La Primera Guerra Mundial fue un desastre para Portugal. Inicialmente neutral, la joven república terminó uniéndose a la Entente en 1916 tras las solicitudes de ayuda de Gran Bretaña, su tradicional aliada (el tratado angloportugués data de 1373), y por la constante amenaza que suponía para sus territorios africanos la agresiva política expansionista del Imperio alemán. El país, poco preparado militarmente, perdió a unos doce mil soldados en el conflicto, incluyendo a los que procedían de las colonias. A estas bajas se les sumaron las más de doscientas mil muertes de civiles –en un país de seis millones de habitantes– a raíz del desabastecimiento provocado por la grave crisis económica que golpeó a Portugal, debido al colapso del comercio marítimo, y por la pandemia de gripe.
Esta situación generó una enorme conflictividad política y social, agudizada por los pírricos beneficios territoriales que el país obtuvo en el Tratado de Versalles: apenas un pequeño territorio al norte de Mozambique, el triángulo de Kionga, que había sido ocupado por los alemanes. La creciente inestabilidad interna fue el caldo de cultivo en el que se fraguó el golpe de Estado de 1926. Portugal pasó a ser una dictadura militar, luego transformada en un régimen autoritario, el llamado Estado Novo, liderado por el economista António de Oliveira Salazar.
Cuando los vientos de guerra volvieron a soplar en Europa, el dictador se apresuró a atrancar las ventanas de su país. Salazar estaba decidido a no repetir los errores de sus antecesores y apostar firmemente por la no intervención. El 1 de septiembre de 1939, horas después de la invasión alemana de Polonia, Portugal declaró su neutralidad. Una posición que, como se encargó de subrayar Salazar en su discurso, no comprometía “las obligaciones de nuestra alianza con Inglaterra”.