Ni compasión ni miedo
Desde el principio del verano asistimos a la enésima crisis migratoria en Europa. Las durísimas imágenes que nos llegan de la frontera sur y las que no vemos, pero conocemos, de las fronteras del Este reclaman la necesidad de construir una política europea de inmigración que gestione la movilidad de las personas, con la complejidad que este fenómeno presenta en el siglo XXI.
Las políticas nacionales de inmigración han mostrado ya sus límites. Un número creciente de personas utiliza los resquicios de los diferentes modelos y las inevitables grietas del sistema de fronteras exteriores para intentar alcanzar el territorio abierto de la Unión Europea. La mayor parte de estos inmigrantes pretende venir a trabajar y nuestro mercado laboral, de momento, lo requiere. Es ésta la cuestión principal a abordar en una estrategia europea de gestión de flujos, que ya no puede basarse en el paradigma de la sociedad industrial, en la que existían puestos de trabajo a cubrir predeterminados y estables. Hoy tenemos un mercado laboral muy flexible, con necesidades fluctuantes, en un mundo donde la comunicación y la movilidad están al alcance, cada vez, de más gente.
Todos los países de la UE han modificado a su antojo las leyes de inmigración
No existe en la Unión Europea una política de inmigración digna de tal nombre, ni tan siquiera mecanismos eficaces para la coordinación o el intercambio de información entre los Estados miembros. La intención, sin embargo, llegó a formularse en algún momento. Hace ahora siete años, el Consejo Europeo -jefes de Estado y de Gobierno- impulsó en Tampere un proceso que debía construir en el plazo de cinco años un sistema común de inmigración, integración y admisión por razones humanitarias. La Comisión, entonces, presentó un programa que preveía, en primer lugar, la definición de una política de admisión y residencia por razón de empleo, así como la gestión común de los flujos migratorios con los países de origen, incorporando la idea de codesarrollo como un elemento esencial. Por último, se incluía la lucha contra la inmigración ilegal y el tráfico de personas.
Pero esta voluntad de las instituciones comunitarias, Consejo incluido, convivió desde el inicio con los miedos nacionales a perder un supuesto control de la situación y a su propia opinión pública. Los temores se han ido ocultando tras el complejo sistema de toma de decisiones comunitario, y así se ha ido frustrando el desarrollo de la agenda inicialmente propuesta. Apenas tres años después del Consejo de Tampere, los mismos jefes de Estado y de Gobierno, reunidos esta vez en Sevilla, en la cumbre liderada por el entonces presidente Aznar, lejos de dar el necesario empuje a la política común de inmigración, modificaron la agenda con propuestas de corto alcance orientadas exclusivamente a la "lucha contra la inmigración ilegal" y establecieron un programa que, en realidad, boicoteaba el desarrollo de la política europea de inmigración, esbozada en Tampere. De ahí a la situación actual, ha bastado con mantener la inercia. En el programa de La Haya, adoptado tras los cinco años establecidos, y vigente hoy en día, la referencia a una política de admisión y residencia de inmigrantes económicos ha desaparecido, convirtiéndose en principio sacrosanto el derecho de cada Estado miembro a fijar lo que se ha dado en llamar "objetivos de inmigración" (léase cuotas de inmigrantes).
En este escenario, resulta sorprendente e irritante escuchar las declaraciones del comisario Frattini y del ministro Sarkozy contra el proceso de regularización emprendido por España, que vino a paliar una situación intolerable creada a lo largo de los años anteriores. Todos los países de la UE han modificado a su antojo las leyes de inmigración, y quienes hoy protestan jamás han ofrecido información sobre el número de personas indocumentadas que hay en su territorio o sobre la estimación de su empleo irregular; datos todos ellos relevantes en un mercado único y en un espacio de libre circulación. La decisión española no es más unilateral que todas las que han tomado los Estados de la Unión en la última década.
Debemos atrevernos a abordar entre todos el fenómeno de la movilidad en el mundo global, basándonos en los datos que ofrece la realidad y no en nuestras percepciones y miedos. En estos años se han discutido algunas propuestas que van más allá de las políticas tradicionales, como el establecimiento de sistemas ágiles para la gestión simultánea de la admisión y la residencia, la información, a escala europea, sobre el mercado de trabajo, o sistemas alternativos seguros a la contratación en origen, muy difícil en sectores como la atención a las personas. También hemos hablado de la previsión de circuitos de entradas y salidas, para suprimir el viejo paradigma "entrada-empleo-establecimiento definitivo", posiblemente superado.
La Unión Europea debe reincorporar a su agenda el desarrollo de una verdadera política de inmigración común, con normas que regulen la entrada y las condiciones de residencia de forma compatible con las demandas del mercado de trabajo, debe ocuparse de la dimensión exterior de esta política común, y debe hacer que se cumplan sus normas. La Unión está en mejores condiciones que sus Estados miembros para incorporar a los países de origen y tránsito (o mejor a los países terceros, porque casi ninguno escapa hoy al fenómeno de la movilidad) en la gestión de las migraciones y para forzar la acción de los organismos internacionales. El control conjunto de fronteras, la lucha contra la inmigración ilegal y el tráfico de personas, la firma de acuerdos de readmisión y el tímido desarrollo de Frontex son buenas noticias en este sentido. El Gobierno español hace bien en reclamar a la Unión avances en este terreno, y el resultado de la pasada cumbre de octubre es positivo porque va en esta dirección.
Para que la UE pueda dotarse de esta política, habrá que huir de la tendencia a priorizar los contradictorios sentimientos que la situación actual genera en la opinión pública: miedo, compasión... Una política de inmigración común debe convertir la lucha contra la inmigración ilegal en una defensa estricta del modelo propio (ajustado a la realidad) y no en un ejercicio de contención que convierta las fronteras europeas en un campo de batalla. Levantar el tono de los discursos, ya sea jugando con el miedo o con la compasión, y dejar que la realidad se degrade, sólo generará más sensación de inseguridad. Deberían tenerlo en cuenta quienes piensan que todo, también la inmigración, puede formar parte de la confrontación partidista, y que cada oportunidad debe ser aprovechada para alimentar la batalla política y no para abordar los problemas reales.
Elena Valenciano es portavoz socialista de la Comisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo y Anna Terrón es portavoz socialista de la Comisión Constitucional, Justicia e Interior del Comité de las Regiones.
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