Genes contra el hambre
La biotecnología es una herramienta clave para asegurar el futuro alimentario del planeta. La cooperación con los países pobres no debe ser solo económica, sino sobre todo científica
El proverbio oriental se ha quedado muy antiguo —es lo que tienen los proverbios—. El dilema ya no está en si hay que dar un pez a una persona para que coma o en si hay que enseñarle a pescar. Ahora hay que darle el pez y la caña, pero no un pez cualquiera: tiene que ser de una especie autóctona, criado en condiciones de sostenibilidad, a ser posible estéril para que si escapa del estanque no altere el ecosistema; tiene que tener una determinada composición de grasas y proteínas, y por supuesto estar libre de metales pesados o de otros contaminantes. Y que se conserve lo mejor posible, para que se pueda transportar o guardar. ¿Y la caña? Que no esquilme, que sea reciclable, que la puedan usar igual de fácilmente hombres y mujeres, que tenga un cebo específico para el pez que se quiere capturar... La lucha contra el hambre es una constante en la historia de la humanidad, pero los métodos deben adaptarse al conocimiento.
No se trata de ponerse exigente. Con 7.000 millones de habitantes en el planeta y una previsión de crecimiento imparable —se espera que seamos más de 9.000 millones en 2050— hay que poner todos los medios para que las soluciones que se tomen no sean, y nunca mejor dicho, pan para hoy y hambre para mañana. Y de todo el conocimiento disponible, la biotecnología se perfila como una de las herramientas más potentes para usar. El título de las jornadas organizadas por la Fundación Ramón Areces y la Asociación EuroBioLatina que han tenido lugar en Madrid el 29 y 30 de enero, Cooperación en biotecnología contra el hambre, no es más que un reflejo de esta necesidad de usar la mejor ciencia para el mejor resultado.
“La producción de alimentos es una de las grandes prioridades a nivel mundial”, lanzó como pistoletazo de salida Federico Mayor Zaragoza, ex director general de la Unesco, presidente de honor de BioEuroLatina y presidente del Consejo Científico de la Fundación Ramón Areces. Pero no solo se trata de producir “una mayor cantidad, sino, sobre todo, una mayor calidad”. El problema del hambre “no es nuevo; es un genocidio diario” de 65.000 personas, “pero siempre se ha obviado”, añadió Mayor Zaragoza.
La diferencia, para los reunidos, es que ahora se tiene la ciencia para afrontar definitivamente el problema. La ONU lo tenía claro cuando estableció el primero de sus Objetivos de Desarrollo del Milenio: “Erradicar la pobreza extrema y el hambre”. Pero el tiempo pasa, y la fecha final de este propósito, 2015, está demasiado cerca como para relajarse.
La población mundial pasará de 7.000 a 9.000 millones en 40 años
Y el asunto puede ir a peor. “El aumento de población va a suponer producir un 70% más de alimentos”, afirmó en una intervención grabada el presidente de la fundación, Albert Sasson. Y todo ello en condiciones adversas: el calentamiento amenaza la base de la nutrición mundial, que es la agricultura. “Nos enfrentamos a un entorno no predecible”, señaló Juan María Vázquez Rojas, director general de Investigación del Ministerio de Economía y Competitividad. “Con el cambio climático cambiarán los vectores de las enfermedades de las plantas y los animales; España va a estar sometida a un estrés hídrico importante”. Y, aunque parezca una contradicción, el desarrollo de gran cantidad de población aumenta la presión sobre los recursos básicos. “Entre 1993 y 2020 el consumo de carne va a aumentar un 14% en los países desarrollados, pero va a hacerlo un 50% en los emergentes, como China y el sureste asiático”, dijo Vázquez. Y esto supondrá que habrá que aumentar la cosecha de cereales para alimentar a los animales, y, con ello, el consumo de agua. “Solo desde la eficiencia podremos afrontarlo”, dijo.
Pero la tecnología no lo es todo. “El problema del hambre no es científico; es político”, afirmó Alfredo Aguilar, exdirector de la Unidad de Biotecnología de la Comisión Europea. “Hace falta un capital político”, coincidió Carlos Malpica, vicepresidente de la Fundación BioEuroLatina. Y ahí entra en juego la cooperación internacional. Pero no en un sentido unidireccional, de rico a pobre, matiza Sasson. Malpica pone el ejemplo del papel que puede desempeñar España. Pese a su nombre, la fundación ha abierto sus proyectos a África, sobre todo a la occidental. “A diferencia que en América, España no tiene ahí una imagen de antigua potencia. Y eso puede ayudar a abrir la cooperación”. Y, “cuando se habla de hambre, África es el gran desafío”, sentenció Sasson.
Eso sí, significativamente, esta fundación ha buscado la colaboración del Ministerio de Economía y Competitividad, que es el encargado actualmente de la investigación e innovación, y no del de Exteriores, que alberga la ayuda al desarrollo tradicional. Aparte de que esta se haya desplomado (su dotación ha pasado de cinco millones a 300.000 euros), si se quiere afrontar el problema del hambre de una manera eficaz, hay que apuntar con precisión.
