En abril de 1808 Juan Martín era un labriego de treinta y tres años que podaba viñas por cuenta ajena en la zona de Peñafiel, su tierra natal en la Ribera del Duero, mientras asistía estupefacto a la ocupación de las tropas napoleónicas que, bajo pretexto de invadir Portugal, se habían instalado en Valladolid. El castellano presentía que los españoles acabarían rebelándose contra el invasor. En Valladolid había escuchado inflamados discursos de patriotas que hacían crecer la voluntad. Había respirado la rabia de los rebeldes. Él era uno de ellos. No tuvo que esperar su ardiente ánimo al levantamiento madrileño de mayo. En abril, el destino le puso en bandeja su conversión en guerrillero.
Sucedió que un sargento de dragones francés apareció por Castrillo de Duero, su pueblo natal, con objeto de recopilar vituallas para los regimientos acantonados en Valladolid. Alojado en una casa, el sargento intentó propasarse con la hija de los dueños, pero resultó que la joven era novia de Juan, y aquella misma noche, tras defenderse con uñas y dientes del mostachudo borracho, fue a contárselo a Juan.