Terror en Moscú
El Estado Islámico reivindica la brutal matanza en una sala de espectáculos, y Putin trata de endosar el atentado a Ucrania
Un comando terrorista, que los expertos señalan que forma parte del Estado Islámico de Jorasán (ISIS-K), ha reivindicado el atentado en el Crocus City Hall, una gran sala de espectáculos en las afueras de Moscú, donde ha perpetrado una de las mayores carnicerías de las últimas décadas. Los asesinos mataron a sangre fría y uno a uno, con armas automáticas de combate, a más de un centenar de los espectadores que acudían a un concierto, dejaron malheridos a otros tantos y luego prendieron fuego al complejo comercial. Un horror frente al que solo cabe la condena más firme y la solidaridad con las víctimas y con todo el pueblo ruso. Nadie escapa hoy a la acción del terrorismo, tampoco los regímenes militarizados y policiales como el de Vladímir Putin, que normalmente dedican el trabajo de sus fuerzas del orden a reprimir a la oposición y a controlar a la población, en vez de protegerla.
Si el yihadismo ha vuelto a actuar, lo ha hecho con la brutalidad y el fanatismo que han caracterizado todos sus atentados de los últimos años. El ataque se ha producido, además, en un lugar de ocio aprovechando la reunión de miles de personas que se disponían simplemente a pasar un buen rato. El radicalismo islamista ha exhibido en muchas ocasiones su intolerancia contra los hábitos de los infieles, una marca indisociable de su identidad. Rusia se había convertido en objetivo del Estado Islámico desde hace tiempo por su colaboración con el régimen de Bachar el Asad durante la guerra de Siria, por el apoyo que ha dado al movimiento de los talibanes, uno de sus grandes enemigos en una región altamente explosiva, y por amenazar sus posiciones en zonas como el Sahel. A nadie se le escapa que la matanza añade mayor inestabilidad a un escenario global fracturado por la guerra en Ucrania y por la dramática situación de la franja de Gaza y que devuelve el protagonismo a la agenda desestabilizadora de los sectores yihadistas más agresivos.
Rusia ha sufrido ya en otras ocasiones atentados abominables que se han cobrado cifras desoladoras de muertos y heridos. Así sucedió en el teatro Dubrovka de Moscú, 130 muertos en 2002, o en la toma de rehenes en la escuela de Beslán en 2004, 334 fallecidos. Esta vez, la matanza se produce justo después de que Putin recibiera el respaldo de las urnas en unas elecciones fraudulentas con las que pretende reforzar su proyecto mesiánico de recuperar el viejo resplandor imperial ruso que ha tenido su capítulo más agresivo en la guerra de invasión iniciada en Ucrania. Los servicios secretos británicos y estadounidenses habían advertido a las autoridades rusas de un posible atentado, al igual que la Embajada de Washington en Moscú, pero el propio Putin consideró tales mensajes como un chantaje y una intimidación contra la población. Dictaduras como la de Putin saben sacar provecho de todas las circunstancias, y esta vez ha procurado desde primera hora endosar la responsabilidad por la matanza a Ucrania, a pesar de que el Estado Islámico tardara muy poco en reclamar la autoría de esta nueva barbarie.
Los terroristas solo creen en el poder de las armas, y esta vez han apuntado a Moscú. En un escenario global profundamente inestable, todavía es difícil barruntar las consecuencias que puede provocar la furia del yihadismo, que ha vuelto a desatar sus más negros presagios, y el uso que un autócrata como Putin haga en su beneficio de la barbarie que este viernes ha sufrido el pueblo ruso.
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