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Las otras vidas
Tribuna
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Como el que oye llover

No sé si es la paciencia, la curiosidad o la falta de carácter, pero soy incapaz de interrumpir a quien me está hablando

Como el que oye llover. Antonio Muñoz Molina
Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

Estoy sentado en un banco en la calle, o en una estación, o una sala de espera, y alguien se sienta a mi lado y me cuenta lo que se le pasa por la cabeza. Estaba pasando el rato, en el Paseo de Recoletos, haciendo hora para ir a una comida, y un hombre que llevaba varias bolsas de plástico llenas de cosas en las manos y una mochila a la espalda se paró delante de mí y se quedó mirándome fijo con los ojos empequeñecidos por unas gafas antiguas de culo de vaso. Me contó que tenía una enfermedad con un nombre técnico del que ahora no me acuerdo, pero que los médicos se negaban a reconocerla, “por intereses oscuros”. Análisis reveladores se habían extraviado sin rastro. Había viajado a Londres con la esperanza de que los médicos de allí no formaran parte de aquella evidente conjura, y al principio todo había ido bien, pero poco a poco se dio cuenta de lo que estaban tramando, y pudo escapar a tiempo. “Escriba sobre eso”, me dijo, siempre de pie, sin dejar las bolsas en el suelo, con una vehemencia que llamaba la atención de algunas personas que pasaban. “Usted que puede, cuente lo que me está pasando”. Los periodistas a los que se había dirigido eran tan cobardes como los médicos. El lobby de las vacunas lo controlaba todo. Un abogado al que quiso contratar se echó atrás en el último momento.

Soy incapaz de interrumpir a quien me está hablando. Aquel hombre no paraba, por momentos afable, luego receloso, mirando a un lado y a otro, con sus ojos diminutos y miopes tras las gafas. El restaurante de mi cita no quedaba lejos, pero ya empezaba a hacérseme tarde. Aquel hombre estaba solo contra el mundo y empezaba a sospechar también de mí. Pero ni él dejaba de hablar con sus gesticulaciones nerviosas ni yo dejaba de prestarle atención ni me levantaba del banco. Cuando iba a hacerlo él se me adelantó porque el semáforo cercano se había puesto en verde y sin decirme adiós se alejó entre la gente que cruzaba la calle.

Estaba sentado un día, en Nueva York, esperando turno en una tienda de móviles, y un hombre grande y calvo, muy pálido, con barba de varios días, aunque no con aire de indigente, se fijó en el libro que estaba leyendo, una antología de poemas de William Carlos Willams que había comprado un rato antes en uno de los puestos de segunda mano que había en las aceras de la parte alta de Broadway. Me preguntó si me gustaba mucho la poesía. Me dijo que él también era poeta. Debió de ver en mí un gesto involuntario de incredulidad y me dijo que le gustaría mucho regalarme un libro suyo. Absurdamente, le dije que podía mandármelo a mi casa por correo, incluso dejármelo en aquella misma tienda del vecindario. Mejor aún, me dijo, me lo podía regalar de inmediato. No era que anduviese por ahí cargado de libros suyos para regalárselos a la gente. Vivía a un paso de allí, a la vuelta de la esquina, en uno de aquellos edificios severos del Upper West Side. ¿Por qué no subía yo con él a su apartamento, y así podía darme el libro dedicado? ¿No me gustaba tanto la poesía?

