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G-20
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ecoansiedad, a ver qué será

Crece el malestar causado por la información sobre la emergencia climática pero la respuesta es su medicalización, aunque la causa evidente es que nadie cree las promesas de sus gobernantes

Mercè Ibarz
líderes del G20 posan frente a la Fontana di Trevi
Los líderes del G20 posan frente a la Fontana di Trevi.Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa (Europa Press)

La fotografía de los jefes de estado mundiales echando una moneda a la Fontana de Trevi a sus espaldas ha sido una buena argucia mediática para dar lustre a los líderes del G-20 reunidos en Roma, ha ocupado las portadas de diarios y noticiarios televisivos, qué duda cabe. Una imagen graciosa de una reunión inocua, que no decidió nada sustancioso, antes de ir a Glasgow a otra reunión, de más pompa, que nos aletea e invade estos días como un alud verborreico. Produce “ecoansiedad”. En eso estamos. A ver qué será.

Todo lo reducimos a un problema médico: si tienes demasiada sensibilidad para esto o para lo otro es que alguna disfunción mental te acecha, toma una pastilla y cálmate. Algo así transmitían el otro día ante la fuente romana los mandatarios al echar su moneda, un exorcismo tontaina, una pastillita. También habrían podido lanzar la moneda a cara o cruz. Qué más da. Lo que correspondía era fotografiarlos tomando tranquilizantes para dar ejemplo a quienes les votan y a los que no. Eso es lo que nos piden, pastillas. Una cosa es un enredo para turistas, otra es hacer pasar la emergencia climática por un papelón mundial que se pueda sortear con un ritual simpaticote. En realidad la imagen dice que no hay salida, que vamos mal, que, como no sea que funcione el exorcismo de la moneda en la fuente, de esta no salimos. Y en verdad de la buena, lo que la foto transmite es que nos toman por imbéciles.

Un abanico de efectos psicológicos generados por las imágenes del desastre y del deterioro ambiental

Mientras tanto, la clase médica y psicológica saca conclusiones, hace manifiestos, publica libros y pone en circulación lo que tememos: puesto que no se hace ni se va a hacer nada para mitigar realmente la crisis, nuestro cuerpo acusa el malestar. Ecoansiedad, por ejemplo. El término apareció en la prensa en enero del año pasado, cuando todavía no nos hacíamos a la idea de lo que estaba sucediendo en China con un virus desconocido que, hoy, ha dado la vuelta a tantas cosas de nuestra vida cotidiana, laboral, personal, colectiva.

Uno de los primeros estudios que pusieron nombre al malestar ecológico fue el de la Asociación Americana de Psicología (APA), en estos términos: “Ante las devastadoras imágenes de la degradación ambiental del planeta, son muchos los espectadores que experimentan sentimientos de angustia, rabia, miedo, indignación y agotamiento”. Lo llamaron “ecoansiedad”, para designar el abanico de efectos psicológicos generados por estas noticias y las imágenes del deterioro ambiental. En suma, información ansiógena, término acuñado creo que en Francia los días de los atentados a la sala Bataclan, cuando se llegó a proponer que los medios atenuaran las noticias constantes y se recomendó a la población dosificar el tiempo dedicado a las noticias. Un consejo que también se nos dio durante el Gran Confinamiento, seguro que lo recordamos todos.

Lo que debería ser un acicate para cambiar las cosas se convierte en nuevas palabras médicas de resignación

Lo interesante de la tal ecoansiedad es que hablamos de la información. No de cómo los gobiernos dejarán de “tratar a la naturaleza como un váter”, en elocuente imagen del presidente de las Naciones Unidas, António Guterres, esta semana en Glasgow. No, la ecoansiedad que alertan psicólogos y psiquiatras se refiere a la que producen las noticias. Es un matiz significativo. Y es así, no porque no se quiera saber qué está pasando, sino porque nadie cree las promesas de sus gobernantes, como el mismo presidente Guterres ha argumentado: “Incluso si las promesas recientes fueran claras y creíbles —y hay dudas graves sobre ellas— seguimos corriendo hacia la catástrofe climática”. Son promesas huecas.

Así las cosas, desconfiemos de la medicalización de la tal ecoansiedad. Los psicólogos reconocen que no es una afección médica, por más síntomas de inquietud y demás que consignan entre la población. Hay razones obvias para estar inquieto, no es que necesitemos pastillas, no son fantasmas mentales. Leo una entrevista con un psiquiatra francés co-autor del libro Las emociones del desajuste climático (Les Emotions du dérèglement climatique) y no dudo de que lleven razón, pero el titular alarma un poquito: “El cambio climático puede engendrar un estrés pre-traumático, por anticipación de la catástrofe”. Estrés pre-traumático. Lo que debería ser un acicate para modificar de raíz el estado de cosas medioambientales, con las protestas y cambios de gobiernos necesarios, se convierte en nuevas palabras de resignación. Muchos jóvenes no están por resignarse, tampoco gentes no tan jóvenes. Ni para lanzar monedas a la fuente de Trevi, ni para ir al médico a que les receten pastillas.

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