Ya no sirven los grandes proyectos, tirar con fuego graneado. España hizo en los años de vacas gordas un esfuerzo importante para acercarse al famoso 0,7% del PIB dedicado al desarrollo, pero, como critican muchas organizaciones —por ejemplo, ISGlobal, una dedicada a temas sanitarios— para ello se hicieron importantes aportaciones a grandes programas que permitían incrementar la ayuda sin necesidad de hacer un seguimiento detallado proyecto a proyecto. En cambio, la labor que se plantea este tipo de organizaciones es más de francotirador, de cirujano de precisión. Se podría decir que la biotecnología, por su naturaleza, va a lo más pequeño, a las células y, sobre todo, a sus genes, y que su manejo e investigación pide también una precisión que da también la pequeña escala.
Las necesidades de comida crecerán un 70%. Y se pedirá más carne
Sasson enumeró múltiples aplicaciones: microorganismos que fijen nitrógeno en el suelo; cultivos enriquecidos con antioxidantes, minerales (cinc, hierro), vitaminas; semillas que aguanten sequías o suelos salinos; plantas que soporten la inmersión; producir nuevas variedades que incluyan esas características. Todo ello supone trabajar, directa o indirectamente, con los componentes fundamentales de la vida: los genes. Estas partes del ADN contienen las instrucciones para los procesos biológicos: elimina sal, cierra poros y bombea agua, almacena hierro, crea vitaminas, fabrica defensas, aumenta la cantidad de proteínas, la de fibra...
Esto no es radicalmente nuevo. Sin saberlo, los agricultores y ganaderos del mundo han trabajado sobre ellos. Es el tradicional proceso de mejora de las especies, el que hizo que una espiga de menos de una decena de granos sea ahora una mazorca con centenares de ellos (o, en un plano menos práctico, que una rosa de cinco pétalos evolucione hasta las frondosas flores actuales). La ventaja de la biotecnología es que puede acelerar el proceso. Sasson lo explica así: “Usar marcadores genéticos reduce el tiempo para conseguir una nueva variedad de 10 o 15 años a siete u ocho”. Las nuevas técnicas que permiten secuenciaciones rápidas de genes son una ayuda vital en este proceso. Pero esto, además, tiene la ventaja de que hasta países con un menor desarrollo científico pueden incorporarse, básicamente porque tienen lo fundamental: el conocimiento sobre el terreno y las variedades.
Es el caso, por ejemplo, de la investigación sobre la yuca que se realiza en el Centro de Investigaciones Agrícolas que dirige Adolphe Adjanohoun en Benin. Este cultivo es el quinto del mundo, y clave en la alimentación de África. “Pero tiene muchas plagas y enfermedades”, admite Adjanohoun. De ellas hay una, la producida por un virus, el mosaico africano, transmitido por la mosca blanca, que “no tiene control mediante productos fitosanitarios y produce una caída del rendimiento del 40% al 50%” de un producto vital para los agricultores más pobres. La lucha contra esta amenaza se ha basado en escoger las variedades más resistentes. “En los ochenta se seleccionaron 160, pero solo tres fueron aceptadas por los agricultores”, explica el investigador. El problema es que las plantas se reproducen como otros tubérculos, replantando uno, y eso ha llevado a un “envejecimiento” de las plantas, lo que las hace más vulnerables. Por tanto, urge, primero, “sanear” las cepas que ya existen. E, idealmente, conseguir nuevas variedades resistentes.
Un objetivo a medio camino
- La propuesta de la ONU. En 2000, en la denominada Cumbre del Milenio, la ONU se fijó ocho objetivos para conseguir en 2015. El primero era "erradicar la pobreza extrema y el hambre". En concreto, para 2015 se quería reducir a la mitad el número de personas que pasan hambre.
- Los hambrientos. Los datos de la ONU muestran que la cifra de personas que pasan hambre está, de manera casi constante desde 1990, en 800 millones de personas (lo que los activistas redondean en 1.000 millones). Como la población mundial ha aumentado, estos suponen un 11%.
- Mal alimentados. Otros 1.000 millones están mal alimentados en el mundo. Esta cifra, sin embargo, incluye también al grupo de los que comen de más. Son personas que consumen recursos perjudicándose ellas mismas y, quizá, impidiendo que lleguen a quienes los necesitan.
- Acceso al agua. Otros 1.000 millones no tienen acceso al agua potable, con lo que esto implica para su salud.
- Desechos y desperdicio. Aproximadamente entre el 30% y el 40% de los alimentos que se producen se tiran antes de llegar a los destinatarios. Esta proporción es similar en países ricos y pobres, aunque por distintos motivos, indica Albert Sasson, presidente de EuroBioLatina.
