Su majestad el mezcal
De brebaje maldito para pobres diablos a bebida de culto en las mejores mesas y tiendas. De elixir para excomulgados a una industria que mueve 7,4 millones de litros por todo el mundo y sostiene a 125.000 familias mexicanas.
La capital de la bebida que quiere conquistar el mundo es un pueblo de menos de 5.000 habitantes en una de las regiones más pobres de México. Santiago Matatlán, en el Estado de Oaxaca, es el cielo de los amantes del mezcal. Y también una parada obligada para quienes quieren llevarse una pequeña tajada de un negocio que mueve 7,4 millones de litros de alcohol en 68 países cada año. Si alguien lo hubiera imaginado hace 20, todo el mundo le hubiera dicho que era una locura. Pero lo inimaginable pasó.
Donde antes había rancherías y fiestas patronales, hoy se habla de terroir y degustaciones exclusivas. Donde antes había molinos de caballos, hoy hay inversores italianos y japoneses. Lo que antes se vendía al lado de la carretera en un envase reciclado de Coca-Cola, acabó con incrustaciones de cristal, baño de platino y vendido por 55.000 euros en una subasta en Francia. El elixir de los jodidos se volvió un producto de culto.
En 2015, en pleno auge de la bebida, el Gobierno de Oaxaca creó la Ruta del Mezcal con una inversión de más de 17,5 millones de euros. Decenas de destilerías en Matatlán, enclavada en la zona de los Valles Centrales, ofrecen su producto junto a la carretera: los grandes y los pequeños, los cristalinos y añejos, los viejos y los nuevos. El mezcal no se parece a nada que usted haya probado antes. Cuando el destilado más antiguo de México recorra su garganta por primera vez, sentirá que su boca está en llamas. Beba otra vez. Al segundo sorbo notará hierbas, frutas o notas ahumadas. Los más asiduos le dirán que tiene más matices que el whisky o el coñac. Quizá vino de una planta que se dejó madurar hasta 35 años. Quizá se fermentó con un mosto más aromático. Quizá vino de una región árida o lluviosa. Es un misterio, como su origen: en el cruce del alambique árabe, de la tradición espirituosa europea, de la complejidad de las tradiciones indígenas de América.
En los campos de Santiago Matatlán, los rayos del sol caen como agujas y crecen agaves como espadas. El espadín (agave angustifolia) es la variedad botánica más común en la producción de esta bebida. Anastasio Santiago, de 80 años, tiene miles de plantas —magueyes, agaves o mezcales, según a quién se pregunte— en sus inmensos terrenos. El sacerdote español José de Acosta llamó al maguey “el árbol de las maravillas” en 1590 y lo describió como una planta “milagrosa”.
El último milagro atribuido al maguey es la resurrección del mezcal, una revolución silenciosa que da el sostén a más de 125.000 familias. Son tierras que Don Tacho, como todos lo conocen, empezó a trabajar a diario desde 1956. En un mercado en el que cada vez proliferan más los hombres de pantalón largo, él se aferra al campo. “El maguey nos ha dado mucho, no lo puedo dejar”, admite con tono pausado. Pese a todo, entiende el negocio como pocos. Sin estudios y huérfano desde los siete años, hoy tiene seis marcas de mezcal y produce más de 10.000 litros al mes para la marca 400 Conejos, que pertenece a la tequilera Casa Cuervo, una de las más consumidas en México.
Invertir toda una vida en el mezcal suena hoy como una idea millonaria y un cuento de hadas. En los noventa no lo era. Agaves que tardaban años en madurar se pagaban a los productores a 20 centavos por kilo, el equivalente a menos de un céntimo de euro. Los intermediarios aprovechaban la desesperación de los campesinos y de los mezcaleros para ofrecerles tratos leoninos: les compraban toda su producción a precios ridículos, pero accedían por necesidad o miedo a que la cosecha se echara a perder. “Nos chingó mucho esa gente”, resume Santiago.
