Bad Gyal, a su manera: “De adolescente me sentí juzgada por mi forma de vestir y expresarme”
Es la artista que quiere ser, entre ‘barbie’ radioactiva y princesa de barrio. Con un sonido en el que se funden el reguetón puertorriqueño y el ‘dancehall’ jamaicano, la cantante barcelonesa lanzó su álbum de debut, ‘La Joia’, con ritmos latinos capaces de convertir cualquier noche en una noche de verano
Bad Gyal irrumpió en las redes en primavera de 2016 con Pai, una versión en catalán descacharrada, pero sincera y eufórica, del Work de Rihanna y Drake. Hoy sabemos que aquel fue el primer capítulo de su contundente asalto a los cielos. Alba Farelo (nacida en Vilassar de Mar, en la comarca del Maresme, hace 27 años) había pasado los últimos días de la adolescencia bosquejando su avatar musical en la soledad de su habitación suburbana, como quien alimenta a un tamagotchi.
Así nació Bad Gyal, barbie radiactiva, princesa de barrio, ambición rubia. Los singles autoeditados en ese periodo de incubación, mientras Farelo trabajaba de panadera o atendía llamadas en un call center, son la forja de una rebelde, sus primeras pisadas en la luna. Alba, una piscis que cree en el destino casi tanto como en la perseverancia y el trabajo, intuía que algo sustancial estaba a punto de suceder en la escena urban española y en la constelación musical latina. Dancehall y reguetón se estaban asomando a un nuevo peldaño evolutivo y empezaban a abrirse paso hasta la cima de la cadena trófica. Incluso una superestrella internacional como Rihanna estaba arrimando su ascua a la “nueva” música de Puerto Rico. Los planetas comenzaban a alinearse.
Pese a todo, en un ejercicio de sensatez y pragmatismo, Farelo mantuvo a Bad Gyal aparcada en una esquina de su habitación hasta que el éxito se hizo evidente y, en apariencia, irreversible: “Tardé aún unos meses en jugármelo todo a la carta de la música”, nos cuenta la interesada mientras la pintan, la maquillan y la disfrazan de Bad Gyal, “me esforcé por sacar adelante mis estudios de Diseño de Moda en la BAU, la escuela de artes y diseño de Barcelona, pero aquello no era para mí”. Entre las artistas de la escena urbana existe un peculiar rito de paso que consiste en dejarse crecer las uñas más allá del punto en que resulta poco menos que imposible trabajar con las manos. Es una declaración de intenciones, como la de los toreros cuando se dejaban crecer la coleta. Voy a vivir de la música. No haré nada más.
Farelo cruzó ese puente hace ahora alrededor de siete años. Más allá del Rubicón ha encontrado un mundo de oportunidades. Este año ha editado un álbum, La Joia, y acumula dos mixtapes, un par de epés y una larga ristra de singles de éxito nacional y proyección internacional más que incipiente, de Fiebre y Mercadona a Bota niña o Perdió este culo, pasando por La prende, Su payita, Zorra, Sin carné o Chulo. Las mejores de su cosecha son canciones de una contundencia exultante, que apuntan al corazón y a las caderas. Ella las describe como “hits subterráneos” y asegura que fueron concebidas “para que la gente las cante a gritos en la pista de baile”. Reivindican el cuerpo y sus circunstancias. También un estilo de vida, el de la estrella urbana tóxica, arrogante e irreverente, con frecuencia malinterpretado y denostado. Son canciones carnales, intensas, feroces. Y, en palabras de su autora, “auténticas”.
Porque Bad Gyal es un disfraz de superheroína, el outfit de seducción masiva que ciñe a su cuerpo Alba Farelo cuando quiere beberse el mundo a grandes tragos, pero no es “ni una coraza ni una máscara”. “Bad Gyal soy yo”, concluye Farelo, cigarrillo en ristre, con la mirada perdida en el espejo, después de darle mil vueltas a esa identidad dual que resume parte de su vida y su carrera. “Si quieres, una versión distinta y puede que un poco mejor de mí misma”, interviene. “A Alba le rompen el corazón y Bad Gyal transforma ese dolor en bruto en una canción empoderadora, un acto de autoafirmación que comparte con el mundo y conecta con otros corazones rotos. Alba, siendo aún una cría, se iba de gira con un disc jockey y con su mejor amiga, aterrizaba en París, Bogotá, San Juan de Puerto Rico o Miami y flipaba con todo. Se decía: ‘Esto no me puede estar pasando a mí, soy una chavala que hacía canciones encerrada en su cuarto’. Luego Bad Gyal se subía al escenario para hacer todo lo posible para que el sueño no se acabe”.
