Una de las ideas que todavía permanece en el imaginario colectivo es la escena de un hombre o una mujer, en tiempos remotos–cuando todavía no existía contaminación lumínica–, contemplando en éxtasis la oscuridad de la noche y preguntándose si hay otros mundos habitados en aquellas lejanas estrellas. Sin embargo, esta imagen tan romántica no refleja la realidad de lo que debía reflexionar el ser humano de la antigüedad.
Tal y como advierte Isaac Asimov en “Civilizaciones Extraterrestres” (1979), la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez, acerca de si estamos o no solos en el Universo, es bastante reciente en tiempos de cronología histórica: “Durante casi toda la Historia, para la mayoría de los seres humanos no hubo otros mundos aparte de la Tierra. La Tierra era el (único) mundo, el (único) hogar de los seres vivientes. Para los antiguos observadores, el firmamento era exactamente lo que parecía ser; un dosel que cubría el mundo, azul de día y punteado por el fulgor redondo del sol; negro de noche y tachonado por la brillantez de las estrellas”.
Para los hombres y mujeres de la antigüedad, la Tierra era esa superficie plana (idea que todavía defienden una minoría de excéntricos “terraplanistas”), de límites insospechados, cubierta por una especie de tapiz, a modo de palio, cuya observa-ción permitía ver cómo el sol, la luna, las estrellas y los planetas giraban a su alrededor. Pero entonces, aquellas luces en la oscuridad de la noche eran percibidas como pequeñas fogatas en el cielo y nunca como estrellas que podían albergar otros mundos… y mucho menos habitados.
“Para los hombres y mujeres de la antigüedad, la era esa superficie plana, de límites insospechados, cubierta por una especie de tapiz, a modo de palio, cuya observación permitía ver cómo