De neurones y ortografía
Parece más sensato exigir una escuela pública de calidad para todos que suprimir la ortografía
El cerebro usa dos rutas para leer: el área de Broca (lóbulo frontal) y el área de Wernicke (lóbulo temporal). La primera hace una conversión grafofonológica, mientras que la segunda reconoce la palabra atendiendo a su aspecto. Esta última ruta es más rápida y adquiere una importancia mayor cuanto más experto es el lector. Por eso los lectores principiantes silabean, mientras que los avezados leen varias palabras de un golpe de vista. Es posible hacerlo, justamente, porque gracias a la ortografía las palabras siempre se escriben igual. Es fácil darse cuenta de esta realidad si tratamos de leer un texto plagado de cambios ortográficos. Veremos cómo nuestra velocidad lectora cae enormemente.
Higual uz te no ze lo qree aun ke quisa hesté vreve i esa jerado hegemplo se ha balido.
Bloqueada la ruta de Wernicke, el cerebro no reconoce las palabras y debe identificar sus fonemas uno a uno, silabeando igual que hace un niño. Abolir la ortografía haría que cada cual escribiese cada palabra “como le suena” y nos entorpecería a todos la lectura. También a las personas supuestamente “discriminadas” por la ortografía, a las que dificultaría aún más el acceso a la cultura. Parece más sensato exigir una escuela pública de calidad para todos que suprimir la ortografía.
Dicho esto, estoy de acuerdo en discutir si las normas que hay son mejorables. Por ejemplo, si es preferible mantener la “h” de “hierro” o sería mejor escribir “ierro”, “yerro”, “yierro”, “llerro”, “llierro” o sus correspondientes con erre simple. Son doce variantes. Podemos decidir cuál preferimos, pero, a partir de ese momento, todos deberemos escribirla igual por lo dicho en el primer párrafo. Y lo único que habremos hecho es sustituir una norma por otra, que igualmente habrá que aprender.
Finalmente, vista la necesidad de tener unas normas y la cantidad de variantes que la escritura fonológica puede producir, parece bastante razonable mantener las que existen que son, en gran parte, producto de la etimología. La “h” de “hierro” es el rastro genético que dejó la “f” de “ferrum” y que aún se conserva en gallego o italiano. Saberlo permite entender, por ejemplo, por qué decimos “cloruro férrico”. Me parece una realidad muy bella de las lenguas que no se debería despreciar con tanta ligereza.
Esta tribuna es una colaboración de un lector en el marco de la campaña ¿Y tú qué piensas?. EL PAÍS anima a sus lectores a participar en el debate. Algunas tribunas serán seleccionadas por el Defensor del Lector para su publicación.
Los textos no deben tener más de 380 palabras (2.000 caracteres sin espacios). Deben constar nombre y apellidos, ciudad, teléfono y DNI o pasaporte de sus autores. EL PAÍS se reserva el derecho de publicarlos y editarlos. [email protected]
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