Hasta finales del siglo XIX, la zona rural de la provincia de Asturias era una de las más aisladas de la península ibérica. Sus impenetrables bosques y sus hoscos caminos, que se abrían, descuidados, entre las montañas, eran hogar habitual de supersticiones, mitos y leyendas que amenizaban, y en ocasiones aterraban, la vida de las gentes más humildes, quienes únicamente conocían los lindes de sus pequeñas y generalmente ruinosas aldeas. En un ambiente de tales características, donde la religión oficial se mezclaba en un extraño sincretismo con creencias ancestrales y prácticas que podríamos considerar paganas, no era extraño que aparecieran figuras como la de Ana María García, alias «la Llobera», que utilizaba sus conocimientos medicinales y ancestrales para «curar» a sus vecinos con ungüentos, pócimas, oraciones precristianas y letanías que en otros lugares más poblados de la Península habrían despertado mucho antes el recelo de la autoridad eclesiástica.
En cuanto a la fauna característica de la región, una de las especies que más abundaba, causando numerosos estragos entre el pastoreo –la principal actividad entre los pobladores– era, como sucedía también en Galicia, el lobo. Relacionado desde tiempos pretéritos con el mal y origen de numerosas leyendas sobre el hombre lobo, muy arraigadas también en el norte peninsular, estos cánidos eran temidos y odiados a partes iguales por los lugareños: desde la antigüedad se consideraba que el inquietante brillo de sus ojos provocaba el «mal de ojo». Incluso el marqués de Villena señalaba en un tratado sobre el aojamiento atribuido a su pluma que «puede servir de ejemplo la vista infecta lobina, que viendo primero al hombre le hace perder la voz. Esto hace sin duda por lo venenoso de su vista».
Su presencia era patente incluso en grandes núcleos de población, como Oviedo, ciudad en la que el año 1605 se organizó incluso una montería para combatir la amenazadora plaga cánida. La gran cantidad de estos animales y sus frecuentes ataques colectivos provocaban graves daños en las propiedades de los aldeanos. Acababan en ocasiones de forma atroz con vacas, rebaños enteros de ovejas, perros domésticos e incluso caballos, y es posible, según aventura Juan Luis Rodríguez-Vigil Rubio en un documentado trabajo sobre la Lobera (de su caso se ocuparon previamente autores