelas claudias o ya los melones más aromáticos y dulces.

    El carnicero estaba con don Paco a partir un piñón, y de seguro que si alguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es los sesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesa sino en la de don Paco, a no ser en la de su hija, de quien hablaremos después.

    Asombrosa era la actividad de don Paco, pero distaba mucho de ser estéril. Con tantos oficios florecía él y medraba que era una bendición del Cielo, y aunque había empezado en su mocedad por no poseer más que el día y la noche, había acabado por ser propietario de buenas fincas. Poseía dos hazas en el ruedo, de tres fanegas la una. La otra sólo tenía una fanega y cinco celemines; pero como allá en lo antiguo había estado el cementerio en aquel sitio, la tierra era muy generosa y producía los garbanzos más mantecosos y más gordos y tiernos que se comían en toda la provincia, y en cuya comparación eran balines los celebrados garbanzos de Alfarnate. Poseía también don Paco quince aranzadas de olivar, cuyos olivos no eran ningunos cantacucos, sino muy frondosos y que llevaban casi todos los años abundante cosecha de aceitunas, siendo famosas las gordales, que él hacía aliñar muy bien, y que, según los peritos en esta materia, sobrepujaban a las más sabrosas aceitunas de Córdoba, tan celebradas ya en La gatomaquia por el Fénix de los Ingenios, Lope de Vega.

    Por último, poseía don Paco la casa en que vivía, donde no faltaban bodega con diez tinajas de las mejores de Lucena, un pequeño lagar y una candiotera con más de veinte pipas entre chicas y grandes. Para llenar las pipas y las tinajas era don Paco dueño de un hermoso majuelo, que casi tenía seis fanegas de extensión; y aunque su producto no bastaba, solía él comprar mosto en tiempo de la vendimia, o más bien comprar uva, que pisaba en el lagar de su casa.

    Era ésta de las buenas del pueblo, con corral donde había muchas gallinas, y con patio enlosado y lleno de macetas de albahaca, brusco, evónimo, miramelindos, dompedros y otras flores.

    Claro está que para las faenas rústicas del lagar, del trasiego del vino y de la confección del aceite, hombres y bestias entraban por una puertecilla falsa que había en el corral. En suma, la casa era tal y tan cómoda y señoril, que si la hubiera alquilado don Paco, en vez de vivirla, no hubiese faltado quien le diese por ella cuatrocientos reales al año, limpios de polvo y paja, esto es, pagando la contribución el inquilino.

    Menester es confesar que todo este florecimiento tenía una terrible contra: la dependencia de don Andrés Rubio, dependencia de que era imposible o por lo menos dificilísimo zafarse.

    Por útiles y habilidosos que los hombres sean, y por muy aptos para todo, no se me negará que rara vez llegan a ser de todo punto necesarios, singularmente cuando hay por cima de ellos un hombre de voluntad enérgica y de incontrastable poderío a quien sirven y de cuyo capricho y merced están como colgados. Don Andrés Rubio había, digámoslo así, hecho a don Paco; y así como le había hecho, podía deshacerle. No le faltarían para ello persona o personas que reemplazasen a don Paco, repartiéndose sus empleos, si una sola no era bastante a desempeñarlos todos con igual eficacia y tino.

    Don Paco tenía plena conciencia de lo que debía y de lo que podía esperar y temer aún de don Andrés; de suerte que tanto por gratitud cuanto por prudencia previsora, le servía con la mayor lealtad y celo y procuraba complacerle siempre. Don Paco, sin embargo, no recelaba mucho perder su elevada posición y su envidiable privanza. Además de contar con su rarísimo mérito, estaba agarrado a muy buenas aldabas.


    II

    Viudo hacía ya más de veinte años, tenía una hija de veintiocho, que había sido la más real moza de todo el lugar, y que era entonces la señora más elegante, empingorotada y guapa que en él había, culminando y resplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocrática posición, como el sol en el meridiano. Hacía ya diez años que ella había logrado cautivar la voluntad del más ilustre caballero del pueblo, del mayorazgo don Alvaro Roldán, con quien se había casado y de quien había tenido la friolera de siete robustos y florecientes vástagos entre hijos e hijas.

    El tal don Alvaro vivía aún con todo el aparato y la pompa que suelen desplegar los nobles lugareños. Su casa era la mejor que había en Villalegre, con una puerta principal adornada, a un lado y a otro, de magníficas columnas de piedra berroqueña, estriadas y con capiteles corintios. Sobre la puerta estaba el escudo de armas, de piedra también, donde figuraban leones y perros, calderas, barcos y castillos y multitud de monstruos y de otros objetos simbólicos que para los versados en la utilísima ciencia del blasón daban claro testimonio de su antigüedad y sublimidad de su prosapia.

    Decían las malas lenguas, y en los lugares nunca faltan, que don Alvaro estaba atrasado, que tenía hipotecadas algunas de sus mejores fincas y que debía bastante dinero; pero yo las supongo hablillas calumniosas, porque él vivía como si nada debiese. Le servían muchos criados, constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionadísimo a la caza, no le faltaban una jauría de galgos, podencos y pachones, y dos hábiles cazadores o escopetas negras, que solían acompañarle.

    En la casa había jardín, y además un desmesurado corralón, donde, para mayor recreo y gala, no se encerraban sólo gallinas y pavos, sino, en apartados recintos, venados y corzos traídos vivos de Sierra Morena, y por último, amarrado a fuerte cadena de hierro, por temor a sus travesuras y ferocidades, un enorme mono que había enviado de Marruecos un capitán de Infantería, primo del señor.

    Doña Inés, que así se llamaba la hija de don Paco, venerada esposa de don Alvaro Roldán, tenía también muchos costosos caprichos de varios géneros. Se vestía con lujo y elegancia no comunes en los lugares; sustentaba canarios, loros y cotorras; era golosísima y delicada de paladar, y los mejores platos de carne y los almíbares más apetitosos se comían en su mesa. El chocolate, que se elaboraba en su casa dos veces al año, gozaba de nombradía en toda la comarca.

    Como don Alvaro Roldán estaba ausente más de la mitad del tiempo, ya cazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monterías, ya en las ferias más concurridas de los cuatro reinos andaluces, doña Inés se quedaba sola, pero tenía para distraerse varios recursos, además de la lectura de libros serios.

    Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya, lo que se llama un estuche. Sabía tocar la guitarra rasgueando y de punteo; cantaba como una calandria, tanto las melancólicas playeras como el regocijado fandango. Su memoria era rico arsenal o archivo de coplas, tiernas o picantes, en que la casta musa popular no siempre merecía el mencionado calificativo con que algunos la designaban.

    No se entienda por esto que doña Inés gustase de conversaciones libres y escabrosas. Cuanto no era lícito y puro en el pensamiento y en la palabra

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