Siguiendo con la analogía, Bad Gyal ha acudido hoy a la nave industrial periférica en que van a retratarla para esta portada. Llega a la hora convenida. Ninguna concesión a la “puntualidad de estrella”. Conoce perfectamente el valor de su tiempo y el de los demás. La acompaña un pequeño séquito. Peluquero, maquillador, representante, alguna estilista. Viste “de paisana”, con criterio (luego nos dirá que tiene, desde muy joven, un sentido intuitivo y visceral de la moda) pero sin pretensiones. Saluda a todo el mundo con un par de besos en la mejilla y una frase de cortesía. Luego se encierra en un rincón con su gente. Media hora después emerge Bad Gyal, que es una Alba Farelo estilizada, rampante y radiante, pero igual de locuaz y accesible.
En un aparte, entre foto y foto, Alba comparte con nosotros sus recuerdos musicales más antiguos, que se remontan a la noche de la primera infancia: “Me recuerdo con unos siete años, escuchando el álbum mítico de Estopa [se refiere al primero de la banda rumbera de Cornellà, editado en 1999] con mis padres y mis hermanas”. También se recuerda, a edad muy temprana, llevando la voz cantante cuando hacían coros en clase de música: “No sé si tenía la mejor voz, pero era la más expresiva y entusiasta”. Por entonces, según nos cuenta, soñaba con convertirse algún día en la Beyoncé de Vilassar de Mar.
“A partir de los 13 o 14 años dejé de soñar a gran escala. Asumí, de alguna manera, que era imposible llegar a ser una gran diva internacional viniendo de un pueblo barcelonés de 20.000 habitantes”. Empezó a transformarse en la rebelde responsable, motivada y sensata que, según nos cuenta, ha seguido siendo desde entonces. La ropa y la actitud pasaron a ser para ella armas con las que proyectar su identidad hacia el mundo: “Hubo una etapa en mi adolescencia en que me sentí juzgada por mi forma de vestir, de expresarme y de comportarme. Yo había tenido una infancia muy feliz, con mi familia y mis amigos, en un pueblo tranquilo en que podíamos sentirnos integrados y libres, jugar en la calle. Nada me había preparado para el rechazo que empecé a generar en cuanto me hice un poco más mayor. Estaba desarrollando mi sentido de la moda, colgando fotos en Instagram, expresándome con lo que encontraba a mi alcance. Intentaba encontrar a mi gente, mi estética, mi tribu. Me empezaba a entusiasmar lo moderno, lo urbano, lo caribeño, pero supongo que a mucha gente del pueblo debía parecerle que iba como un puto cuadro y que me estaba convirtiendo en una rara y una chunga”.
Bad Gyal nació, en cierto sentido, de ese rechazo: “Jamaica y el reguetón aún no lo estaban petando. Yo iba arriba y abajo con una ropa estrafalaria y con tres o cuatro canciones que escuchaba a todas horas y que la gente no entendía. Me refugié en eso. Era lo que me hacía distinta. Tuve momentos amargos, en los que sentía que mi vida no acababa de arrancar, que no daba con la tecla. Pero nunca dudé de mi proyecto y mi enfoque, porque era el chute de adrenalina que me mantenía a flote”.
En cierta ocasión, Farelo se vio enzarzada en una absurda controversia al describirse, en una entrevista, como “una pija con mucho barrio”. Hija del cotizado actor Eduard Farelo, con una hermana siete años menor, Irma, que también se está batiendo el cobre en la música urbana bajo el nombre de Mushkaa, Alba se ha visto acusada de pertenecer a una estirpe del show business, de ser un producto, de carecer de genuinas credenciales “urbanas”. De haber, en definitiva, impostado un relato. Ella zanja el asunto con un mohín de impaciencia: “Digamos que soy una pija de pueblo. No es que yo me sienta así, ni mucho menos, pero acepto la etiqueta. Lo que me resulta curioso es que cuatro fundamentalistas de lo urbano me acusen de no haber pasado hambre ni traficado con drogas, cuando yo nunca he presumido de marginal ni de peligrosa, porque ese no es mi rollo”.
La autenticidad consiste, en su opinión, “en no disfrazarte”. O en disfrazarte de una versión exaltada, pero sincera, de ti misma, en la superheroína que llevas dentro. Como hace ella. La parte sustancial de su relato tiene que ver con partir de muy abajo y apuntar muy alto. Con ser resuelta, ambiciosa, quemar etapas a velocidades de crucero y no rendirse nunca. Farelo, en sus propias palabras, es una mujer que se plantea retos y franquea obstáculos. “Creo que tengo talento”, afirma con naturalidad, sin falsa modestia, “soy intérprete, compositora y productora. Mis canciones son mías. Se nutren de mi vida, mis influencias musicales, mi proceso de aprendizaje y mis experiencias. Me dejo el alma en ellas y las produzco yo misma o en compañía de personas con las que tengo sintonía artística y cuya trayectoria respeto y admiro, como Mag, el productor de uno de mis éxitos, Chulo, que ha trabajado con los mejores del género en que me muevo, empezando por Bad Bunny. Soy versátil y sé jugar en equipo. Pero tengo una identidad muy definida y siempre pongo algo propio sobre la mesa”.
