Patatas calientes
La seriedad consiste en que lo que esté en tu mano sea tu responsabilidad, que transmitas un control absoluto incluso sobre lo inesperado o ardiente. Lo otro es oportunismo y disimulo
A veces las expresiones populares alcanzan tal éxito que se incorporan al lenguaje con una naturalidad que nos obliga a esforzarnos para reparar en ellas. Hay metáforas que nacen tan espontáneamente como un chiste de esos que llegan para quedarse. La patata caliente es ese asunto que hierve en la olla de la opinión pública y a quien le toca sacarlo y sujetarlo le faltan manos para sostenerlo en equilibrio sin abrasarse. Desde hace tiempo, la política se ha convertido en un constante intercambio de patatas calientes. La mediatización obliga a gestionar teatralmente cada conflicto, con un coro acusador enfrentado a un servicio de reparadores a destajo disponibles las 24 horas del día. Cuando alguien es abrumado por la resonancia de un elemento del que él es responsable, su plegaria más común es la de rogar por que otra patata caliente surja en el bando de enfrente y así se distraiga la atención. Más que pasarse la patata caliente de unos a otros, lo que se acumulan son nuevos tubérculos, uno al lado de otro, a los que templa el paso de los días. El resto lo logra el desinflado natural de cada titular, especialmente en una sociedad que carece de paciencia y que se aburre cuando algo dura más de cinco minutos o exige sumergirse en algo más profundo que un titular rotundo.
De entre todas las patatas calientes que el Gobierno de Sánchez ha lidiado en los últimos años, las que tienen que ver con las reformas en el Código Penal son las que más disgustos le han acarreado. Por la sencilla razón de que la oposición, cuando mete la pata, lo hace sobre una realidad aún no palpable, que tiene apenas resonancia en el día a día. Sin embargo, toda reescritura de leyes acarrea el examen de su aplicación. Más aún en un tiempo en que los jueces son también fichas del tablero con agenda propia. Aunque nadie entendió cabalmente las reformas de los delitos de sedición y malversación, los signos obligaban a estudiarla como una reforma de los estados de ánimo. Mala jugada, porque los estados de ánimo nunca se están quietos y las leyes en cambio se pretenden inamovibles y sólidas. Con las revisiones de pena a las que obligaba la ley conocida como del solo sí es sí ha sucedido algo peor. La patata ha ido de mano en mano entre los miembros de la coalición de gobierno, sin que ninguno se atreva a hacerla suya con firmeza, mientras que en lugar de enfriarse ha ido causando heridas aquí y allá, hasta dejar en carne viva a todo el que se acercaba.
Algo parecido le sucede al partido aspirante al Gobierno nacional con la huelga de médicos en Madrid. Como tarjeta de presentación es un borrón incómodo. Es verdad que nadie vota con su cita médica en la cabeza, pero la sensación de que hay una estrategia esmerada para acabar de destrozar el sistema público de salud no nos la quita nadie. En ambos casos, la pugna parece ser idéntica, señalar la patata en la mano del otro. La seriedad consiste en que lo que esté en tu mano sea tu responsabilidad, que transmitas un control absoluto, incluso sobre lo inesperado o ardiente. Lo otro es oportunismo y disimulo. A los ciudadanos, la expresión de la patata caliente nos ha resultado siempre una metáfora muy significativa, tanto es así que la hemos incorporado a nuestros códigos como un mueble que lleva toda la vida en casa. El problema llega cuando intuimos que en ese tejemaneje, la patata somos nosotros.
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