Banalizar el mal
Los que critican a Hannah Arendt tienen una idea un tanto tramposa de la humanidad
La banalidad no sería uno de los elementos constitutivos del mal, como podría pensar más de un desalmado, sino una de sus dimensiones, y no podemos ignorar que nuestra vida funciona sumida en diferentes banalizaciones del mal, a menudo, con la ayuda de las herramientas más eficaces del cuerpo social. El cine americano ha banalizado siempre la muerte. La forma banal de matar en las películas americanas dice mucho de esa enfermedad que han heredado los videojuegos, donde la banalización de la muerte adquiere su dimensión más inmediata y fulminante, y justo desde ese ángulo se convierte en pulsión: la pulsión de matar, y también la simpleza de matar.
Sin cambiar de tema, no menos inquietante es la evidencia de que las armas están hechas para banalizar el mal. La pistola banaliza la muerte más que el cuchillo, al hacerla más distante e inmediata, y las armas drónicas que tanto le gustan a Obama la banalizan todavía más. Es la muerte a distancia: el verdugo se aleja de la víctima para que su sangre no le salpique y así le deje menos huella en la conciencia. Se trata de la banalización suprema de la muerte gracias a la tecnología.
¿Banalizar el mal sería algo normal? Sí, ciertamente es algo normal y asumido por todos los pueblos. Admiramos a los individuos que practican disciplinas de mucho riesgo, porque a su manera banalizan la muerte y la vida, y se elevan sobre esa permanente banalización.
El mundo nazi ordenado y cotidiano daba seguridad a Eichmann
Los que critican a Hannah Arendt por haber enjuiciado a Eichmann como un individuo normal (normalidad psíquica y física que los médicos y psiquiatras judíos constataron) tienen una idea un tanto tramposa y escamoteadora de la humanidad. La zona gris, esa zona en la que “se extingue todo residuo de piedad hacia el otro”, según Primo Lévi, “y la figura humana deja de conmover”, según Robert Antelme, no es algo extraordinario que aparezca a veces en el horizonte de la aventura humana, como pensaría el mismo Lévi; muy al contrario, la zona gris es algo que está siempre ahí, más o menos camuflado. Quizá era eso lo que quería decir Hannah Arendt al enjuiciar a Eichmann: no penséis que el mal y su banalidad se ocultan en criaturas extraordinarias: el mal, hasta el mal más inmundo, se puede cobijar en la estructura física y mental de un individuo tan banal y normal como Eichmann, que se limitaba a hacer lo que le ordenaban porque ese mundo rígido, ordenado y cotidiano le daba seguridad: la seguridad de la costumbre, y si la costumbre es deportar y matar da lo mismo. Nadie mejor que los autistas sabe que la repetición de un mismo movimiento da seguridad, y nadie mejor que un fumador experimenta a diario la seguridad que le da encender un cigarrillo tras otro. En esa seguridad se apoyaba Eichmann, y en esa banalidad.
Hannah Arendt, tan bien retratada en la reciente película de Margarethe von Rotta, no inventó la banalidad del mal, como le quieren achacar algunos; inventó simplemente un concepto que ilumina ciertos aspectos de nuestras relaciones con el mal. Toda vez que transigimos con el mal lo banalizamos, y vivimos permanentemente sumergidos en esa banalización. No nos asombremos si algunas veces en la historia esa banalización se apodera íntegramente del Estado.
Quizá Hannah Arendt ya tenía en su cabeza la teoría sobre la banalidad del mal antes de acercarse a Jerusalén para observar a Eichmann, y el asesino nazi le vino como anillo al dedo para ilustrar su visión de la banalidad del mal. Como dijo en este mismo periódico Monika Zgustova: “Hannah Arendt insinuó que Eichmann era un hombre de tantos, disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata”. Yo no lo pongo en duda. No solo Eichmann, todos los jerarcas nazis eran unos tipejos de una banalidad del todo demostrable. Más que a un partido político, Alemania cedió el poder a una cuadrilla de gánsteres absolutamente banales, como pensaba Brecht. Que además fuesen antisemitas no debe asombrarnos. El antisemitismo era en aquel entonces algo normal, es decir, banal.
