El pasado mes de septiembre asistimos al ritual histórico del funeral de la reina Isabel II de Inglaterra, que parecía interminable (¡duró 10 días!) y se celebró con una pompa que podría resultar desmesurada, cuando no arcaica y estrafalaria, en el siglo XXI. Pero los rituales, elaborados o sencillos, se llevan a cabo en todas las sociedades desde tiempo inmemorial. Más allá de los sociales (ritos de paso, curación, expiación, fiestas, políticos, etc.), todo el mundo practica alguno en la creencia de que puede aportarle algún beneficio, aunque simplemente sea estrenar una prenda roja el día de Año Nuevo. No importa de qué tipo sea el ritual –religioso o no– porque la fuerza psíquica que se desencadena a su alrededor es muy poderosa. Al menos así suelen creerlo las personas que los practican y, por mucho que se los tache de papanatas, la investigación los avala.
Sin ir más atrás, recordemos el trabajo sobre la oración –un ritual por excelencia– que en 1998 el doctor Herbert Benson, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, llevó a cabo para investigarla en relación con sus posibles efectos terapéuticos. Los resultados de su trabajo, titulado , se publicaron en 2006 y, aunque en lo relativo a la oración de intercesión o mediación dirigida a personas operadas de corazón no fueron positivos, Benson consideró que la oración tiene efectos físicos beneficiosos, según manifestó en un vídeo grabado en 2014: «Sí, hay una conexión entre la oración y la curación. Hemos estudiado a personas