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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Locos tenaces

Yo diría que el don de sacar adelante cosas casi imposibles es algo propio del carácter magallánico

Réplica a tamaño real del HMS Beagle de Charles Darwin, en el Museo Nao Victoria de Punta Arenas, Chile, dedicado a la historia marítima.
Réplica a tamaño real del HMS Beagle de Charles Darwin, en el Museo Nao Victoria de Punta Arenas, Chile, dedicado a la historia marítima.Rob Carter (Alamy / Cordon Press)
Rosa Montero

Aunque cuando me leas ya habré vuelto, escribo esto desde un rincón extremo del planeta, la Patagonia chilena. Estoy en Punta Arenas, en el legendario estrecho de Magallanes, una tierra hermosa y dura acuchillada por los vientos. Esto es el fin del mundo, o tal vez sea el principio. He venido aquí por un congreso de la AMMPE (Asociación Mundial de Mujeres Periodistas y Escritoras) organizado por Elia Simeone, presidenta de AMMPE hasta ayer mismo (el cargo se renueva cada dos años) y una visionaria formidable capaz de traerse a ciento cincuenta personas hasta las puertas de la Antártida y montar con muy poca ayuda un congreso de primera categoría.

Yo diría que el don de sacar adelante cosas casi imposibles es algo propio del carácter magallánico. Quizá el viento brutal les enseñe desde muy pequeños que el simple hecho de caminar ya exige decisión y porfía; o tal vez la belleza monumental de estos parajes llene sus cabeza de ambiciosa amplitud. El caso es que con su perseverancia logran milagros, como el del Museo de la Nao en Punta Arenas, que ofrece réplicas exactas y a tamaño natural de la nao Victoria, con la que Magallanes y Elcano comenzaron y terminaron la vuelta al mundo; del Beagle, en el que el joven Darwin navegó durante cinco trascendentales años y concibió la teoría de la evolución; de la goleta Ancud, que en 1843 llevó a la Patagonia a los primeros colonos chilenos, y de la pequeña barca con la que Shackleton alcanzó tierra firme y pidió ayuda para sus compañeros atrapados en la Antártida. Todas son un viaje al pasado hipnotizante. Parece imposible que se pudiera circunnavegar la Tierra en una nuez tan precaria, o que dos docenas de hombres se apiñaran durante cinco años en un barco tan chico. Cómo debían de oler esas cubiertas inferiores. Y qué miedo tuvieron que pasar en las aguas bravías, como las del peligroso estrecho de Magallanes. Por cierto, el mascarón de proa del Beagle es, precisamente, un perro beagle tallado en madera. Un detalle histórico despampanante que yo ignoraba.

Pero lo más fascinante es la historia del museo, que es la creación personal de Juan Mattassi. Ingeniero forestal de carrera, es hijo y nieto de marinos y antes poseía una empresa de kayaks turísticos. Tiene sesenta años, aparenta menos y es un hombre barbudo, grandullón y robusto que adornaría cualquier cubierta de barco. Quiero decir que es el perfecto prototipo de un lobo de mar. A principios de los 90 presenció en España la construcción de una carabela para la Expo de Sevilla, y se dijo que él sería capaz de hacer algo así. Pero fue en 2007, al ver una nao Victoria que hicieron los argentinos con gran presupuesto, cuando decidió que podría ser un proyecto turístico factible y una aportación cultural a la ciudad. Y se lanzó de cabeza a esa idea desmesurada. Hizo cálculos, investigó, viajó durante tres años a Europa para documentarse. Empezó el primer barco, la nao, el 14 de julio de 2009, y lo terminó el 30 de diciembre de 2010. La última réplica, el Beagle, es de 2017. Todo lo ha hecho él solo junto a dos carpinteros. Ha gastado en ello su capital, 600.000 dólares, y las naves están como quien dice en el patio de su casa, porque él vive ahí, en un terreno que heredó de su abuelo. Sus únicos ingresos provienen de las entradas; en verano llegan 80 personas al día, pero en invierno apenas hay gente: “Este año hubo 28 días que no vino nadie”, dice, con la minuciosa contabilidad de un náufrago. No cierra jamás y él es el único que atiende, porque no puede pagar un sueldo. Cuando empezó a construir la nao, la gente lo llamaba Quijote, lo creían chiflado. Incluso rompió con su mujer, una cubana. Pero aquí está el museo, y el orgullo de haberlo mantenido a flote durante años tormentosos, pandemia incluida. Ahora tiene otra esposa, dominicana, y dos hijos de tres y ocho años. No está arrepentido: piensa que es un buen proyecto y un aporte a la comunidad, y que las épicas historias de las naves son un ejemplo de perseverancia y resistencia, de cómo atreverse a hacer algo distinto y dejar huella. Sin embargo, el futuro es complicado: necesita un 25% más de ingresos o no podrá hacer frente al mantenimiento más imprescindible. El Estado otorga subsidios a los proyectos culturales; Mattassi se ha presentado tantas veces sin lograrlo que, desilusionado, ya ni se presenta. “Creo que el museo morirá conmigo o incluso antes”, dice, con estoico fatalismo. Y yo no lo entiendo. No entiendo que no apoyemos, que no celebremos, que desaprovechemos a estos locos maravillosos y tenaces.


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