Pero no es necesario irse hasta los nazis para encontrar estados que banalicen el mal. Todo Estado se puede convertir en una máquina inquietante de banalizar el mal. En situación de guerra, el Estado llega a banalizar la muerte hasta extremos inconcebibles, y en situación de paz también. La vida media de uno de aquellos chicos que llegaban a Verdún era de una semana. Sangre joven mezclándose continuamente con el lodo. Pero no olvidemos que en situación de paz son sobre todo los jóvenes los que mueren en las carreteras, gracias a la banalización de la muerte que ha impuesto el automóvil.
El Estado tiende a ver la mente humana como una estructura tosca
¿Cabría pensar que cuanto más banal es un individuo más va a banalizar el mal? ¿Por eso Franco, ese individuo banal, y me atrevería a decir también irredimiblemente normal, firmaba penas de muerte mientras tomaba el café de la sobremesa con su señora y sus ministros?
Bien sé que tampoco es necesario irse hasta Franco para observar una cierta institucionalización de la banalidad del mal, ya que los Estados europeos de estos momentos se diferencian de los de finales del siglo XX por una tendencia cada vez más acusada a banalizar el mal. ¿Solo el mal? En modo alguno: también están banalizando el bien, haciendo todo lo posible para desarticular el mundo de la cultura. Nadie ignora que los Estados suelen aprovechar los logros de la cultura, al menos en una segunda fase, y suelen integrarlos dentro de su sistema propagandístico, pero no parece que les guste demasiado la contestación, en primer lugar, y en segundo lugar no parece que les interese demasiado la cultura. El Estado se siente bien a sí mismo en un mundo de relativa tosquedad ideológica, filosófica y moral, de ahí que el Estado tienda a ver la mente humana como una estructura relativamente tosca. Si me diera por bromear diría que si bien el hombre es un descubrimiento antiguo para las ciencias y la filosofía, para el Estado es un descubrimiento reciente, tan reciente que aún muchos estados no han descubierto al hombre y por consiguiente no han creado derechos para él.
El Estado puede proclamar, siguiendo pautas convencionales que le exige la sociedad, el rechazo de toda violencia de género, si bien la policía puede golpear salvajemente a las mujeres en una manifestación, esgrimiendo formas en nada diferentes a las del peor maltratador. He ahí un ejemplo claro de la tosquedad a la que nos estamos refiriendo, y que conduce nada menos que a banalizar y normalizar la brutalidad contra la mujer desde el aparato mismo del Estado, que acapara en su ectoplasma cielo el monopolio de toda clase de violencia, también la de género.
No podemos poner en duda que la mente humana es bastante compleja, hasta cuando banaliza el mal, pero rara vez el Estado va a tenerlo en cuenta. No en vano, toda banalización del mal a gran escala suele empezar en las altas esferas mucho antes que en las bajas. En el avispero sirio tenemos la oportunidad de verlo desde todos los ángulos del conflicto.
Decía un personaje de la película Moulin Rouge de Huston: “Si los artistas son profetas, el nuevo siglo (se refería al siglo XX) va a ser terrible”. La idea me sigue pareciendo actual, ya que todas las novelas buenas que he leído últimamente tienen como tema único el dolor. Pero ¿y si en esa sentencia cambiásemos a los artistas por los políticos? Si los políticos son la representación más visible de nuestra sociedad, el siglo XXI va a ser, si no lo es ya, el de la más generalizada banalización del mal, y todo indica que va a dejar muy atrás al siglo pasado: el siglo en el que Hannah Arendt nos hizo ver lo normal, lo terriblemente normal que suele ser entre nosotros el mal.
Jesús Ferrero es escritor.
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