Anatomía del amor súbito
Lo que separa al amor romántico del deseo y el apego es su naturaleza obsesiva. Se nota especialmente en tiempos de la red social
Decía Helen Fisher que el amor es un mecanismo biológico que ha evolucionado en nuestro cerebro para facilitar la reproducción y la supervivencia de la especie. Que el humano está programado para enamorarse y que hay tres clases de programas, conducidos por hormonas distintas: el deseo, el amor romántico y el apego.
El deseo sexual se activa con testosterona y estrógenos y su objetivo inmediato es la gratificación física. Es el fácil. El apego funciona con oxitocina y vasopresina, dos hormonas/neurotransmisores que se liberan con un contacto físico sostenido en el tiempo y no necesariamente sexual. Uno sirve para tener hijos y el otro para mantener los vínculos a largo plazo y garantizar el cuidado compartido de la camada, premiando el cariño y la familiaridad. Muchas de las complicaciones habituales en las relaciones entre humanos es que podemos sentir deseo sin apego y apegarnos a alguien a quien ya no queremos atravesar cada minuto del día y de la noche. La falta de sincronización entre el deseo y el apego es la base de casi todas las comedias románticas. El programa más complejo, peligroso y transformador es el amor romántico. Ese pedazo de onda. Ese culebrón.
Fisher no creía que el amor romántico fuera una construcción social que refuerza roles de género tradicionales. Tampoco es un fenómeno cultural, porque todas las culturas humanas lo han experimentado de forma muy parecida. Es una descarga de dopamina y norepinefrina en el cerebro que alcanza al portador desprevenido como un rayo camino de Damasco, y lo transforma en el mesías de una nueva religión. Un caso de sumisión química, donde un grupo de neuronas agazapadas en una región del mesencéfalo llamada área tegmental ventral empieza a producir dopamina, y a distribuirla en los barrios vulnerables del cerebro, como el núcleo accumbens y la corteza prefrontal.
Lo que sigue es un estado alterado de euforia impredecible, energía incontrolable y obsesión monomaníaca, que se multiplica retroalimentado por la obsesión paralela del otro y los consume a los dos. La reciprocidad convierte el flechazo en una alucinación compartida, una secta de dos. Esta psicosis opera la misma serie de circuitos neuronales que el deseo, el apego y la recompensa. La dopamina y la norepinefrina no son las moléculas del placer. Son la droga de la adicción.
Lo que separa al amor romántico del deseo y el apego es su naturaleza obsesiva. Se nota especialmente en tiempos de la red social. Un nuevo oráculo invade tu vida con sus acertijos simples: “Activo hace 17 minutos”, “Activo ahora”, “X liked your story”, etcétera. Es la manifestación más aguda de la trilogía negra del flechazo: dependencia emocional, ansiedad de separación y frustración de la atracción; un concepto que Fisher se inventó para describir la violenta agonía de esperar una llamada que no llega, un mensaje que no se contesta, el agravio explosivo de la conversación intensa que termina de forma unidireccional. En ese estado alterado de conciencia, todo tiene significado. Los hilos que os conectan son visibles a plena luz. Todos los libros son sobre vosotros. Todas las canciones eran sobre ti. Todas las puertas y ventanas están abiertas al mismo tiempo. Pero ni siquiera Helen Fisher podría haber dicho cuál de las dos cosas tenía delante: el fuego que salva o un incendio destructor.
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