Supervivientes del suicidio
La idea de que una persona que se quita la vida ha vivido atormentada nos hace creer que las tentativas suicidas forman parte de las vidas de los otros
Mi madre no se suicidó. Pero estuvo muy cerca. Después de mi nacimiento sufrió una depresión posparto que derivó en clínica, más grave, hasta entrar en una situación de dependencia que se alargó más de un año. En lo más oscuro del túnel pasaba las mañanas a solas conmigo, un bebé al que cuidar cuando no tenía fuerzas siquiera para ocuparse de sí misma. Una mañana, la idea de abrir el gas y terminar con el sufrimiento apareció destellante en su cabeza. El alivio por fin. Sin embargo, había un problema. Mi tía tenía que pasar a recogerme para mi paseo matutino y aquella mañana no apareció. Mi madre contó los pasos que separaban nuestra cocina de mi cuna. La casa era demasiado pequeña y en aquel piso, poner fin a su sufrimiento iba a significar terminar también con mi vida. Ella misma no sabe hoy cómo pudo resistir, pero aquí estamos las dos.
El testimonio de mi madre cuando relata cómo vivió aquellos meses, me recuerda al de María de Quesada, la mujer que lidera la asociación La niña amarilla para prevenir el suicidio. Ella intentó quitarse la vida a los 15 años. Igual que mi madre, María recibió ayuda y comprendió que aquel sufrimiento era temporal. “Cuando me desperté en el hospital tuve mucho miedo porque me di cuenta de que yo no quería morir, quería dejar de sufrir”, explicaba a este periódico. Testimonios y vivencias como las suyas nos recuerdan que el suicidio puede acechar a cualquier persona y en las más dispares circunstancias. Hoy sabemos además que silenciarlo no es la mejor prevención posible como los tristes datos demuestran. El tabú permanece mientras los casos no dejan de aumentar: en España hay diez suicidios al día, una persona se quita la vida cada dos horas y media.
Mi madre no se suicidó, pero a lo largo de mi vida he conocido la desgracia de perder a un ser querido por esa razón. Entonces, cuando eso sucede, cae un estigma sobre la vida entera de esa persona a quien has conocido plena y feliz, desdichada a veces, frágil y humana como cualquiera. Cae sobre su recuerdo la falsa idea de que tuvo una vida triste como si el final pudiera alterar el sentido de toda su existencia. Este estigma lo combatía también en este periódico Dolors López, cuya hija se suicidó hace diez años y de quien insiste en recordar que fue “muy feliz”. Hoy Dolors da charlas en institutos y forma a personal sociosanitario para combatir las estadísticas.
La idea de que una persona que se quita la vida ha vivido atormentada nos hace creer que las tentativas suicidas forman parte de las vidas de los otros, de unos seres muy desgraciados y muy tristes que no conocemos ni tenemos cerca. O de esas personas que viven al otro lado de una puerta oscura llamada “enfermedad mental”, como si ese lado negro no formara parte de una u otra manera de cualquiera de nosotros. Como si la enfermedad mental fuera propia de almas singulares, extraviadas, excepcionalmente torturadas…, una suerte de marcianos que han equivocado el planeta. Apestados, en suma. Extraños siempre.
Por si fuera poco, la culpa se añade al dolor de la pérdida. Un tipo de herida que dispara el daño en todas direcciones a través, sobre todo, de la búsqueda de explicaciones para algo que no las tiene. Hay cosas peores que la muerte y que el duelo. Esa culpa recae sobre la persona fallecida, que no ha sabido resistir el sufrimiento, que no le han importado las consecuencias en quienes le querían, que no ha hecho lo necesario para vivir, para ayudarse o que le ayudaran… Pero también cae la culpa sobre nosotros, sobre los que podíamos haberlo evitado, como si tal cosa hubiera sido posible. Y así se va tejiendo el peor duelo, el más asfixiante e insuperable, el de esos otros supervivientes del suicidio que son los deudos. Quienes tendrán que vivir el resto de su vida con el dolor, los estigmas y la culpa.
Esta última semana he podido apreciar cómo el proceso íntimo, se parece mucho al duelo de una sociedad entera. Así, tras la muerte de la muy querida actriz Verónica Forqué, se ha producido un shock social que ha tropezado con las mismas piedras que golpean el duelo personal: incomprensión, estigma y culpa. Creo que por eso se ha escrito largo y tendido en redes y periódicos sobre la posible relación entre el paso de la actriz por un reality televisivo y su forma de morir, buscando una vez más culpables y tratando de explicar lo que no puede entenderse. Mucho ruido y ningún silencio compartido: eso es el desconsuelo.
Por todo ello conviene mirar sin miedo ni prejuicio aquello que sí conocemos, que podemos nombrar y que no hace más profundos los agujeros de la culpa y el estigma. Sabemos, por ejemplo, que el suicidio es un acto complejo en cuyo desarrollo intervienen una gran cantidad de factores: ambientales, sociales, genéticos, educativos y también psicológicos (aunque no solo, por mucho que se pongan siempre por delante, tal vez porque culpabilizan más que el resto). Conocemos que tras el impacto de la pandemia, todos somos más frágiles y los datos demuestran que el suicidio y las tentativas han aumentado. Además, los especialistas coinciden en que es posible prevenir, informar y poner medidas que ayuden a quienes lo necesitan. Todas las personas que piensan en quitarse la vida aman la vida, igual que mi madre. Y todas podrán disfrutarla, igual que ella, cuando el sufrimiento cese. Porque cesa.
Una persona muere de infarto o de covid y aceptamos dolorosamente su pérdida como inevitable aunque, al mismo tiempo, sabemos que hay ciertos hábitos y conductas que ayudan a prevenir este fallo sistémico del organismo, de modo que exigimos inversión y conciencia social para que así sea. Sin embargo, en España, solo cinco de cada 100 euros invertidos en sanidad van a la salud mental. Carecemos de un plan nacional de prevención del suicidio y no existe un teléfono de ayuda gratuito de tres dígitos, equivalente el 016 para la violencia de género. La culpa y el estigma ni previenen ni ayudan. La inversión y la empatía, sí.
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