La palabra fin
Nos gustan esos finales falsos, nos alientan: nos inflan con la sensación de que podemos empezar de nuevo
Ya llega el fin. Hoy se acaba algo cuyo final dura tan poco que su principio se le superpone: fin de año, comienzo de año, todo en una noche vieja y repetida.
Pero en un rato lo celebraremos, chocaremos cavas y cabezas, nos atoraremos con campanas y uvas, nos diremos aquello de buen fin y mejor principio —aunque lo que nos importe no sea ni el fin ni el principio sino lo que vendrá después, la ilusión del reseteo y la esperanza de hacernos más o menos otros. Para eso precisamos creer que hoy, al fin y al cabo, por fin llegará un fin: algo debe acabarse.
La palabra fin es tajante como pocas: viene del latín, donde significaba the end, y siempre fue lo mismo. Tiene, claro, sus derivas raras, como finanza, que al principio, en su origen francés y medieval, significaba “pagar un rescate”. Cualquier parecido con la acepción actual no es mera coincidencia —y por eso, todavía, multa en inglés se dice fine.
Y está toda la línea de sus opuestos soñadores: sinfín, el infinito, definir. Pero lo que importa en la palabra fin es esa ilusión de que las cosas se terminan. Hay algunas que sí: cada uno de nosotros, por ejemplo, o un libro que leemos o escribimos o una felicidad de aquellas o ese guiso de lentejas tan sabroso. Pero nos la pasamos viendo fines ilusorios, o fines reales de entes ilusorios. Si las cosas no tuvieran un fin previsible serían insoportables. La ilusión del final aparece tan clara en italiano, ese tataranieto torpe del latín. Hay una canción sesentera que lo sintetiza: “Fin’a quando, amore, fin’a quando…”, para decir hasta cuándo, amor, hasta cuándo, o sea: cuándo va a terminarse este desastre.
Y entonces, por si acaso, nos llenamos de finales y principios. ¿Qué cambia en nuestras vidas que se acabe una convención que llamamos año 2023? ¿Qué será diferente a partir de mañana, cuando la llamemos 2024? Seguramente tan poquito, si es que algo, pero nos gustan esos finales falsos, nos alientan: nos inflan con la sensación de que podremos empezar de nuevo, que hay algo —que generalmente no nos gusta, que suele llamarse nuestra vida— que se acaba y que, entonces, algo empieza. Es el truco más viejo del manual.
Y entonces aprovechamos el supuesto fin para fijarnos nuevos fines. Porque lo mejor de la palabra fin es que es —como todas las buenas— tan ambigua: puede ser la conclusión de algo, puede ser el objetivo de algo. De ahí su participación en una de las frases más sinuosas del castellano actual: aquello de que “el fin justifica los medios”.
Más chico, yo creía que significaba tout est bien qui finit bien —está bien lo que termina bien—, que si el final era bueno todo el trayecto era bueno, pero no: quiere decir que si los fines son buenos, cualquier medio vale. Y como el que relata tiene la potestad de definir qué fines son buenos, puede aceptar medios muy raros. Pocas frases, pocas ideas, han sido tan usadas para defender las peores canalladas.
En cualquier caso, esos malabarismos son otra prueba de la ambigüedad de la palabra fin. ¿Por qué mantenemos esos vocablos socarrones que nos provocan sobre todo dudas? ¿Por suerte? ¿Por placer o pereza? ¿Por pura marrullería? ¿Para darnos el gusto de escribir alguna vez una palabra tan espléndida como marrullería? ¿O solo porque hablar es, en realidad, decir algo que el otro puede entender de varias formas, resignarse entonces a la escucha del otro —por conveniencia, por cansancio, por amor, por riesgo? ¿Porque hablar es tratar decir algo y nunca saber del todo qué es lo que estás diciendo, qué te escuchan?
Hay grados, siempre hay grados. El final puede reemplazar al fin pero la final, en cambio, ya es muy otra cosa. Esta noche, que esperamos no será final, será el final de algo, el fin de nada, el principio de nada. De nada pero tanto, y muchas gracias.
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