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TRIBUNA
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Mañana en La Chalana piensa en mí

El ‘caso Koldo’ apunta al núcleo de la justificación histórica con que un Gobierno se explica a sí mismo y ante los demás

Pedro Sánchez aplaude este jueves en el Congreso junto a miembros del Gobierno y diputados socialistas la aprobación del dictamen de la ley de amnistía.
Pedro Sánchez aplaude este jueves en el Congreso junto a miembros del Gobierno y diputados socialistas la aprobación del dictamen de la ley de amnistía.Zipi (EFE)
Ignacio Peyró

A Pedro Sánchez lo han comparado a Napoleón, a Julien Sorel, a lady Macbeth y —casi casi— a la peste bubónica: déjenme ser el primero en compararlo a un oscuro primer ministro británico llamado Harold Macmillan. En principio, son especies distintas del animal político. Uno era un viejo tory; el otro es un socialista moderno. Uno enfermaba antes de comparecer en el Parlamento; el otro, antes que ponerse malo, ha llegado incluso a poner a Óscar Puente. Algunos cambios los da la época: a Sánchez le gusta la música indie y a Macmillan le gustaba la literatura lluviosa del siglo XIX. Ambos, sin embargo, coinciden en el perfil: políticos enérgicos, con propósito reformista, afán nivelador y una preocupación insistente por ser contemporáneos. Los dos entienden bien el frío del poder: Sánchez ha llegado a inmolar a sus más cercanos y Macmillan cesó a siete ministros una noche. A Macmillan le llamaban “el impávido”; Sánchez ha querido hacer leyenda como resistente. Sí, algunos cambios los da la época: Macmillan fue héroe de guerra y Sánchez solo superviviente del Comité Federal.

Sus problemas también son parecidos. Hace 60 años, el caso Profumo descolocó el sistema político británico. El ministro de Guerra, Jack Profumo, había tenido una breve liaison con la corista Christine Keeler, quien a su vez se veía con Yevgueni Ivanov, agregado naval, por no decir espía, de los soviéticos. Interpelado en los Comunes, el ministro mintió y el Gobierno de Macmillan iba ya a tener las horas contadas. Eran tiempos más pacatos, sobre todo en el pacato Reino Unido. El caso Profumo, sin embargo, propició algo más que el entretenido estupor con que se siguen los escándalos sexuales. Generó un impacto de descrédito hacia una clase gobernante aristocrática en la que hasta entonces se confiaba. Minó el prestigio del poder al confirmar las sospechas sobre su doble moral. Y así, no solo “selló la decadencia del viejo establishment británico”, como escribe Wedgwood-Benn: también detonó el comienzo de un nuevo torismo meritocrático que culminaría con la Thatcher.

Si la de Profumo parece una historia de Graham Greene, la de Koldo bien puede estar entre Torrente y Bigas Luna: el fuste de la humanidad se tuerce de maneras bien diversas. A la vez, el efecto desmoralizador y desmovilizador resulta similar. Macmillan formó Ejecutivos cuajados de etonianos, la crema del país. Sánchez, guapo como Trudeau y moderno como un líder liberal holandés —¡esas solapas afiladas!—, montó un “Gobierno bonito”: paritario, tecnocrático, científico en tiempos pandémicos y siempre europeísta con sello Von der Leyen. Hasta un astronauta tenía: un Gobierno precioso. Su legitimidad intelectual no provenía, como en el felipismo dorado, de los cuerpos del Estado, sino de las élites tuiteras de politólogos y científicos sociales, opinadores y tertulianos, súbitamente coagulados en torno a un Ejecutivo nacido contra la corrupción y la austeridad del PP. Nadie ha recordado que la moción de censura contra Rajoy la presentó José Luis Ábalos: ¡la gran belleza! Su tono en la sesión iba a ser tan apabullante que Torquemada podía haber pasado por exministro de UCD. Rajoy, hombre de atenuaciones, no tuvo más remedio que acusarle de “exagerar retóricamente”. En un momento dado, le lanzó una pregunta que aún espera el bateo: “Señor Ábalos, ¿pueden ustedes presumir de incorruptos?”.

Como el caso Profumo, el caso Koldo apunta a la vena cava de la justificación histórica con que un Gobierno se explica a sí mismo y ante los demás. Ábalos había estado en la Covadonga del sanchismo, en la épica del Peugeot. De él dependían entonces muchas nóminas e iban a depender muchos contratos. Así, el caso Koldo ha irrumpido en el relato de Sánchez como un eructo de La Chalana en una charla sobre la Agenda 2030, pero —igual que en tiempos de Macmillan— el daño no queda ahí: pone a ojos de todos las leyes de hierro que operan en las oligarquías partidistas; nos habla de la parasitación del Estado por esos mismos intereses de partido, y desmoraliza y desmoviliza y genera desapegos, como toda corrupción. Si uno quiere saber si es justo en su aproximación a Ábalos, basta preguntarse qué pensaría si habláramos, por ejemplo, de Federico Trillo.

Tras un vertido de BP en el golfo de México, Obama acertó a sintetizar en una frase todo un manual de gestión de comunicación de crisis: preguntó a quién tenía que darle la patada en el culo. El Gobierno ha aplicado la lección con ejemplaridad, aunque no solo se ha limitado a poner el cortafuegos en torno a Ábalos. Ahí está el disimule de tantos medios. Los señuelos y bengalas —Tellado, Ayuso— para desenfocar la atención. Incluso algún que otro reportaje según el cual Koldo no era malo, sino que era un pringaíllo. Pero la crisis es grande cuando se necesitan una amnistía y un ayusazo para taparla.

Decir que la legislatura acaba de empezar es un mensaje bien tirado. Sin embargo, la misma La Moncloa que desde fuera parece un jardín se vive desde dentro como una ciudadela asediada: toda euforia hay que entenderla como publicidad. Abstraigamos para ver dónde estábamos hace un mes, dónde estaremos en un par de meses. Y ahí aparece el tembleque en cada sesión parlamentaria. El espejo portugués. La sorpresa de las catalanas, la incertidumbre de las vascas y la agonía de las europeas. El chute de licor café gallego de Feijóo y el licuado de Vox. Y un Gobierno que pasó de la ambición tecnocrática al enroque del muro y de los nombres con peso a los ministros sin perfil. El mercado del argumentario político, en fin, va tan a la baja que ya se trata de preferir el olor de una corrupción al olor de la otra.

Sánchez introdujo un factor de incertidumbre en una política española hasta entonces sencilla de leer: a saber si, en verdad, la legislatura acaba de empezar. Es fácil pensar, en todo caso, que tiene más tiempo por detrás que por delante. El caso Profumo, como se ha dicho, fue el preludio de un nuevo torismo. El caso Koldo reescribe el mito de un Gobierno sin pecado concebido. Macmillan decía que lo más difícil de la política eran “los imprevistos, hijo, los imprevistos”: nadie dudaba qué iban a ser PSOE o PP después de González o Aznar, pero es arriesgado aventurar qué será el PSOE después de Sánchez. Y en cualquier momento comienzan a soplar esos que también Macmillan fue el primero en llamar “vientos de cambio”.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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