Ecocidio
Es necesaria una convención internacional que defina uno de los peores delitos de nuestro tiempo
La crisis climática implica enormes retos para todos, también para el derecho penal. Del caso de Bhopal, en la India, al de Texaco, en Ecuador, o al reciente caso Marianaque ha devastado la Amazonia brasileña, muchas catástrofes ambientales llevan aparejadas la ignominia de la impunidad: nadie responde o se responde a través de compensaciones que, por su cuantía y modo, resultan ignominiosas. En no pocos casos las víctimas se ven sometidas a procesos largos y complejos, auténticos calvarios judiciales, que les producen una nueva victimización. A poco que uno tenga algo desarrollados los sentidos ante la injusticia, esta circunstancia resulta especialmente deplorable cuando las víctimas son los más desfavorecidos, y los victimarios, las grandes multinacionales.
El caso de British Petroleum, que ha pagado la multa más cuantiosa de la historia americana por su vertido en el golfo de México, muestra que —como ocurre en general con los efectos del cambio climático— la peor parte de la criminalidad medioambiental también se la llevan los más débiles. Desde hace tiempo, la Green Criminology nos advierte de que los países más necesitados de desarrollo ponen su legislación medioambiental al servicio de las grandes empresas. Se trata de una forma suicida de atraer inversiones, pero cuya injusticia puede ser perpetuada a través del tratado de inversión firmado entre la empresa y el país.
Cuanto acaba de narrarse pertenece a lo consabido, incluso la mayoría lo pondría directamente en el cajón de los tópicos aburridos. Pero el derecho penal, para mantener un grado de coherencia mínimo, debe encontrar respuesta a situaciones de impunidad que deslegitiman todo el sistema. El derecho penal no es ninguna panacea, pues siempre llega tarde y mal. Pero es una herramienta jurídica que debe formar parte de los mecanismos de gobernanza global que se están desarrollando estos días para contrarrestar el cambio climático.
En 1972, Olof Palme, en la inauguración de la Primera Conferencia sobre el Clima, pronunció el término “ecocidio”, idea que en tiempos más recientes ha empujado con fuerza la tristemente desaparecida Polly Higgins. Hace unos días, el papa Francisco, en su alocución en el Congreso de la Asociación Internacional de Derecho Penal, volvió a insistir sobre la necesidad de esta figura, que en estos momentos es objeto de discusión en la Asamblea Nacional Francesa y que es ya una realidad en algunos países del este de Europa.
Las diversas concepciones del delito de ecocidio que hasta ahora se han aportado permiten enunciar ya los rasgos esenciales de esta nueva figura: se trata de un ataque sistemático al medio ambiente que ocasiona daños permanentes, graves y extendidos, o la muerte, enfermedades permanentes y graves en una población o que priva a una comunidad de seguir disfrutando de sus tierras y recursos.
No obstante, las iniciativas nacionales pueden ser puro legalismo mágico si no avanzamos hacia una Convención Internacional sobre el Delito de Ecocidio, que sitúe a esta figura al lado del genocidio o de la lesa humanidad en el núcleo duro del derecho penal internacional. Esto significa la imprescriptibilidad de este tipo de comportamientos y la posibilidad de que puedan ser perseguidos en cualquier país firmante de la convención, con independencia de que sean punibles en donde tuvieron lugar los hechos. Puede aspirarse incluso a que este delito sea susceptible de enjuiciamiento por la Corte Penal Internacional o por un tribunal internacional creado expresamente, si bien de momento bastaría con que los países en los cuales tienen su sede o centro de actividad las grandes empresas multinacionales asumieran esta tarea. Un objetivo fundamental de la convención sería articular el derecho a la reparación de las víctimas utilizando fórmulas de justicia restaurativa, y su acceso a la justicia.
La propuesta de una convención internacional no es una quimera, sino el modo más razonable y efectivo de articular una obligación jurídica en toda regla que se asienta en el derecho internacional de los derechos humanos. Los Principios Rectores de Naciones Unidas consideran que los Estados están obligados asegurar que las empresas multinacionales bajo su control respetan los derechos humanos allí donde de actúan, lo que implica la obligación de castigar penalmente las violaciones más graves. Nadie puede dudar que los graves atentados contra el medio ambiente suponen un atentado contra los derechos humanos, con una dimensión no solo colectiva o internacional, sino además intergeneracional.
En suma, tenemos los mimbres técnicos necesarios como para construir una definición del ecocidio con la precisión que nos requiere el derecho penal, existe además la obligación de los Estados de sancionar penalmente estos supuestos cuando sean realizados por empresas multinacionales, lo único que nos falta a los ciudadanos es que nuestros políticos emprendan cuanto antes la tarea de elaborar una Convención Internacional sobre el Delito de Ecocidio. Como ocurre en el resto de los aspectos relativos al cambio climático, la pelota está en su tejado.
Adán Nieto Martín, Jacobo Dopico Gómez Aller y Luis Arroyo Zapatero son catedráticos de Derecho Penal y directores del proyecto de excelencia de Responsabilidad de las Multinacionales por Violaciones de Derechos Humanos y al Medio Ambiente (Repmult).
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