Otro de los proyectos discutidos en las jornadas —y que, como el de la yuca, va a ser presentado para recibir financiación de la Fundación Areces o europea— se refiere a animales. En concreto, a las alpacas andinas. Mientras en España la muerte de crías de rumiantes está entre el 5% y el 10%, dijo María Dolores Vázquez, del Departamento de Sanidad Animal de la Universidad Complutense de Madrid, en estos camélidos llega al 50%. Seleccionar los animales más resistentes —por el método que sea— sería una solución, pero combinarlo con las vacunas específicas (más biotecnología) y tratamientos contra parásitos puede ayudar a solventar el bache, porque con esa mortalidad los animales cada vez están más envejecidos y producen fibra de peor calidad. Tanto, que solo el 5% de la recogida es aceptada por las empresas.
Pero, quizá, donde la biotecnología puede entrar con más fuerza es en la acuicultura. El mar (el 70% de la superficie del planeta) es visto por los expertos como la gran fuente futura de proteínas. Actualmente, según la FAO, se capturan unos 60 millones de toneladas, y otros 20 millones se obtienen ya de granjas marinas. Pero estas son muy complejas y necesitan mucho control. “Energéticamente, son más eficientes que las terrestres, porque se trata de animales de sangre fría”, dijo Fernando Torrent, de la asociación Apromar. Además, como explicó Pere Piferrer, del Instituto de Ciencias del Mar del CSIC, muchos peces son animales cuya diferenciación sexual depende del entorno, y conseguir los más grandes (machos o hembras) ayuda a la rentabilidad. Que sean estériles es clave para evitar problemas si hay fugas, añadió Alberto Díaz, del Instituto Nacional de Tecnología Industrial de Argentina. Y para todo ello, no hace falta decirlo, la biotecnología es clave.
También lo es para el ser humano. Otro de los proyectos presentados consiste en la creación de un producto alimenticio para embarazadas en países de extrema pobreza. No hace falta insistir en sus beneficios. Pero su composición ideal sería una pura fórmula: cuántas grasas, proteínas, azúcares, minerales o incluso probióticos, que ayudan a controlar infecciones, como dijo Daniel Ramón Vidal, de la empresa Biópolis (un spin off del CSIC). El resultado sería similar a las barritas que se usan con niños malnutridos. Que las materias primas sean locales, que se pueda conservar a temperatura ambiente y que sea aceptado social y culturalmente es clave para su éxito.
Como se ve, todo es biotecnología. Quizá porque, parafraseando a la Iglesia, genes somos, y en genes nos convertiremos.
La frontera de la manipulación genética
Hablar de biotecnología y sus aplicaciones supone mentar uno de los demonios de los ecologistas: los transgénicos. Pero en un foro como el de la Asociación BioEuroLatina, centrada en la cooperación y con patrocinadores de empresas, el asunto no levantó ampollas. “En cientos de laboratorios que los están estudiando, muchos financiados por la Unión Europea, nunca se ha encontrado jamás un efecto negativo para la salud”, dijo tajantemente Alfredo Aguilar, exdirector de la Unidad de Biotecnología de la Comisión Europea.
Aguilar no quiso hacer sangre, pero mencionó, siquiera de pasada, el último estudio al respecto, el del francés Gilles-Eric Séralini, que afirmaba que en un tipo de ratones alimentados con maíz modificado había más cáncer. “La EFSA [Agencia Europea de Seguridad Alimentaria] lo ha rechazado por falto de rigor”.
Esta postura fue casi unánime en las sesiones organizadas en la Fundación Ramón Areces. Pero el hecho es que Europa se mantiene como una isla ajena a los transgénicos, que ya “suponen el 10% de la superficie cultivable del mundo, unos 170 millones de hectáreas”, dijo Albert Sasson, presidente de BioEuroLatina. “Son precisamente los agricultores de países en desarrollo, como China, India, Argentina o Filipinas, los que, detrás de los estadounidenses, más se están beneficiando”, añadió Sasson.
Y esta postura se nota fuera. “En un viaje a India los responsables me dijeron que ellos no tenían ningún problema con los transgénicos, que el problema era nuestro”, señaló Aguilar. Lo que pasa es que, por ese recelo, los indios dudan de usarlos más por miedo a que sus exportaciones sean rechazadas por el mercado europeo.
Aparte de la salud, el asunto tiene otras implicaciones. Adolphe Adjanohoun, director del Centro de Investigaciones Agrícolas de Benin, admitió que hablar de biotecnología en su país tiene un peligro: que se asocia a los transgénicos y, estos, a la situación preponderante de multinacionales extranjeras.
Ramón Clotet, secretario de la Fundación Triptólemos (llamada así por el rey que recibió el don de la agricultura según la mitología griega), también se refirió a que precisamente los recelos ante estos productos habían creado unas legislaciones complicadas que dificultaban su uso y el de otras prácticas.
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