Con las manos en la mesa
Vivimos cercados por acuciantes noticias que se producen en nuestro entorno: seísmos asiáticos, erupciones volcánicas islandesas o elecciones municipales en el lar patrio. Todo nos concierne y directamente, aunque no queramos. Lo que rara vez coincide es la oportunidad y la fecha de nuestras necesidades. O sea, lo tenemos crudo si quisiéramos degustar un lenguado fresco, un gallo.
No es que hayamos perdido el paladar, por una alteración cósmica del gusto, sino porque los alimentos frescos han dejado de serlo. Esto en tiempos, como nunca ocurrió, en que las ciencias gastronómicas se encuentran a disposición del consumidor no son los refinados fogones de algunos restaurantes, verdaderas logias secretas de acceso vetado a la mayoría por los siglos de los siglos, sino la propaganda dirigida al más domesticado consumidor, la que viene arropada por una apariencia entre científica y mágica. Ahora, un buen cocinero no es el profesional que satisface gustos exquisitos, sino el científico de la pizarra cuántica. Un episodio tras un ambiguo telón de misterio, el presente y futuro de El Bulli, es ahora un secreto de Estado.
Tengo observado que, en la actualidad, la vida social, política, municipal, clara o espesa, no es posible sin que figuren en los planes de los gobernantes la inauguración de un museo, venga o no a cuento, exista o no material artístico o curioso que reclame un lugar de custodia y exposición. Junto a la embriaguez museística de Guggenheims y Niemeyeres, la nota culinaria adyacente se revela imprescindible. No habrá comida para todos pero, lo más cierto es que la buena cocina estará, cada vez más, al alcance de menos ciudadanos. Será un florón, un ornato envidiable poseer pequeños restaurantes de escasísima cabida, donde un minúsculo grupo de iniciados pueda asentar sus posaderas ante platos confeccionados por angélicos e inspirados doctores fausto para delicia de unas 240 papilas gustativas meritorias. Caminamos hacia el reduccionismo. Por ejemplo, buena parte de españoles se ve excluida de mantener en su perímetro el redondel de la plaza de toros. A estos efectos los catalanes pasan a ser habitantes de segunda clase, con los residentes en el concejo de Piedras Blancas (Asturias) donde vivo, municipalmente proclamado antitaurino. Sin quizá darnos cuenta, vamos a la exquisitez, a lo íntimo, lo no compartible, posiblemente por una indigestión de democracia mal cocinada. Lo cierto es que quien tenga el deseo, por extraño que parezca, de comer buen pescado, carne sabrosa, verduras frescas o mariscos de confianza, dispondrá cada vez de menos lugares públicos y mesas donde poner las manos. Porque se están adjetivando y acabarán lejos de las posibilidades de la mayoría. Proliferan las cofradías de la buena mesa, las buenas mesas del mar, de la huerta, regionales, locales y, en general, excluyentes.
Merece elogio esta dedicación al buen yantar, aunque vayamos por el camino de considerar la ingesta de alimentos como mera satisfacción de una necesidad biológica inaplazable pero desprovista de atractivo. En estas épocas transitorias del ciclo anual es cuando nos invade la impresión de comer vaca tuberculosa, atúnidos con mercurio, y la postrera decisión de hacernos vegetarianos se ve amenazada con la manipulación que se hace con aceite, leche y otros productos, parte de cuyas propiedades nutritivas son secuestradas para incorporarlas a la industria cosmética, por ejemplo. O a la cosmonáutica, vaya usted a saber.
Nadie ha perfeccionado una adaptación de costumbres que coincidiera con períodos de crisis, declarando lealmente, la poca frescura de los alimentos que se conservan en cámaras frigoríficas. Evidentemente, no son tóxicos, delictiva secuela, pero sí podrían considerarse de rebajas y aliviarían muchos presupuestos angustiados. Todo con certificado veterinario de mantenerse en los límites sanitarios. No es más que una idea.
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