En el artículo «Computing Machinery and Intelligence» de 1950, el matemático y héroe de la Segunda Guerra Mundial Alan Turing, planteaba la siguiente cuestión: «¿Pueden pensar las máquinas? » De hecho, la correcta formulación de la pregunta le llevó a Turing a diseñar una herramienta capaz de evaluar el comportamiento inteligente de una máquina similar al de un ser humano, el llamado test de Turing. Un evaluador externo, separado de un ser humano y de la máquina debía ser incapaz de distinguirlos en conversaciones entre ambos. Para superar el test, la máquina debía engañar al juez más del 30 % del tiempo de conversación. Turing pronosticó que en el año 2000 las máquinas serían capaces de imitar tan bien a los humanos que en, al menos, el 70% de los interrogatorios no se detectarían a las máquinas. Y acertó, con cierto retraso.
En 1990 la Royal Society de Londres con el apoyo del empresario Hugo Loebner puso en marcha el Premio Loebner, un concurso anual para intentar resolver la prueba expuesta por el científico británico cuatro décadas antes. El 7 de junio de 2014 el ordenador «Eugene» consiguió alzarse con el galardón al convencer al 33 % de los jueces de que en realidad era el niño ucraniano Eugene Goostman, al que le gustaba comer hamburguesas y dulces, y cuyo padre trabajaba de ginecólogo.
EL APRENDIZAJE AUTOMÁTICO, LA AUTÉNTICA CLAVE DE LA ÚLTIMA DÉCADA
El artículo y test de Turing sentaron las bases de la Inteligencia Artificial (IA), sus objetivos, y ha sido un punto de referencia durante más de 70 años. La evolución de la IA en las últimas décadas ha sido espectacular, aplicándose exitosamente en campos tan diferentes como la y el aumento de los recursos computacionales ha desarrollado nuevos y potentes algoritmos que han permitido a las redes neuronales llegar a ser de aprendizaje autónomo. Hasta alcanzar este punto se ha recorrido un largo camino de éxitos y fracasos.