Siente que ha pagado todos los peajes. Administra sin apenas ayuda sus redes sociales y se asoma en ellas a diario al desprecio beligerante de los que no entienden su música, condenan su actitud o deploran su imagen: “No puedo gustarle a todo el mundo. En general, diría que mi trabajo y mi vida generan una repercusión muy positiva. Ahí fuera hay toda una comunidad de gente que sintoniza conmigo, que ha acompañado mi carrera y me ha ofrecido siempre su cariño, y estoy muy en deuda con ellos. Lo que ocurre es que los detractores y los de la tribu del odio son muy ruidosos”. Las redes le han deparado sorpresas “tan fascinantes” como un extraño rumor que ha proliferado en los últimos meses: “Al parecer, en una foto de uno de mis conciertos se intuye bajo la falda la forma de mi aparato reproductor. Y alguien ha deducido de esa imagen, no sé muy bien por qué, que nací hombre. Algunos fans bienintencionados de la comunidad LGTBI han recogido esta historia absurda y sin el menor fundamento, tal vez porque fantasear con que nací hombre les hace sentirse un poco más cerca de mí. Siento decepcionarles, porque nací mujer. No me molesta que se especule sobre mi género. Pero me sorprende hasta qué punto algunos fans pretenden dirigir el rumbo de tu carrera desde las redes sociales llevándote en una dirección incompatible con tu identidad y tu historia, como si ellos supiesen mejor que tú lo que eres o dejas de ser”.
Es la nueva fama, cuya lógica esquizoide consiste con frecuencia en presuponer que la inversión emocional realizada en tus artistas preferidos te convierte en propietario de sus vidas y sus carreras: “Paso mucho tiempo en Miami o en Puerto Rico, pero cuando vuelvo a Barcelona veo que cada vez me resulta más complicado llevar una vida normal. Me reconocen continuamente y, cada vez más, insisten no ya en hacerse una foto conmigo, sino en darme conversación, explicarme cuándo me vieron cantar por vez primera y qué significo para ellos. Lo siento, pero no puedo dedicar cinco minutos a cada una de las personas que se me acercan. Agradezco el cariño, pero tengo que encontrar un equilibrio. Quiero ser accesible, pero sin que tomarse un café en una terraza se convierta en un pequeño infierno para las personas que vienen conmigo”.
Hasta ahí, los imperativos y servidumbres de la fama. El resto son ventajas. El verdadero éxito, tal y como ella lo concibe, consiste “en que te escuchen, sin duda, en acumular discos de oro, entrar en el top 50 de reproducciones de Estados Unidos y comprobar que lo que haces tiene un impacto, que el trabajo da sus frutos”. Pero el asalto a los cielos se traduce también en granjearse el respeto de sus colegas: “Una de las experiencias más intensas de mi vida ha sido grabar mi último single, Perdió, con Ivy Queen, la leyenda del reguetón, la absoluta reina de la música urbana caribeña. La escucho desde que era una niña. Es la potra, la madre de los pollitos, la gran caballota, la reina de todo esto. Ella es piscis, como yo, así que las dos somos intensas, sinceras y enérgicas. Desde el principio, se generó una complicidad muy especial entre nosotras. Sentí que me daba su bendición, que apreciaba y aprobaba lo que hago. Era como si la mujer más sabia de la tribu estuviese pasando el testigo a una de sus discípulas”.
Farelo ha colaborado con Karol G, con Tokischa, con Myke Towers, con Ozuna, con Quevedo, con Anitta. Con la absoluta élite de la constelación musical latina. Todos tienen “ese punto de descaro y de chulería que va en la esencia del género”, pero, más allá de las rimas, “son gente cercana, empática, muy amable, que no presume de nada”. Farelo ha encontrado actitudes mucho más arrogantes y ostentosas “en esas influencers con medio millón de seguidores en Instagram que se pasean por la Fashion Week de París proyectando toda esa agresividad y esa energía chunga”. En el dancehall y el reguetón predomina, según su experiencia, una camaradería relajada.
Antes de despedirse, Alba dedica un par de minutos a hablar de su hermana Irma y del single, SexeSexy, que han grabado juntas. Le decimos que resulta obvio al escucharlo hasta qué punto sus respetivos mundos encajan como un par de guantes asimétricos pero hechos del mismo paño: “Sin duda. Está ahí la familia, la complicidad entre hermanas. Pero fíjate que Mushkaa es muy suya, que tiene las ideas muy claras y nunca me ha pedido un consejo. Además, somos muy distintas. Ella es lesbiana y yo, heterosexual. Ella es masculina, cañera, destroyer, y yo, más de cuidarme, de ir al gimnasio y de comer bien. Ella es mucho más intensa, más agresiva, más oscura, más artista, y yo soy una barbie, una diva y una hitmaker. Los nuestros son mundos opuestos, pero sí es cierto que conviven muy bien”. ¿Se siente fan de su hermana? “¡Por supuesto! Si me aceptase al menos un consejo le diría que nunca, pase lo que pase, dude de sí misma”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.