Adentrarnos en el mundo de la mecánica cuántica es aceptar desde el principio que tratamos con una materia muy difícil de comprender. Formulada para explicar el mundo de lo muy pequeño —partículas subatómicas que no vemos ni, seamos honestos, entendemos bien—, esta disciplina de la física recurre a formalismos matemáticos extremadamente enrevesados que, en ocasiones, describen fenómenos que no parecen tener lógica. Como consecuencia, es un campo en el que prosperan todo tipo de ideas, teorías new age, terapias alternativas, pseudomedicinas y explicaciones delirantes para toda clase de portentos cuyo funcionamiento aún se nos escapa.
Por ello, cuando encontramos que existen neurobiólogos y psicólogos que tratan de explicar la conciencia humana —uno de los grandes misterios de la ciencia—a partir de distintos tipos de interacciones y reacciones cuánticas, es normal que salten las alarmas.
La última década, en concreto, no ha sido fácil para la psicología. Acusada de falta de rigor científico y con una cantidad inconmensurable de estudios imposibles de reproducir —una condición indispensable para que se les otorgue credibilidad—, esta disciplina ha sufrido lo suyo. Y aun así, un grupo cada vez más nutrido de investigadores está convencido de que sólo podemos explicar lo que nos pasa por la cabeza si “bajamos al mundo cuántico”.
Para estos expertos, el menor de nuestros pensamientos, el raciocinio que subyace tras una toma de decisiones, las asociaciones de ideas que nos permiten interpretar el mundo que nos rodea, las reflexiones que pueblan nuestra mente e incluso la imaginación, son procesos que no se ajustan a los principios de la lógica clásica, sino que son