Depresión en el campus
Un 20% de alumnas universitarias en EE UU han sufrido violencia sexual. Y en los últimos meses han dicho basta
No víctimas: supervivientes. Esa está siendo la consigna en la denuncia, mediática y coordinada, de la impunidad con que se cometen violaciones en los campus de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Como se ve en un capítulo de la nueva temporada de The Good Wife, ambientado en Harvard, todo el sistema está diseñado para proteger al violador. Un 20% de las alumnas han sufrido violencia sexual. Y en los últimos meses, mediante diversas iniciativas públicas y con el apoyo de la Casa Blanca, han dicho basta. Es por eso de suponer que cualquier momento aflorará el que tal vez sea el otro gran problema de los estudiantes universitarios norteamericanos: la depresión. Para los padres, hermanos y amigos de alguien que se suicidó, de hecho, también se ha popularizado la palabra “superviviente”. Son los “supervivientes del suicidio”.
El Depression Center de la Universidad de Michigan ofrece en su página web un test de autodiagnóstico. Todos los centros de educación superior disponen de departamentos de salud y muchos de ellos cuentan con recursos enfocados hacia el tratamiento de la depresión. Es muy común el teléfono de emergencia, activo las 24 horas. Quince millones de estadounidenses, casi el 7% de la población, sufre de depresión. Los desórdenes de ansiedad –íntimamente relacionados– atañen a unos cuarenta millones de adultos, el 18% del país. La estadística se dispara en los colleges: alrededor del 30% de estudiantes confiesa sentirse alicaído o deprimido.
El escritor y profesor boliviano Edmundo Paz Soldán, instalado en la Universidad de Cornell, ha narrado en Los suicidas cómo es vivir en un campus aislado, rodeado por dos gargantas peligrosas, dos abismos que apenas disimulan la vegetación. Cómo es relacionarse con jóvenes tristes que podrían poner fin a su vida; o sentir la tentación en tu piel. Recuerdo el día que me contó que el invierno de Ithaca era sinónimo de aislamiento y muerte. Recuerdo el día en que recordé aquel recuerdo: en la biblioteca de la Universidad de Nueva York. Me llamó la atención la maravillosa remodelación del patio interior, aquella sucesión de paneles de oro pixelado de seis metros de alto, que convertían el espacio en una instalación de arte contemporáneo. Rubén Ríos, director del Máster en Escritura Creativa, me sacó de mi ensimismamiento: la reforma se debió a que “se produjeron tres suicidios en seis años mientras sus compañeros estaban estudiando tranquilamente en sus mesas”.
La depresión, que es una fuerza psíquica, moldea así la arquitectura, que es una manifestación física. Tristeza y farmacia. Enfermedad y clínica. Toda ciudad es un circuito de flujos, un cuerpo animal por cuyas venas corre sangre y química. Los campus, ciudades en miniatura, laberintos de hormonas, devienen laboratorios de las metrópolis adultas. Si en el París y el Londres del siglo XIX se expandieron la melancolía, el hartazgo, el spleen, en las metrópolis de nuestra época las epidemias son la ansiedad, la depresión, el pánico, inseparables del paisaje urbano.
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