Hielo azul
Gould se aleja del piano pero es el piano. Músculo y madera. ¿Qué hace falta para hacer lo que hace? ¿Cuánta perseverancia?
A una hora irrelevante del día salí a caminar. Hacía semanas que estaba dándole vueltas a una pieza suelta sin saber qué hacer con ella, dónde engarzarla.
En El hilo invisible, la película de Paul T. Anderson, el protagonista, un diseñador de alta costura en la Inglaterra de los años cincuenta, guarda un trozo de encaje holandés durante mucho tiempo hasta que encuentra una mujer a la que ese trozo de tela le encaja y, recién entonces, diseña un vestido para ella. Yo no encontraba a mi mujer: sabía que la pieza que guardaba era relevante, pero no qué quería decir, ni a qué texto ponérsela.
Se trata de un video del pianista canadiense Glenn Gould, ese hombre cuya grabación de las Variaciones Goldberg, de Bach, en 1955, supuso una disrupción en la música clásica. En el video, Gould parece ensayar. No hay nada improvisado en la toma, cuya procedencia no encuentro —¿quién la hizo, para qué?—, y sin embargo exuda algo absolutamente espontáneo.
El día en que salí a caminar era martes, un martes de mi primera semana de soledad en casi un año: el hombre con quien vivo había salido de viaje, se había ido lejos. Yo estaba feliz, desconcertada, amable y paciente conmigo misma. Entré a una verdulería y compré melón, papaya, tomates, uvas. Al salir, vi la nuca. Era una nuca extraordinaria. Parecía una razón de ser. Exudaba algo atávico, altivo y sabio. El hombre —era la nuca de un hombre— caminaba con naturalidad paseando todo eso, ese montón de belleza, por mi barrio. Pensé de inmediato en el video. Gould toca la partita número 2 en do menor de Bach. Viste lo que parece un albornoz. No se le ven los pies pero lo imagino en pantuflas (seguro que no). Está encorvado sobre el piano —tenía teorías acerca de la musculatura de los hombros y su relación con el apoyo en el teclado—, y tararea. A Bach: lo tararea. De pronto, como si se hubiera quemado, como si hubiera caído en la cuenta de estar haciendo algo malo, prohibido o demasiado colosal, se levanta y camina hacia la ventana. Es como si el piano lo hubiera expulsado o lo hubiera mordido. Como si no aguantara la genialidad: Bach, el piano, él. Se detiene ante la ventana. No se le ve el rostro, pero es evidente que está metido dentro de sí. Es una superficie cromada: nada sale, nada entra. Una criatura invencible. Entonces, sin dejar de tararear, vuelve al piano y continúa tocando como si nunca se hubiera detenido. Hay, en ese intervalo ante la ventana, en ese arrebato —pensado o no, actuado o no—, algo más grande que la música. Gould se aleja del piano pero es el piano. Músculo y madera. ¿Qué hace falta para hacer lo que hace? ¿Cuánta perseverancia es necesaria para que el talento fluya así, oxígeno o sangre, encarnado, ostentoso y sin ostentación?
Hay un libro del cineasta norteamericano David Lynch: Atrapa el pez dorado. Además de hacer cine, Lynch pinta. En ese libro habla de lo que hay que hacer antes de pintar un cuadro: preparar los materiales, fabricar un bastidor. Para todo eso hace falta tiempo, dice Lynch, disponibilidad, ausencia de interrupciones: “Si sabes que dentro de media hora tendrás que estar en alguna otra parte, no hay manera de conseguirlo. Por tanto, la vida artística significa libertad de tener tiempo para que pasen las cosas buenas”. En su libro El acontecimiento, Annie Ernaux escribe: “Y el verdadero fin de mi vida es quizá solo ese: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se vuelvan escritura”. “El objetivo del arte”, decía Gould, “no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina, sino la construcción paciente, que dura una vida entera, de un estado de quietud y maravilla”.
Esa tarde, después de escribir esto, me quedé mirando por la ventana. Había diamantes por todas partes. Las horas del día estaban disponibles para mí, una tras otra, como hermosos cubos de hielo azul. Toda esa ausencia de interrupciones, toda esa soledad vehemente. Sentí incomodidad, inquietud, deslumbramiento, envidia.
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