En la tierra donde todo era agave, las dificultades en el negocio del mezcal se tradujeron en migraciones masivas a Estados Unidos durante aquellos años aciagos. Joel Santiago, hijo de Don Tacho, probó suerte en Los Ángeles y luego en Las Vegas. La leyenda familiar cuenta que llevó un poco de mezcal a mediados de los noventa y que vio el potencial de una mina de oro. Fue entonces cuando regresó a México para montar el negocio. Fue también por esos años, en 1994, cuando el Gobierno mexicano impulsó que se le otorgara una denominación de origen al mezcal, siguiendo, otra vez, los pasos del tequila, el primer producto mexicano.
La creación de la denominación de origen se dio casi una década antes del auge del mezcal, pero fue un momento determinante. Una bebida que antaño se castigaba con la excomunión; que estuvo prohibida y condenada a la clandestinidad en algunas zonas hasta finales de los ochenta, y que soportó leyendas negras como que era “alucinógena” y “peligrosa”, o directamente “dañina”, se ponía al nivel culinario de los vinos de La Rioja o el queso camembert.
La denominación de origen entraña un dilema profundo. Hasta 1994, la producción de mezcal era tierra de nadie, campo fértil para alimentar la leyenda negra con productos que se adulteraban o que se vendían como réplicas de otros. Era también un mercado vulnerable, amenazado por que de repente aparecieran mezcales japoneses o chinos. Pero la norma que hizo detonar el fenómeno dejó fuera de la jugada a una inmensa mayoría de productores humildes, que se quejan de que no pueden cumplir los requisitos. “Competimos con imperios globales y sabemos que nunca vamos a ganar”, comenta Gonzalo Martínez, el maestro mezcalero de Macurichos, una marca con altísima reputación local pero que solo produce 200 litros al mes.
Más de dos tercios de la producción total de mezcal terminan fuera del país. Casi todo va a parar a Estados Unidos, donde acaban 7 de cada 10 botellas que se exportan. España ocupa un lejano segundo lugar, con el 6% de las exportaciones. Por el proceso de maduración del maguey, un mezcal artesanal tarda en producirse entre 8 y 12 años, y necesita hasta 30 kilos de agave por litro, 7 kilos de leña para la destilación y hasta 20 litros de agua antes de que llegue a la botella. Y en México, por su grado etílico, está sujeto a los mismos impuestos que licores industriales como el ron o el vodka, que son mucho más baratos y fáciles de fabricar.
Mientras la bebida fluye a Ciudad de México y a las grandes metrópolis mundiales, con un incremento en la producción del 700% en los últimos 10 años, todo ha cambiado a su paso. Los migrantes han regresado. El costo de la materia prima se ha disparado hasta los 15 pesos por kilo, 75 veces más que en los noventa. Son cada vez más comunes los robos y el comercio clandestino de plantas. Y la competencia se ha vuelto feroz. El Instituto Mexicano de la Propiedad Intelectual tiene más de 1.500 registros de compañías con la palabra “mezcal” en su nombre comercial, desde la de Jiménez hasta la de Bryan Cranston y Aaron Paul, estrellas de la serie Breaking Bad.
En marzo, cuando palabras como “mascarilla” o “distanciamiento social” aún no significaban nada, los visitantes extranjeros atiborraban los bares, los tours especializados y las degustaciones en la ciudad de Oaxaca, que hizo del mezcal una pieza clave y omnipresente de su promoción turística.
Los pioneros del mezcal, que se adentraron en remotas comunidades para traer la bebida a las grandes ciudades, hoy tienen una extraña sensación de responsabilidad ante la posibilidad de que la moda erosione la cultura. Está, por otro lado, una bonanza que no se había visto antes. Campesinos que se han llevado todos los premios internacionales. Una fama que ha reivindicado a los productores. La esperanza de que sí se puede vivir de una bebida que había estado maldita por siglos. En medio del debate entre lo global y lo local, lo industrial y lo artesanal, el mezcal vive un sueño del que no quiere despertar. La respuesta quizás esté en un refrán que se ha popularizado en México: “Para todo mal, mezcal; para todo bien, también, y si no hay remedio, litro y medio”.
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