Llegamos al yacimiento arqueológico de Magdala al caer la tarde, cuando el cielo comenzó a cambiar su límpido color azul por tonos rosas y anaranjados. Desde que a mediados de los años 30 del siglo pasado, el padre Bellarmino Bagatti afirmara en su libro Antichi Villaggi Cristiani di Galilea que había encontrado la ubicación de la aldea donde nació la discípula predilecta de Jesús, los padres franciscanos no tardaron en hacerse con el control del lugar. Pero no será hasta 1970 cuando encuentren bajo el terreno unas termas romanas, varias mikvés – piscinas rituales judías–, así como un puerto pesquero. Prueba más que evidente de un antiguo asentamiento hebreo en el lugar.
LA SEGUNDA VENIDA
En 2009, la Autoridad de Antigüedades de Israel pudo además localizar la antigua sinagoga de la ciudad, en cuyo centro se halló un tesoro de incalculable valor: la piedra de Magdala. Nada más y nada menos que un bloque de roca caliza con varias réplicas cinceladas de los objetos que se encontraban en el Segundo Templo de Jerusalén, entre los que destaca el recinto del Sancta Sanctorum, dos jarras de doble asa y el candelabro de siete brazos –Menorah– que fue robado por el general Tito tras la toma de Jerusalén en el año 70 d. C. y llevado a Roma.
En tiempos de Jesús, la piedra de Magdala era considerada como una representación del Templo de Jerusalén y encima de ella podían leerse los rollos de la Torah, los libros de los profetas e incluso los , conocidos también como «los escritos sapienciales» que completan la –Biblia hebrea–. Aunque el monumento original actualmente se encuentra en el Museo Rockefeller, eso no es óbice para que la réplica que han dejado en el yacimiento nos haga soñar con la idea de que el rabino de la cercana villa de Nazaret pudiera haber dado alguna que otra enseñanza en este lugar o leído algún pasaje de los libros sagrados