Berlusconi arrastra Italia a la ruina
El primer ministro, incapaz de impulsar las indispensables reformas por el veto de sus socios de la Liga Norte, se aferra al poder para mantener su inmunidad
Al cierre de esta edición, increíblemente, Silvio Berlusconi continuaba en el poder. El día que, más pronto que tarde, el primer ministro italiano no tenga más remedio que dar el paso atrás que tantos le reclaman, ya no habrá ni ganas ni fuerzas para celebrarlo. La gran crisis que atraviesa Europa ha dejado a Italia desnuda frente al espejo. Hasta ahora, lo que la opinión pública iba sabiendo de Berlusconi eran sus salidas de tono, sus tristes desvaríos sexuales, sus problemas con la justicia. Una cortina de humo perfecta para ocultar una gestión espantosa, un país en números rojos, una clase política desprestigiada, un desastre auténtico envuelto en el bello papel del paisaje, el paisanaje y la historia.
Ahora, a causa de la gran crisis, los focos de todo el mundo se han dirigido hacia este rincón de la vieja Europa. Tras la cortina de humo ha aparecido, en primera instancia, la rentable agonía de Berlusconi. Il Cavaliere, cuya manera de gobernar siempre estuvo basada en los favores, sabe mejor que nadie que está muerto políticamente, que su futuro en la vida pública ya es imposible. Su obstinación por seguir al frente del Gobierno a cualquier precio solo tiene una explicación: la inmunidad. Mientras continúe encaramado al árbol del poder, los jueces seguirán aullando a su alrededor, pero no podrán alcanzarlo. Los procesos prescribirán. Berlusconi se irá de rositas. Pero, ¿cuánto cuesta eso? Esta es la segunda cuestión.
Una cuestión que, a su vez, hay que dividirla en dos. Cuánto le cuesta a Berlusconi y cuánto le cuesta a Italia. Lo primero no tiene demasiada importancia. En Italia todo el mundo da por supuesto, y hasta por aceptado, que la cartera de uno de los hombres más ricos de Europa —según la revista Forbes sus empresas están valoradas en 9.000 millones de dólares— ha sido fundamental en su ascenso al poder y, sobre todo, en su permanencia. La cuestión fundamental, por tanto, es cuánto le está costando al país.
Tal vez no haya mejor ejemplo que el asunto de las pensiones. Si se cruzan los datos de la edad de jubilación y las expectativas de vida, Italia es el país del mundo donde se viven más años cobrando la pensión —22,2 años los hombres y 26,9 las mujeres—. Esto es así, sobre todo, por un tipo de pensiones llamadas de ancianidad. Tienen derecho a estos subsidios quienes hayan cotizado 40 años o quienes, entre los años trabajados y su edad sumen 97. El resultado es que más de 130.000 personas se jubilaron en 2010 con menos de 60 años, casi cuatro millones de italianos cobran actualmente la pensión y el Estado se gasta cada año 73.000 millones de euros.
Tal como vienen los telediarios —le dicen Angela Merkel y Nicolas Sarkozy a Silvio Berlusconi cada vez que se lo encuentran—, las pensiones de ancianidad son un lujo que ni Italia ni Europa se pueden permitir. Il Cavaliere les dice que lo entiende, pero luego regresa a Roma y su socio en el Gobierno —Umberto Bossi, el bronco líder de la Liga Norte— le sopla al oído algo más convincente: “Si se tocan las pensiones, hago la revolución”. O lo que es lo mismo, si se tocan las pensiones de ancianidad —que benefician mayormente al electorado de Bossi— Berlusconi se caerá del árbol del poder y los lobos, en vez de aullar, podrán al fin cobrarse una pieza tanto tiempo deseada.
Así que, al cierre de esta edición, increíblemente, Berlusconi seguía aferrado al poder, pero ya sin disfraz, desnudo frente al espejo.
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