Sabemos que todo es energía, que todo es vibración y que hay una fuente que precede a la energía, así como la energía precede a la materia. El origen de dicha energía (o lo que la anima) se conoce en Japón con el nombre de Ki, uno de los principios nucleares de la filosofía oriental y la macrobiótica. Este mismo concepto era común a otras culturas, con diferentes nombres (en China, Chi, en India, Prana y en el cristianismo, Ánima).
La sabiduría de los antiguos orientales, junto con su conexión y unidad con el medioambiente, les permition percibir esa cualidad invisible y sutil aunque posteriormente se designara con el nombre de «Energía». Pero el Ki no es la energía concebida por Newton, sino una cualidad invisible cercana a nuestra percepción sensorial. Dicha conexión también la tenemos en contacto con la naturaleza. El Ki representa la energía universal, la base de la creación de todo lo que existe, que fluye a través de nuestra anatomía sutil, chacras y meridianos.
Para mí Ki es lo que anima todo lo que existe, el «Ánima de la Vida». La sensación de vitalidad y vigor cuando subimos la cima de una montaña, cerca de algunas cascadas o en una playa desierta con un mar embravecido. No podemos cuantificar estas manifestaciones de la naturaleza con instrumentos de medida, pero sí percibir inequívocamente las manifestaciones de Ki. Ello nos anima a buscar lo mejor que hay dentro de nosotros, de la misma manera que cuando recibimos el darshan (la mirada o presencia de un ser carismático), nos estimula y nos imprime parte de sus cualidades (aunque también percibimos el Ki