DESDE HACE OCHO AÑOS vivo con mi perro Charlie que, a pesar de ser un sabueso, es pésimo para rastrear olores. Siempre que llego a casa me recibe con júbilo, aunque solo haya salido a la tienda. Cuando río, escucho su cola golpetear en el suelo de la habitación contigua; reacciona a mi alegría así no me vea.
Aunque compartimos ese vínculo, a menudo me siento junto a él en el sofá, lo abrazo y le pregunto a mi esposa: “¿Crees que me ama?”. “¡Sí, sí!”, responde con apenas un toque de exasperación, algo generoso de su parte si tomo en cuenta la frecuencia con la que lo hago.
Este podría considerarse un ritual en nuestra casa. Me pregunto si Charlie pensará algo al respecto. Al verlo tomar el sol en el porche, una interrogante más profunda viene a mi mente: ¿qué tanto se parecen las mentes de los animales a las nuestras? ¿Tendrán pensamientos, sentimientos y recuerdos como nosotros?
Como humanos, aún nos consideramos distintos a los demás animales. No obstante, en los últimos 50 años los científicos han acumulado evidencias de inteligencia en muchas especies no humanas. El cuervo de Nueva Caledonia usa ramitas para extraer larvas de insectos de las cortezas de los árboles. Los pulpos resuelven acertijos y protegen la entrada de sus madrigueras con rocas. No hay duda de que muchos animales poseen capacidades cognitivas extraordinarias. Pero, ¿podrían ser más que simples autómatas sofisticados que solo se ocupan de sobrevivir y procrear?
Cada vez más estudios conductuales, en combinación con observaciones en la naturaleza –como una orca que empujó a su cría muerta durante semanas–, revelan que muchas especies tienen más en común con los humanos de lo que se creía. Los elefantes guardan luto, los delfines juegan por diversión, las sepias tienen diferentes personalidades, los cuervos parecen responder al estado emocional de otros cuervos. Muchos primates forman amistades sólidas. En algunas especies, como los elefantes y las orcas, los más viejos comparten con los jóvenes los conocimientos adquiridos por experiencia. Otras, como las ratas, realizan actos de empatía y bondad.
Este panorama emergente de conciencia, entre especies no humanas tan diversas, es como una revolución copernicana en la manera en que vemos a aquellos seres con los que compartimos el planeta. Hasta hace unas tres décadas, las mentes de los animales ni siquiera eran consideradas un tema digno de una investigación. “Y que los animales tuvieran emociones… eso era para románticos”, observa el etólogo