Una fría noche de comienzos de 1916, borracho y alicaído, Rasputín le confesó a su amigo Gueorgui Petróvitch Sazónov que era un auténtico diablo. “Soy un demonio y un pecador, mientras que antes era santo”. Así lo relató Sazónov a la Comisión Extraordinaria de Inspección para la Investigación de Actos Ilegales por parte de los ministros y otras personas responsables del régimen zarista, creada el 4 de marzo de 1917 tras el triunfo de la revolución de febrero con el objetivo de depurar las responsabilidades políticas derivadas de la administración anterior. Y Rasputín, ya fallecido, fue uno de los investigados.
Pero ni siquiera tal iniciativa logró arrojar más luz sobre la verdadera esencia de aquel campesino con aura de místico y que, con muy escasa cultura, terminó involucrándose en la vida y política de la familia imperial rusa, los Románov. Es lo que asegura el historiador Edvard Radzinsky en su libro Los archivos secretos de Rasputín (Ares y Mares, 2003), donde señala que “todo lo que rodea a esta figura es incierto y misterioso”.
Grígori Yefímovich Rasputín nació el 9 de enero de 1869 en Pokróvskoye, una aldea situada en la llanura siberiana. Y, según lo que indicaron sus amigos de juventud a la citada comisión, era alguien conflictivo: “Su padre lo enviaba por grano y heno a Tiumén, a unas 80 verstas de distancia –una versta equivale a 1,066.8 metros– y él regresaba a pie, caminando las 80 verstas sin dinero, derrotado y borracho, y a veces incluso sin los