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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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La prueba del método

Josep Ramoneda

LA VIDA POLÍTICA, en democracia, viene muy determinada por la dialéctica Gobierno-oposición. En España, la configuración del debate político es algo más compleja por la incorporación de una segunda línea de confrontación en términos de centro y periferia, o de poder central y poder autonómico, con un papel destacado para los nacionalismos periféricos. La escena pública está dominada por dos formas distintas de hacer política: el liderazgo difuso o pasivo del presidente Rodríguez Zapatero y la oposición monográfica y obsesiva del PP que, después de unas vacilaciones iniciales, Mariano Rajoy ha asumido como método propio. Estamos lejos de los liderazgos con voluntad carismática de otros momentos, a pesar de que en la periferia algunos líderes intentan ensayarlo con escasa fortuna.

El estilo de liderazgo de Zapatero se basa en dejar que florezcan las iniciativas confiando -sobre la base de un optimismo telúrico- en que las cosas acaben ordenándose con cierta naturalidad. La intervención del presidente llega casi siempre en el último momento, cuando se acerca la hora del cierre y cunde la alarma de que los deberes no están hechos. Lo cual es una estrategia de alto riesgo, porque levanta las expectativas de los ajenos y siembra de dudas a los propios. Las querencias obsesivas de la oposición del PP tienen una ventaja para Zapatero: reducen mucho el número de cuestiones sobre las que el presidente se siente presionado. El PP gastó la primera parte de la legislatura en defender el honor perdido de José María Aznar, y buscó después en la colaboración con la Iglesia católica el rearme espiritual necesario para aparecer como partido de combate frente a las reformas en materia de costumbres que Zapatero impulsaba. Reafirmado en sus creencias fundamentales y confortado con la bendición apostólica, el PP vio la aparición del Estatuto catalán como una nueva epifanía. Y se agarró a él con la voracidad de una fiera. Allí está: dándole todo el día al Estatuto, como si en este país no ocurriera nada más. Y se puede decir, en cierto modo, que ha conseguido el éxito de que este tema domine por completo la escena pública, pero al mismo tiempo se ha colocado en una vía estrecha como oposición, porque su éxito o fracasó dependerá de la suerte del Estatuto catalán. Si éste se aprueba, debidamente enmendado, como parece razonable, tengo la impresión de que el PP deberá acudir de nuevo a que la Iglesia le dé los auxilios espirituales necesarios para volver a empezar. Porque el Estatuto ejerce un papel de espejo deformante de la realidad política española: ni es el único problema, ni es el principal. Salvo para aquellos que, a coro con el Partido Popular, se empeñan en convertirlo en el superproblema que no es: el desmantelamiento de España.

Sin embargo, el liderazgo difuso o pasivo de Zapatero está siendo sometido a nuevas pruebas, sin que la presión de la oposición se note demasiado. El problema con la inmigración en Ceuta y Melilla vive una pausa, pero regresará. La huelga del transporte y la huelga de pescadores han subido la tensión; el Gobierno ha sabido encontrar un acuerdo cuando, especialmente esta última, empezaba a afectar a la autoridad del Estado. Pero, puesto que por ahí no anda el señor Estatuto, el PP parece que ni sabe ni le interesa. Como hemos tenido ocasión de ver esta semana, sus dirigentes están tan obsesionados en buscar inconstitucionalidades al Estatuto catalán que Mariano Rajoy tenía que hablar del presupuesto del Estado -que debería ser el centro de la crítica de la oposición- y se salió por el Estatuto.

Los gobernantes tienden a la paranoia porque su posición nunca es segura. Siempre hay unas elecciones en el horizonte. Y una elección siempre es un riesgo. La presión del PP ha hecho mella en sectores del Gobierno y del partido socialista que empiezan a echar en cara a sus hermanos catalanes del PSC que podrían ser culpables, vía Estatuto, de una hipotética pérdida del poder. La política está hecha de prisas, y el miedo siempre viene acelerado. Pero me parece un juicio por lo menos precipitado. Por dos razones: porque las encuestas que ahora angustian al PSOE se convertirán en euforizantes si todo este proceso acaba razonablemente bien y el PP, que lo ha invertido todo a esta carta, tendrá que hacer la enésima rectificación, y porque se engañan los socialistas si creen, confundidos por la presión del PP, que el Estatuto es su único problema. El Estatuto es una prueba más para el sistema de liderazgo difuso o pasivo de Rodríguez Zapatero. No la única. Si se estrella, no será sólo con el Estatuto. Porque el método es el mismo para todos los temas que Zapatero trata. Y a la larga será evaluado, de modo general, en función de los resultados.

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