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No sé si es la paciencia o la curiosidad o tan solo la falta de carácter lo que me impide desembarazarme con soltura de estas situaciones. La casa del grandullón no estaba tan cerca. Había que cruzar al otro lado de West End Avenue. Caminaba enérgicamente con unos zapatones negros y un deslavazado abrigo negro, hablándome de los libros que llevaba publicados, sin que le hiciera caso nadie, sin que los críticos mercenarios de The New York Times tomaran nota de su existencia. De pie a su lado en el enorme ascensor era bastante más alto que yo. Abrió una puerta y me dejó pasar. Me encontré en el apartamento más desordenado y más sucio en el que he estado nunca. Había pilas de libros y papeles arrumbados por todas partes, bolsas negras de basura, recipientes de comida para llevar sobre las mesas, en las estanterías, en el suelo, con grados diversos de deterioro y malos olores. Había desfiladeros estrechos entre las montañas de libros y cosas. Emergió de uno de ellos con su volumen de poemas como si hubiera encontrado un objeto de valor en un vertedero. Todo tardaba mucho, o así me parecía. Había tardado en encontrar el libro y ahora tardaba buscando por los múltiples bolsillos del abrigo y del pantalón un bolígrafo con el que dedicármelo. Cuando salí de allí, con tanto alivio como irritación conmigo mismo, subiendo por la ancha acera populosa de Broadway, miré la dedicatoria, escrita en una letra errática, tan ininteligible como los poemas verbosos y pobremente impresos, como los de un imitador de T.S. Eliot que hubiera perdido la razón.

Mi mujer dice que hay algo en mí que les permite identificarme. Estaba en uno de los escasos asientos de la estación de Chamartín, en medio del caos de los viajeros y los anuncios por megafonía de trenes retrasados, y un hombre de unos setenta y tantos años, empujando un carro con varias maletas, me preguntó si estaba libre el asiento a mi lado. “Es que me han operado y tengo que sentarme”. Sacó una cartera, y de ella una especie de carnet sanitario: “Mire, no le miento, aquí viene explicada mi minusvalía”. Le dije que no hacía falta, y hasta me hice a un lado para que tuviera más sitio. “Es para que no piense que soy un caprichoso”, me dijo, desplomándose junto a mí. Y entonces empezó su monólogo, agravado porque se me acercaba mucho. “No señor. Yo no soy como esos caprichosos que votan a Perro Sánchez. Caprichosos, caprichosas y caprichoses. Todos hijoputas y traidores. Ya lo dice Cervantes en su libro, y Cervantes no era tonto precisamente. A Sancho Panza lo llaman traidor y don Quijote saca la cara por él y dice que los traidores son los otros. El Perro quiere ser un caudillo. En España los caudillos han tenido siempre muy mala leche, como don Paco. Si don Paco no me calló, tampoco me van a callar a mí estos hijos de puta, con su memoria histórica, chupando huesos de muertos. El alcalde comunista de mi pueblo fusiló a doscientas personas en la guerra. ¿Esos esqueletos no los buscan? Fusiló a doscientos y los llevó en camiones fuera del término municipal para que los enterraran otros. ¿Y qué me dice usted de García Lorca? ¿No ha dicho ya la familia que ellos no quieren que sigan buscando los huesos? Por mil pesetas lo mataron. Mil pesetas cobró el que lo mató. ¿Usted no sabía eso? Y el Perro buscando huesos de muertos y queriendo engañar a los votantes y a las votantas y los votantos, y la Begoña robando lo suyo, otra hija de puta...”

Hubiera querido oírlo como quien oye llover, pero me perturbaba esa voz tan cercana, la boca moviéndose delante de mí. Tuve la suerte de que anunciaron por los altavoces su tren y se marchó tan aprisa como pudo, cojeando, empujando maletas, encorvado, murmurando sus interjecciones siempre repetidas, hijoputas, traidores, Perro Sánchez, el Perro, caprichosos, votantas, solo y enconado entre el desorden de la gente, poseído por un odio en el que había una intensidad física más agresiva que las palabras mismas con que lo formulaba, palabras prestadas de la bronca política, del zumbido de avispas de las feroces tertulias de la radio extremista y los sumideros de las redes sociales, con su claustrofobia de burbujas herméticas tan enrarecidas como la mente de este hombre, en la que parecía confundirse el desvarío ideológico y el trastorno mental. Pensé en la responsabilidad de quien habla o escribe en público: en la toxicidad de una atmósfera en la que no hay tregua para la violencia verbal, la calumnia, la injuria, el sarcasmo hacia el que dejó de ser adversario y ahora es solo enemigo. Pensé también que quizás no debiera sentarme solo nunca más en los bancos de la calle o las salas de espera.

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