Ciencia en el Gobierno
La creación de una Oficina Nacional de Asesoramiento Científico corrige un antiguo déficit español sobre la participación de expertos en la toma de decisiones políticas
El Gobierno ha anunciado el fichaje de medio centenar de científicos para asesorar a los ministros en las cuestiones donde la ciencia tenga algo que decir, que son muchas. No se trata solo de responder a las situaciones de emergencia con decisiones informadas por la evidencia empírica —una pandemia es el ejemplo que todo el mundo tiene en la cabeza—, sino también de utilizar la mejor ciencia disponible para elaborar estrategias a medio y largo plazo sobre los grandes retos del presente, sean sociales, tecnológicos o medioambientales. Raro será el ministerio que no se enfrente ahora mismo a alguno de ellos.
La iniciativa gubernamental suena bien, al menos sobre la partitura. Otros países europeos, la propia UE y EE UU cuentan desde hace años con asesores científicos en sus ministerios y secretarías. Todavía tenemos en la memoria el papel formidable que hizo el asesor científico de la Casa Blanca, Anthony Fauci, para contrarrestar las extravagancias del presidente Donald Trump en la crisis de la covid. Los científicos tienen un peso indudable a la hora fundamentar la toma de decisiones políticas en los países de nuestro entorno. España sufre un atraso secular en este apartado, y el proyecto del Gobierno puede contribuir a que el país ponga el reloj en hora de una vez.
Habrá una oficina central en Moncloa (Oficina Nacional de Asesoramiento Científico, ONAC), con 12 asesores dependientes de Presidencia del Gobierno; y otra en el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), el mayor organismo de investigación pública de España, donde trabajarán 11 asesores. El precedente es la Oficina C del Congreso de los Diputados, fundada hace dos años con un presupuesto de 200.000 euros, pero la iniciativa actual supone un salto cualitativo, con 10 millones anuales.
La asesoría no cubrirá solo las ciencias duras (física, química, biología, matemáticas), sino también las ciencias sociales y humanas. La discusión sobre si llamar ciencias a estas últimas es antiguo y estéril. Que la sociología, la economía o la antropología se llamen ciencias o no carece de importancia, y los científicos duros harían bien en acoger los aspectos más empíricos de esas disciplinas como una victoria de su estrategia para el avance del conocimiento.
La mayor duda sobre las nuevas asesorías científicas está en su continuidad con los futuros gobiernos. Sería desmoralizante que esta iniciativa transformadora se quedara en flor de una legislatura, y el encrespado panorama de la política actual no parece el más favorable para alcanzar un acuerdo de Estado al respecto. El precedente de la Oficina C del Congreso, que contó con un amplio consenso parlamentario, resulta esperanzador. Ojalá la inteligencia política se imponga sobre la estrategia partidista. Que los científicos intervengan en el debate público solo puede mejorar las cosas, excepto para los negacionistas y para los vendedores ambulantes de irracionalidad.
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