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A GUSTO
Columna
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Alegato contra el filete a la plancha

Esto que nos parece hoy normal, lo del bistec o la suprema de salmón a la plancha acompañado de cuatro patatas fritas o de un puñado de hojas verdes aliñadas, es una anomalía histórica que suprime la posibilidad de aprovechar los restos del guiso de la comida

Filete a la plancha
Filete a la planchaFERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

Lo mejor de la experiencia gastronómica de comerse un bistec a la plancha es mojar pan en el aceite y los jugos chamuscados que quedan en la sartén aún caliente mientras la carne ya espera en el plato. Allende este único bocado sabroso, saladito y picante, la plancha es el método de cocción más soso, caro e ineficiente que existe. Una extravagancia. Una de las explicaciones de por qué nos parece tan caro cocinar en casa hoy.

Más de uno estará pensando que aquí viene María con otro de sus berrinches a meterse con algo tan querido por todos como es el bistec a la plancha, como vendría el Grinch a robarles la alegría de vivir y el espíritu de la Navidad. Por esto me voy a poner sesuda un momento, si me lo permiten: por necesidad. Acompáñenme.

Las grandes civilizaciones sedentarias, nosotros incluidos, se han consolidado a través de las edades de la historia en torno a un carbohidrato complejo. Mintz, Richards, Steinhart, Balikci, todos los grandes antropólogos de nuestra era están de acuerdo. Este ha sido el papel del maíz, el arroz, el mijo, la patata, el ñame, o el trigo. En estas sociedades basadas en la fécula, que comprenden el 75% de la población mundial, la gente se alimenta básicamente de estos granos o tubérculos, que sacian y se digieren lentamente. El resto de los ingredientes de la dieta, otros vegetales, hongos, frutas, aceites, carne, aves, pescado, nueces y condimentos, pese a contener también nutrientes esenciales, funcionan como periferia de este centro y lo acompañan, lo aliñan y lo humedecen, haciendo su travesía por la garganta más resbalosa y amorosa, y volviendo el acto de comer menos aburrido y más placentero. Son pastitas amargas, agrias, picantes, viscosas, especiadas, agridulces, calientes, aromáticas, dulces, jugosas, saladas, irritantes, ardientes, que contrastan con la insipidez y la textura monótona del bol de fécula.

Funciona así con las pastas de chile que animan una base de maíz en Latinoamérica; con el umunani, el condimento de hierbas, verduras, carne o pescado que aliña los potajes de mijo de los pueblos bemba de media África; con los curris o el pescado y las pastas de frijol y de soja del Lejano Oriente que acompañan el arroz y el mijo; con la pasta italiana, que siempre se toma con salsa, para transformar una comida monótona en un banquete, ¡y he aquí el sentido de nuestra amada pastita ancestral: ¡el sofrito!

Hablemos de tortillas, arroz, harina de maíz, cuscús, trigo sarraceno, mijo, yuca, papas, taro, camotes, pan o espaguetis, la historia del consumo de carne y pescado es la de su uso como condimento. La de ser periferia, no centro.

Nuestro romance con la carne y el pescado a la plancha en la cocina doméstica es un fenómeno muy reciente. Don Antonio Saloña, cocinero y cronista gastronómico, escribía en El Correo, el 1 de noviembre de 1967, un artículo titulado Trabajos a la plancha, sobre la plancha como la más destacada de las moderneces culinarias importadas de Estados Unidos. En su libro Gastronomía Madrileña, de 1971, Joaquín de Entrambasaguas dedica un capítulo entero a desbarrar contra “una de las más poderosas influencias forasteras en la gastronomía de Madrid”, ¡la plancha!, la plaga venida de Norteamérica. La RAE no incluyó la acepción culinaria del verbo planchar hasta 1985.

Esto que nos parece hoy normal, lo del bistec o la suprema de salmón a la plancha acompañado de cuatro patatas fritas o de un puñado de hojas verdes aliñadas, es una anomalía histórica que suprime la posibilidad de aprovechar los restos del guiso de la comida para preparar un nuevo guiso para la cena y convierte la proteína animal en el elemento central del plato. Esto nos transforma en una excepción tan extraordinaria a nivel nutricional como lo es, desde nuestro punto de vista, la alimentación de los esquimales, los tlingit o los masai, pueblos que apenas comen granos, frutas o verduras, y que se alimentan casi exclusivamente de la carne que pastorean o cazan.

Para saciar a cuatro personas a base de bistec —o pechuga de pollo, o suprema de salmón, o rodajas de merluza, o filetes de lubina— a la plancha son necesarios más de 600 gramos de carne. Con 200 gramos de esa misma carne de bistec, o de costilla, o de chorizo, dorados en el fondo de una olla, acompañados de un sofrito, podemos preparar un estofado de patatas, un arroz a la cazuela, un cocido de legumbres o una base para aliñar pasta en abundancia donde esta carne funcione como condimento, y que dé como resultado una olla que sacie y nutra a más gente durante más tiempo, por menos dinero, devolviéndonos a todos, como comunidad, a unos niveles de consumo de proteína animal más razonables que el disparate insostenible en el que vivimos.

No es caro comer. De hecho, hoy, comer está más al alcance que nunca en la historia para todos nosotros, que no conocemos el hambre de verdad. Caro es olvidar lo que habíamos sabido.

Al lector le pido que vaya corriendo a buscar una olla o una cazuela honda, la tome y la observe en estado meditativo para ver aparecer en ella, como un espectro, el rostro altivo de Mufasa, El Rey León, y escuchar sus palabras: “Recuerda quién eres”.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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