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Columna
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Democracia en peligro

Sería un duro revés que la idea de nación cívica decayera en India, país que concentra una quinta parte de la humanidad

Lluís Bassets
La policía intenta contener a los estudiantes de la universidad islámica Darul Uloom Nadwatul Ulama que se manifiestan en Lucknow, en el norte de India.
La policía intenta contener a los estudiantes de la universidad islámica Darul Uloom Nadwatul Ulama que se manifiestan en Lucknow, en el norte de India. REUTERS

India no podía faltar. El país de las revueltas y tumultos sectarios no podía estar ausente en la era de la ira popular en la que hemos entrado. Allí el motor de los disturbios es directamente la fuerza del nacionalismo, mezclado con el populismo con el que se hermana. Está en el Gobierno desde 2014 y cuenta con mayoría absoluta y las manos libres para poner en práctica su programa máximo, oculto en la primera legislatura de Narendra Modi.

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Los nacionalismos se erigen sobre la excepcionalidad y la diferencia. Esta es la razón que les hace a la vez iguales e incompatibles entre sí. Se construyen buscando un enemigo, pero el enemigo que buscan es otro nacionalismo. Al final todos se imitan y asemejan. Y lo más llamativo, se presentan como veteranos combatientes por naciones eternas o nacidas en tiempos remotos pero sus argumentos, ideas y gestos son de nuestra época, adaptados a la construcción digital de comunidades imaginadas.

Tal es el caso de la hindutva, el hinduismo político que rige como ideología supremacista de la formación gobernante, el Baratiya Janata Party (o partido del pueblo hindú). Dicho partido ha conseguido una lamentable proeza, como es utilizar una religión que no admite fundamentalismos para asimilarse a los fundamentalismos religiosos con los que compite.

El hinduismo, a diferencia de las tres religiones del libro (cristianismo, islam y judaísmo) no venera textos sagrados ni tiene oraciones obligatorias, no cuenta con profetas ni espera a ningún mesías, tampoco tiene jerarquía sacerdotal o dogmas, ni siquiera reivindica la verdad de sus creencias frente a las otras religiones. Pero en manos del nacionalismo hindú, como el islamismo político o el sionismo, es un instrumento de uniformización y combate contra las minorías religiosas, especialmente los musulmanes.

La hindutva no se lleva bien con el laicismo ni con la nación de ciudadanos proclamados por la Constitución india. De momento, Modi ha empezado con modos autoritarios su reforma constitucional por detrás, con la abolición de la autonomía de Cachemira —el único Estado de mayoría musulmana—, la ley del censo del Estado de Assam que excluye a dos millones de musulmanes y la enmienda a la legislación de ciudadanía que excluye de la nacionalidad a los inmigrantes musulmanes.

Las elecciones que dieron esta mayoría absoluta al BJP entre abril y mayo pasado han sido las mayores de la historia. Jamás había votado tanta gente en unos comicios democráticos en ningún otro país para elegir a su Gobierno. A pesar de su peripecia atormentada y de sus proverbiales enfrentamientos comunitarios, India ha sido desde su independencia uno de los mayores argumentos en favor de la democracia parlamentaria y de las constituciones liberales. Sería un duro revés que la idea de nación cívica decayera en este país que concentra una quinta parte de la humanidad.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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